Reducir la desigualdad: ¿cuestión de fe?

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Jorge San Vicente Feduchi, subdirector del Laboratorio de la Fundación Alternativas

Si usted fuera un universitario que acabase de comenzar la carrera de Economía en septiembre de 2008, es muy probable que lo hiciese con la intención de comprender por qué el colapso de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos desencadenó una crisis económica a escala mundial o por qué esto produjo una destrucción de empleo masiva. Pero sobre todo, lo haría con una pregunta en mente: ¿por qué nadie lo vio venir? Incluso la reina de Inglaterra, que en pocos meses llegó a perder casi £25 millones de libras de una fortuna estimada en £320 millones, se lo preguntó ante un grupo de economistas de la London School of Economics and Political Science, lo que inesperadamente provocó las muestras de asentimiento de miles de jóvenes británicos. Así lo declara en su página el movimiento Rethinking Economics, una red internacional de estudiantes, académicos y profesionales que, no obstante, critica que la Economía se enseñe aún desde un enfoque “limitado, poco crítico y alejado del mundo real”, “como si esta fuera la única manera legítima de estudiarla”.

Desde 2012, esta red reclama una mayor pluralidad en las facultades de Economía y un cambio de paradigma en la manera de enseñar la disciplina en las universidades. La poca atención que se le presta a cuestiones como la ética, la economía política o la historia económica en los currículums universitarios (como comprobó un reciente libro de los fundadores de la Post-Crash Economics Society) contrasta con el énfasis en el estudio de modelos (en palabras de Krugman) basados en individuos que actúan racionalmente en mercados en situación de competencia perfecta.

Pero si ya es preocupante que a un joven estudiante motivado le cueste acceder a unos conocimientos que le permitan tener una visión crítica de su propia disciplina, más lo es si esa falta de pluralidad afecta al discurso político y público en su conjunto. Según James Kwak, profesor asociado en la facultad de Derecho en la Universidad de Connecticut y uno de los fundadores del blog de economía The Baseline Scenario, la influencia que una visión limitada y distorsionada de la Economía ha tenido en marcar la agenda económica y financiera en las últimas décadas puede llegar a explicar por qué hemos dedicado tan poca atención al preocupante aumento de la desigualdad. A pesar de que cuestiones antes relegadas a un segundo plano en la disciplina académica, como es el caso de la desigualdad, hayan recibido en los últimos años mayor atención como consecuencia de los efectos de la crisis, aún persiste el debate de si deberían diseñarse políticas públicas que ataquen directamente sus consecuencias o debería dejarse en manos del “crecimiento económico”. En España, uno de los países que ya desde antes de la crisis más había visto aumentar la desigualdad, lo hemos podido ver esta misma semana, cuando cuestiones como la subida de impuestos al 0,5% más alto de los contribuyentes y al 1% de las empresas han sido recibidas con críticas por quienes creen que este tipo de medidas nos alejan de “la senda de la recuperación”. Para algunos, no hay mayor prioridad que hacer que la economía crezca; la desigualdad, entonces, se vuelve una cuestión de fe.

Religión, evolución...y economismo

En su último libro, Economism: Bad Economics and the Rise of Inequality (“Economismo: Mala Economía y el Aumento de la Desigualdad”, aún no ha sido traducido al castellano), James Kwak le pide al lector que se ponga en la piel de un aristócrata de la Europa prerrevolucionaria, “cuando el 1% poseía en torno al 60% de todo lo que se podía poseer”: ¿cómo justificaría este la inmensa diferencia entre sus propias condiciones de vida y las de la gente común? Lo más probable, afirma Kwak, es que el aristócrata hubiese recurrido a la religión como explicación del orden social imperante: Dios siempre premia a aquellos que lo merecen.

