Nuestros padres, nuestras hijas. Todos nosotros

  • "En estos días de crisis sanitaria se ha expresado un supremacismo que tenemos tan interiorizado que casi ha pasado desapercibido: un supremacismo generacional"
  • "En algún momento hemos pensado que es más necesaria la salida de un perro para cagar (algo muy conveniente) que la de un niño para respirar o caminar diez minutos"
  • "En esta crisis hemos visto con extraordinario dramatismo el desprecio a los dos polos de edad a los que hemos concedido tácitamente una ciudadanía de segunda"

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Uno de los grandes avances de la sociedad española en las últimas décadas ha sido una asunción de que todo movimiento emancipador es miope si no incluye una nítida defensa de las diversidades y de la emancipación de todas las identidades tradicionalmente subordinadas. El feminismo y el movimiento LGTB+ son la punta de lanza más visible hoy de una defensa la diversidad que se expresa en muchísimos ámbitos. En estos días de crisis sanitaria, en cambio, se ha expresado un supremacismo que tenemos tan interiorizado que casi ha pasado desapercibido: un supremacismo generacional.

En los primeros días, cuando parecía que el virus podría generar un problema sanitario muy inferior a la crisis que estamos sufriendo, se nos presentaba como alivio que el virus sólo era letal con las personas mayores y enfermas. Como si conforme se van cumpliendo años la vida fuera un derecho menos valioso. ¿Quién fue el primero a quien se le ocurrió contar la edad de los muertos no como un dato científico útil para entender la pandemia sino como un alivio útil para mantener la calma? Imposible saberlo: pasó desapercibido.

Algunos discursos que intentaron recuperar humanidad fueron aún más reveladores: es dramático porque son nuestros padres, nuestras madres, nuestras abuelas y abuelos… Es decir, son valiosos no por sí mismos sino porque nos importan a nosotros, quienes somos la medida de todas las cosas, las personas de una edad intermedia que no me atrevo a delimitar. Los mayores son ajenos, no leen la prensa ni ven la tele, ni escuchan la radio: “nosotros” no les incluye. En un momento de máxima repugnancia, un anónimo en Twitter me dijo que el mejor homenaje que podíamos hacer ahora a nuestros mayores era eliminar el impuesto de sucesiones: son valiosos porque podemos trincar su herencia.

Después empezaron las medidas de confinamiento. Y de nuevo se nos olvidaron quienes no pertenecían a esa franja de edad intermedia que parece ser la protagonista de nuestra vida colectiva. Se ha mencionado recurrentemente que en la comparecencia de Pedro Sánchez se acordó de mencionar la posibilidad de pasear a los perros pero no dijo nada de qué sucedía con los niños, la mayoría de los cuales vive en pisos pequeños, agobiados, en una situación cuya trascendencia no tienen madurez para captar ni gestionar y que finalmente tienen restringidas las salidas más que sus padres (que podemos de vez en cuando respirar yendo al súper, a la farmacia o a por el pan si no podemos ir a trabajar) pero que no podemos llevar con nosotros a nuestros hijos. En algún momento hemos pensado que es más necesaria la salida de un perro para cagar (algo muy conveniente) que la de un niño para respirar, para caminar diez minutos, para que la vista pueda llegar más allá de cinco metros. En parte porque partimos de que la salud mental y social no son salud (o al menos no en un sentido fuerte). Ha sido muy evidente el presupuesto de que la única necesidad que tienen los niños en una crisis como ésta es aumentar el contador de conocimientos: si hacen deberes y no cogen virus, ya está todo cubierto.

Se ha dado por hecho hasta el punto de que no ha parecido necesario ni explicarlo: quienes tenemos hijos e hijas pequeños debatíamos en los chats posibles interpretaciones a cada nuevo decreto de medidas enclaustradoras y qué implicaciones tenían para los niños: ¿si las salidas a la calle incluían ”el cuidado de los menores” permitía darles un paseo? Finalmente no, nunca nadie consideró conveniente aclararlo. Las personas con necesidades especiales pueden salir (¡faltaría más!) pero se asume que los niños no tienen necesidades: plantearlo sitúa al padre o madre preocupado como uno de esos jetas a los que hay que gritar desde el balcón porque no entienden la gravedad de la situación.

No hace tantas semanas estábamos debatiendo con nuestra derecha más autoritaria una obviedad como que los niños no son propiedad de nadie, que son fines en sí mismos con derechos cuyos titulares son ellos mismos. Algunos no entendían que la alternativa a ser propiedad de los padres no era ser propiedad del Estado sino no ser propiedad de nadie. Son los mismos que respondían a la libertad de los enfermos a decidir sobre su vida viéndolo como un instrumento de sus “jóvenes” para quitarse un problema: los viejos, como los niños, sólo parece existir mediados por los verdaderos ciudadanos. Lo tenemos tan interiorizado que no necesitamos ni expresarlo y este supremacismo tan interiorizado tiene múltiples expresiones, empezando por la edad de nuestros referentes políticos y mediáticos.

En esta crisis hemos visto con extraordinario dramatismo el desprecio a los dos polos de edad a los que hemos concedido tácitamente una ciudadanía de segunda. No hace falta revisar lo que han tenido que padecer (guerra, dictadura, pobreza, incertidumbre) quienes hoy son ancianos, lo que han tenido que pelear para conseguir los avances que disfrutamos nosotros sin necesitar ese recorrido. Ni hace falta lamentar que los niños actuales sacarán adelante el mundo que les dejamos tremendamente destrozado y en el que nosotros envejeceremos. No hace falta porque no son valiosos en función de nosotros, las personas de edades intermedias: lo son por sí mismos. Son ciudadanos plenos, absolutos, cuya vida, cuya salud, cuya libertad y cuyos derechos tienen que estar en primera línea.

Nuestras sociedades también son diversas en lo generacional, lo cual supone necesidades, fortalezas y ópticas variadas, pero en ningún caso ciudadanías de distintos grados. Lo más dramático es que ese supremacismo generacional está pasando brutalmente desapercibido de tan integrado que lo tenemos.

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