Hay gente que llega a tu vida con la fuerza de un discreto rayo, que ni te das cuenta hasta que un día abres un periódico (bueno, una pantalla) lees que Pedro Pubill, Peret, tiene cáncer, y te pega el corazón vuelco de 180 grados.
La primera vez que tuve delante a Peret en carne mortal (aunque no lo parecía) tendría yo diez años, once a lo sumo. Eran las fiestas mayores de un pueblo al que habían ido a veranear mis padres (y yo a su rebufo). Actuaba él. Estaba en el cénit de su gloria, su gracejo y sus patillas. Yo daba tumbos despistada y mohína por la pista. No sabía bailar. No sabía qué hacer conmigo. Hasta que de repente, como en una película, las aguas del Mar Rojo y de la gente primero se arremolinaron tremendas y luego se abrieron de par en par. Y allí, en el claro, estaba Peret, apuntándome con un dedo que para sí habría querido Colón y alegremente aullando: “Ay borriquito como túúúúúúúú!”. Su sonrisa ensanchaba el mundo.
Qué vergüenza pasé y qué feliz fui.
Volví a verle casi diez años después. Es decir, frisando yo en los veinte. Nada que ver con la viñeta anterior por mi parte, claro. Tampoco por la suya. Yo, aparte de los aparatosos cambios hormonales y estéticos, me había hecho periodista. Peret se había hecho evangelista. ¿Qué es peor? Juzguen ustedes el trascendente diálogo que mantuvimos cuando le entrevisté: “Mira, niña, yo antes era como el demonio, o peor…Ahora mismo te estaría camelando, y llamando por teléfono a tu madre para camelarla también a ella y convencerla de que te dejara ir de farra y de pendoneo conmigo hasta la madrugada, y ni te cuento en qué habría acabado todo esto…(suspiro profundo)…Pero ahora, gracias a DIOS, (no había duda de que lo pronunciaba así, todo en mayúsculas), soy un hombre nuevo, un hombre puro”.
Lo cual no le impidió lanzar una no por lánguida menos vitalista mirada de soslayo a mi escote.
No volví a pensar en él (aunque siempre oía con agrado sus rumbas) hasta de nuevo diez años después. Ya en mi treintena se me ve a mí en La Riviera de Madrid, mítica sala de conciertos, en la que actuaba David Byrne. Allí estaba menda disfrutando la mar y haciéndome de paso la enterada y la moderna.
Y de repente va David Byrne y se arranca versionando en vivo y en directo “Si mengano fuese zutano”, nada más y nada menos que de…¡Peret! Consternación indie en la sala. A mí me entra una especie de carcajada cálida. Me pongo muy, muy contenta. No sabría decir por qué.
Ya no diez años después (a medida que una crece, se estrechan estos saltitos…), sino tres o cuatro, se me ve a mí a punto de volver a entrevistar a Peret…¡en Nueva York! El hombre se dispone a actuar nada menos que en el Lincoln Center, donde volverá a obrarse el milagro. David Byrne asistirá al concierto y se subirá al escenario con él. La gloria. La vida.
De las dos cosas tengo para muestra un par de botones, antes y después del concierto. Peret obviamente no me recuerda ni de la fiesta mayor de pueblo ni de la entrevista que le hice en un oscuro diario local…pero me tira puntualmente los trastos que aquella vez me advirtió que me habría tirado de no atravesarse DIOS. El fervor religioso se le ha evidentemente pasado. Vuelve a ser el hombre un rayo de pagana alegría pura. Que además acaba de separarse de su santa de toda la vida para irse a vivir con una chiquita todavía más joven de lo que era yo la primera vez que le entrevisté. Su amor por Cristina, y el mío por el que entonces era mi marido, dejan el posible rifirrafe en una cosa entre bromista y platónica, pero muy cordial.
De aquella entrevista se me quedó una frase en la que hacía alusión a un jamacuco que le dio por esos días, encontrándose solo en casa, ausente Cristina. Y dice que lo primero que él pensó fue en el disgusto de ella, en cómo se dolería de que se muriera él. Juro que pocas veces he visto pintarse más ternura en la cara de alguien hablando de alguien más.
No es un golfo, pensé. Bueno, puede que un poco sí. Pero sobre todo es un ángel.
Lo siguiente que me llega es la noticia de que vuelve a vérselas con el cáncer, con las fuerzas de lo sombrío que, habiéndole cercado tantas veces, jamás le han derrotado.
Que no lo hagan tampoco esta vez.
No sobran rayos de Júpiter en este mundo.
Jo, el ideal vital y artístico de doña Anna, la que estampa su firma junto a la de Jiménez Losantos, es Peret. Buena gente, sin duda. Y un tipo peculiar, aunque probablemente no muy centrado. Y merecedor de la solidaridad humana, como tantos otros miles que paecen graves padecimientos en su salud. Pero tanto como para ser su ídolo …
Mataron al gitano Antón, ay, señores qué penita…