Trasladémonos a los Estados Unidos a finales del siglo XIX. Aquí ya no encontramos aristócratas y monarcas, sino grandes emporios familiares, construidos gracias a las posibilidades de negocio de la industrialización y el crecimiento de las ciudades. Kwak se hace entonces la misma pregunta: ¿qué pensaría un Rockefeller o un Carnegie, desde sus mansiones en Upstate New York, de los primeros slums que comenzaban a aparecer en los núcleos urbanos donde residía la nueva clase trabajadora? La tradición religiosa, que en el Nuevo Mundo se quedaba obsoleta ante la figura del “empresario hecho a sí mismo”, daba paso entonces al darwinismo social de Herbert Spencer, en el que “la supervivencia del más apto” (y la condena de quien no lo era) era necesaria para el progreso de la humanidad en el largo plazo. ¿Quién iba a reprochar algo al “millonario que emergía victorioso de la lucha evolutiva”?

Aunque pocos recurrirían a la religión o al darwinismo social para explicar la composición económica de nuestras sociedades, la realidad, en términos de desigualdad, no ha cambiado tanto: el 1% más rico de la población mundial posee hoy casi la mitad de la riqueza. En EE. UU., el CEO de una gran compañía ganaba de media tanto como veinte de sus empleados en 1950; hoy, tanto como 200. Pero, según Kwak, existe otra verdad absoluta a la que atenerse, al alcance de cualquiera que haya leído un libro de economía básica: el economismo, es decir, la tendencia a usar lecciones de economía básica como la explicación universal de cualquier fenómeno social. “Según un curso de introducción a la Economía, el salario de cada uno es igual a su productividad marginal: recibes necesariamente el valor de tu trabajo. La desigualdad simplemente refleja el hecho de que algunas personas son más inteligentes, están más preparadas o trabajan más que otras”, explica Kwak. Este argumento puede parecer sencillo: se basa, en efecto, en el modelo de un mercado competitivo, que funciona acorde a la oferta y la demanda, que cualquier estudiante de primero conoce. Si sigue leyendo, por otro lado, es muy posible que también encuentre sus evidentes limitaciones (un mercado competitivo perfecto requiere que todos los productores ofrezcan el mismo producto, por ejemplo). Existen pocos libros de Economía que no dediquen al menos una parte a explicar casos aplicados de estos modelos. “Gran parte de la Economía avanzada”, dice Kwak, “se trata de distinguir entre mercados abstractos y mercados reales”.

Para Kwak, no obstante, el problema viene de que la Economía avanzada no es quien marca la agenda política: “la discusión de preguntas complejas sobre políticas públicas en el mundo digital no está dominado por una cuidadosa investigación económica, sino por el economismo (...). El economismo es lo que te queda cuando aprendes modelos de primer año, olvidas que estos se basan en importantes suposiciones, y nunca te manchas las manos de datos del mundo real”. Y el hecho de que sean este tipo de simplificaciones las que lleguen a alterar las políticas pública y el discurso económico general tienen efectos profundamente relevantes. Una vez se asume que la riqueza se obtiene únicamente a partir del esfuerzo o las aptitudes personales, y se iguala la riqueza personal a la colectiva, el mercado irrumpe como la única manera justa de (des)organización. Cualquier obstáculo (regulación, impuestos, etc.) a la obtención de esta riqueza se entiende entonces como un impedimento al bienestar general: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles, no porque, de no ser así, Dios lo hubiera hecho de otra manera, sino porque en cualquier otro todos viviríamos peor”. Pero, ¿por qué triunfa esta visión del mundo? Kwak recurre a Weber para explicárnoslo:

“El afortunado está rara vez satisfecho con el hecho de serlo”, escribió Weber hace un siglo. “Además, necesita saber que tiene un derecho sobre su buena fortuna”. Muchas personas se sienten incómodas al pasar con el coche por delante de chabolas de camino a una playa tropical. Lo que necesitan es un modelo de sociedad en el que la desigualdad que perciben sea parte de un diseño mayor que funciona en beneficio de todo el mundo”.

La desigualdad es para muchos un fenómeno inevitable, pero puede llegar a ser necesaria, incluso celebrada, si se considera que es el resultado de un sistema que permite obtener los mayores beneficios posibles al mayor número de personas posible.

