Nueva normalidad: teoría y práctica

  • "La ciencia será la verdad principal sobre nuestro futuro y la preservación del planeta"
  • "El miedo al paro, los desahucios y la pobreza quedará atemperado por el ingreso mínimo vital"
  • "Los poderes públicos controlarán las empresas subvencionadas de los sectores estratégicos"

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¿Alcanzará la ciencia el aprecio y el prestigio que nunca tuvieron en España? ¿Aumentará el miedo entre nosotros? ¿Seremos capaces de no infligir más daño a nuestro hábitat y parar el reloj de la destrucción del planeta? Estas y otras preguntas bullen en la mente de millones de ciudadanos ante la llamada “nueva normalidad” impuesta por la pandemia de coronavirus, una desgracia para la que no estábamos preparados y que de pronto lleva a millones de humanos a preguntarnos: “¿Qué será de nosotros?”

Primero el concepto. Cuestionaba el portavoz del PNV, Aitor Esteban, la expresión “nueva normalidad”. “¿Qué entiende usted por nueva normalidad?”, preguntaba al jefe del Gobierno. “Respetar las normas sanitarias que nos están trasladando los expertos”, respondía Pedro Sánchez. Y aludía a las “distancias sociales, el uso de mascarillas y demás medidas que se han vuelto normales como consecuencia de la emergencia de esta pandemia”. Replicaba Esteban: “A mi eso de nueva normalidad no me gusta nada, me suena a título de teleserie americana; la normalidad es normalidad y punto”.

Ya, pero de pronto, todos somos Tomás Rodaja, “el licenciado Vidriera” de Miguel de Cervantes, gente de mírame y no me toques ni te acerques a menos de dos metros. Vidriera era inteligentísimo y, sin embargo, le atribuían ese trastorno mental de creerse de vidrio. Ahora las personas de ciencia, profesionales de la medicina, nos sitúan ante la evidencia de que somos quebradizos y hemos de mantener las distancias mientras ellos se esfuerzan en lograr el fármaco y la vacuna que nos salve del patógeno.

En la nueva normalidad la ciencia sería considerada la principal verdad (si no la única). Del desprecio a la funesta manía de pensar y del reproche unamuniano “que inventen ellos” pasaríamos al aprecio y la dotación suficiente a quienes en laboratorios de hospitales, universidades y centros del Instituto Superior de Investigaciones Científicas se dejan las pestañas para que podamos vivir más sanos, más cómodos y mejor.

Esto implicaría distinguir entre la caterva de famosos que nos abruman con tantos excesos (especialmente de dinero) y las personas insignes por su ideal, laboriosidad y dedicación a procurar el bien de los demás. Para entendernos: insigne sería don Santiago Ramón y Cajal, y famoso notable ese príncipe Joaquín de Bélgica que cruzó media España en Ave en pleno estado de alarma, montó una fiesta en Córdoba con más de una veintena de cachorros de la castocracia, salieron infectados de coronavirus y se convirtieron en un peligro para los demás.

La nueva normalidad permitiría defender con elocuencia y elegancia las ideas y los planes políticos, de modo que la dialéctica y la argumentación propia del magisterio político se dirigiera al intelecto y no a los instintos. Esto nos permitiría prescindir de políticos fecales, personajes fangosos que del insulto, la falacia, la injuria, la bola y el bulo han hecho oficio. Espectáculos bochornosos, promovidos la oposición de derechas en el Congreso en plena pandemia, luto real y oficial e incertidumbre social y económica deberían tener remedio más allá del bálsamo de Fierabrás.

Claro que para vacunar a los sembradores de daño y odio en beneficio propio y anular de una vez el aserto machadiano según el cual de cada diez cabezas una piensa y las demás embisten, la nueva normalidad debería dotarnos de una memoria prodigiosa que funcionara como vacuna a la hora de votar. Las vísceras averiadas (el corazón es una víscera) necesitan tratamiento. En este caso se podría comenzar por la revisión bucal.

Contaba el periodista González Fiol que la Asamblea Nacional Francesa había creado la plaza de odontólogo parlamentario, y atribuía la génesis del acuerdo a los feroces gruñidos del hipopótamo del Jardín de Aclimatación de París. El animal bramaba y amenazaba con hacer añicos cuanto se pusiera por delante. Ni para echarle de comer se acercaban los vigilantes. Por fin el veterinario averiguó que tenía una caries del tamaño de un puño en un molar, así que llamó al dentista, quien le anestesió, le raspó bien la muela y le metió una corona...¡de medio kilo de plomo! El hipopótamo dejó de bramar.