La desigualdad, un problema estructural y multidimensional

Se viese o no como un problema, lo cierto es que el estudio de la desigualdad se ha considerado tradicionalmente una cuestión menor en la investigación económica (no así en otras ciencias sociales). En 2004, Robert Lucas, quien había recibido el premio Nobel de Economía solo unos años antes, aseguraba que “entre las tendencias que son dañinas para la economía sana”, “la más venenosa es centrarse en cuestiones de distribución” sobre “el potencial aparentemente ilimitado de aumentar la producción”. En los últimos años, no obstante, hemos asistido a una “explosión” de trabajos dedicados a la desigualdad, algo que, con la ayuda de éxitos inesperados como el de Piketty y su El capital en el siglo XXI, ha conseguido trascender la barrera de la investigación académica también en España, donde en los últimos años se han disparado todos los indicadores a través de los cuales se mide la desigualdad. Las frecuentes “llamadas de atención” desde organismos europeos e internacionales o el continuo flujo de datos cada vez más escandalosos hacen difícil defender la tesis de que la desigualdad en España es un fenómeno justificable o que, como algunos han llegado a argumentar, no debamos atacarla por un hipotético riesgo sobre el crecimiento económico.

No obstante, incluso entre aquellos que reconocen que la desigualdad es un problema que debemos tratar de resolver, en nuestro país prevalece aún un argumento que está retrasando el diseño de medidas que realmente estén destinadas a reducir sus efectos: la recuperación económica. La mejora de los índices macroeconómicos, con los que nos vemos bombardeados desde las instancias oficiales (esté quien esté en el Gobierno) incitan a pensar que el final de la crisis está cerca y que pronto los hogares recogerán los frutos de unas políticas bien implementadas.

La realidad, de nuevo, nos enseña sus matices. En España, tenemos un grave problema de desigualdad, y la recuperación de los índices macroeconómicos no asegura ni mucho menos que esta se vaya a reducir. Así lo establece el reciente Tercer informe sobre la desigualdad en España, publicado por la Fundación Alternativas, que demuestra que la desigualdad en España es un fenómeno estructural y multidimensional. Ignorar el fenómeno por completo sería, evidentemente, una irresponsabilidad. Pero también lo es confiar en que la vuelta a la senda del crecimiento económico paliará sus efectos.

La crisis, sin duda, ha tenido un impacto devastador sobre la desigualdad en España, recayendo de manera desproporcionada sobre los sectores más vulnerables de la población; no obstante, como muestra el informe, la desigualdad ya era alta, en comparación a otros países de la OCDE, antes de la crisis. Esta no ha hecho sino acelerar una tendencia que se venía observando en la década pasada. Confiar en una hipotética recuperación económica olvida, según el informe, “el fuerte componente estructural de la desigualdad de forma independiente respecto al ciclo económico, caracterizado en gran medida por la debilidad de la economía española para crear empleo estable y suficientemente remunerado, la muy alta concentración de las rentas de capital o la limitada capacidad redistributiva del sistema de impuestos y prestaciones”. Ignora, además, que la desigualdad no se mide tan solo en términos económicos. Las desigualdades de género, por ejemplo, no se observan tan solo en la brecha salarial, sino también en las actitudes: el informe destaca el marcado efecto de la interrupción de la vida laboral tras el nacimiento del primer hijo. Tampoco la pobreza se explica exclusivamente en términos monetarios: el desigual acceso a la educación, por ejemplo, muestra los efectos a largo plazo de políticas educativas poco inclusivas.

La intención de Rethinking Economics no es la de imponer un sistema económico sobre otro, sino tratar de incorporar nuevas perspectivas al estudio de los fenómenos económicos y sociales. De igual manera, en Economism, Kwak no trata de argumentar que todo lo que se enseña en Economics 101 es erróneo; su objetivo es demostrar que adherirse a modelos que no tienen en cuenta lo que ocurre en el mundo real suele acabar legitimando la desigualdad actual y el sistema que alimenta esa desigualdad. Creer que recuperando los niveles de empleabilidad anteriores a la crisis (sin tener en cuenta, por ejemplo, la peor calidad del trabajo y su menor influencia sobre la composición de la riqueza) o las cifras macroeconómicas del anterior periodo de “bonanza” (cuando la desigualdad apenas se contuvo) podremos paliar los efectos de la desigualdad es ignorar la evidencia que demuestra que este es un fenómeno mucho más complejo y extendido que lo que hasta hace poco creíamos.

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