En la nueva normalidad, el temor al otro nos seguirá acompañando. Pero será un miedo distinto de aquel que refería Claudio Sánchez Albornoz cuando distinguía las tres clases de miedo que históricamente sufríamos los españoles: el miedo del pueblo al dictador, el miedo del dictador al pueblo y el miedo del pueblo al pueblo. “De las tres, el último es el peor”, decía. En la normalidad que con tanto sacrificio de sangre y cárcel conseguimos hace 45 años, las discrepancias se resuelven votando. Y así debe seguir siendo en la nueva normalidad por más rugidos feroces que oigamos de determinados mandibularios pancémicos.

Algunas palabras como el término “salud” adquieren pleno significado en esta nueva normalidad. Decía José Ortega y Gasset que dos hombres primitivos, desconocidos entre sí, se oteaban en lontanza en un campo, sentían temor, pero mantenían su trayectoria uno hacia el otro hasta que al final se encontraban uno frente a frente. Entonces los dos alargaban el brazo para defenderse. “Nació así el saludo”, concluía.

De esta metáfora que tanto gustaba al general Andrés Casinello, jefe de los servicios secretos con Adolfo Suárez, para explicar la Transición como la superación del miedo al otro (“Los rojos y comunistas eran gente sencilla y normal, no esos seres terribles que nos habían pintado”, decía) hemos de prescindir físicamente a la hora de desear salud a los demás, pero no mentalmente, como quisiera la ultraderecha retardataria, desgajada del PP y crecida por la corrupción del partido gubernamental y su falta de tino con el problema catalán.

El miedo al coronavirus y a sus efectos socioeconómicos, singularmente al desempleo, el desahucio, la indigencia... será menos miedo con la aplicación, a partir del 15 de junio, de renta básica para que, como dice el vicepresidente Pablo Iglesias, podamos llenar la nevera. “Lo que este país no se puede permitir son las colas del hambre”, afirmaba con aplomo el socialista Pedro Sánchez, quien, con la vicepresidenta económica Nadia Calviño se ha currado la dimensión social y solidaria de la UE para la reconstrucción.

La nueva normalidad empieza a ser la del reequilibrio social y económico del estado del bienestar frente a la insolidaridad, las privatizaciones y el avance de la desigualdad, promovidas por los acérrimos defensores de los mercados desregulados. Dicho de otro modo: la sanidad y la educación públicas, las pensiones dignas, la asistencia a las personas dependientes y el ingreso mínimo vital se configuran como derechos humanos irrenunciables.

Quiere decirse que la normalidad ha de arrumbar aquellas reformas laborales que supeditaron el trabajo al capital, los trabajadores a los empresarios, que favorecieron la privatización de la sanidad y la educación, fomentaron los pelotazos urbanísticos, emplearon el dinero de todos para rescatar a la banca, redujeron los impuestos a los millonarios y perdonaron a los evasores.

La nueva normalidad se ha de caracterizar por la equidad fiscal, sin las ventajas abusivas al patrimonio y el capital. También, especialmente, por la higiene, aunque sea con cal y zotal, de los clanes bacterianos que arruinan al Estado con la corrupción, pervierten a los gobiernos y a los partidos políticos y convierten en un trampantojo las instituciones. Un análisis capilar llevaría a la conveniencia de controlar las empresas y corporaciones estratégicas que reciben subvenciones y trato trato fiscal favorable por parte de los poderes públicos.

La exigencia de higiene y control requiere múltiples iniciativas de desarrollo sostenible. Imaginemos un árbol que crece dos centímetros al año. Después de un tiempo, el árbol no puede seguir creciendo a lo alto. Su arboladura es enorme, hay que podarlo para que los agentes atmosféricos no lo arrumben y que pueda seguir creciendo, a lo ancho. Otro tanto hemos de hacer con el planeta para detener la polución y los estragos del cambio climático.

La nueva normalidad tendría que servir también para no convertir ese árbol en madera con la que fabricar puertas giratorias. Es una cuestión de higiene. Hay que pararlas, erradicarlas, arrancar sus goznes y bisagras. Por el bulipén han pasado el exministro y exdiputado José Blanco, su compañero el expresident de la Generalitat de Cataluña, José Montilla, y un ingeniero de Podemos al consejo de administración de Gas Natural, do pastan otros exministros del PP de lejano recuerdo. ¿Por qué? ¿Acaso necesitaban esa renta de superviviencia?

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