Dime qué necesitamos y te diré hacia dónde nos dirigimos

  • "La pandemia ha hecho más evidente que nunca lo que mucha gente viene avisando: que la etapa histórica que vivimos representa la privatización del ser humano"
  • "Es momento de crear una nueva generación de derechos para la ciudadanía y de que estos se deslaboralicen, es decir, que su disfrute deje de estar vinculado a un empleo"
  • "La garantía de las condiciones materiales de vida habrá de afrontarse, además, a través de las rentas básicas, no confundir con el Ingreso Mínimo Vital"

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¿Cuál es la salida a la realidad actual? ¿Cómo será la denominada nueva normalidad? La pandemia, y más específicamente el confinamiento derivado de la misma, ha hecho más evidente que nunca lo que mucha gente viene avisando desde tiempo atrás: que la etapa histórica que vivimos representa la privatización del ser humano, hasta tal punto que las propias relaciones humanas se están comercializando y las personas nos replegamos en el hogar y el consumo.

Afirma Miren Etxezarreta en el documental Capitalisme, un itinerari crític, que “el capital siempre tiene que expandirse. (...) Cuando no se expande, estamos en crisis. Pero a medida que se va expandiendo más y más, quedan menos espacios para ello. Entonces, ¿cuáles son unos de los servicios más golosos? Los servicios sociales de las clases medias. Todo aquello que es público, restringe oportunidades del negocio. Por tanto hay que eliminarlo. El objetivo es mercantilizarlo todo”.

Imaginar una sociedad capaz de convivir dentro de los límites biofísicos del planeta y hacerlo sin recurrir a regímenes potencialmente ecofascistas va a requerir procesos constituyentes de dimensión global. En la siguiente reflexión se plantea la necesidad de avanzar hacia la desmonetarización y la dessalarización de nuestros modos de vida. Es decir, avanzar para que sobrevivir no sea posible sólo si cuentas con dinero y/o con un empleo. Esto cobra especial relevancia, obvio es decirlo, en un contexto histórico de crisis laboral e incapacidad del sistema para proveer de empleos dignos a la población de nuestras sociedades. Hasta el momento, los derechos con los que contamos son fruto de un pacto histórico entre el capital y los estados: a cambio de dedicar una gran parte de nuestra vida a un empleo adquirimos el derecho al acceso a servicios públicos. Es momento de crear una nueva generación de derechos para la ciudadanía y de que estos se deslaboralicen, es decir, que su disfrute deje de estar vinculado a contar con un empleo. Como resultará sencillo entender, el feminismo, sujeto históricamente recluido en el hogar, lleva mucho tiempo reivindicando esta deslaboralización de los derechos.

Para ordenar estas ideas, en las siguientes líneas se estructuran las reflexiones y las propuestas a partir de las nueve Necesidades Básicas de Max Neef, economista chileno que, frente al paradigma económico ortodoxo que afirma que las necesidades humanas son infinitas e insaciables, planteó que las necesidades básicas de todas las sociedades humanas son las mismas: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad, libertad. Lo que difiere de unas sociedades a otras es, afirma, las formas en que cada sociedad o cada cultura satisface dichas necesidades.

Este artículo abre una serie de cuatro artículos —cuatro reflexiones— a través de las nueve necesidades básicas ya enumeradas y de propuestas ya en marcha a lo largo y ancho del planeta que plantean modos de satisfacerlas más allá del mercado capitalista neoliberal. Invitamos a quien lee estas líneas a dejarse llevar a través de las diferentes propuestas esbozadas. En este contexto de psicodeflación —en palabras de Franco Berardi, Bifo—, y como afirma la crítica cultural chilena Nelly Richard en una reciente entrevista, “tendremos que hacer reaparecer el deseo en medio de la necesidad”.

Dime qué necesitamos. Vivir es difícil con los ojos abiertos

Empezando por la subsistencia, la actual crisis social y económica generada por la covid-19 hace más evidente que nunca cuáles son las actividades que mantienen con vida una sociedad, así como cuán importante es tener cubiertas las necesidades de vivienda, alimentación, salud (física y mental), educación, transporte o servicios informáticos. Esta importancia de reforzar los servicios públicos parece estar dibujando un consenso, tanto en el seno de la ciudadanía como incluso en la esfera política —dos de las cuatro líneas de trabajo aprobadas por unanimidad en la Comisión para la Reconstrucción del Congreso son el fortalecimiento de los sistemas sociales y el reforzamiento de la sanidad—.

Un ejemplo en esta dirección es el que inició el pasado 1 de marzo Luxemburgo convirtiéndose en el primer país del mundo en implantar un sistema de transporte público gratuito. La implantación de estos servicios públicos gratuitos y universales habrá de hacerse, además, de acuerdo a criterios de género y proximidad, de modo que faciliten la vida al conjunto de la población y no únicamente al bbvah —blanco, burgués, varón, adulto y heterosexual—, perfil históricamente privilegiado por el sistema por generar mayor valor económico para el mercado. Las denominadas supermanzanas de Barcelona o las "ciudades de 15 minutos", en estudio ahora mismo en Bogotá o París, que pretenden organizar las ciudades de forma que en un máximo de quince minutos andando cualquier persona pueda satisfacer sus necesidades básicas, son una muestra del nuevo enfoque que debe adoptar el diseño de los servicios públicos del presente.

Tanto el avance hacia la gratuidad y la universalidad de los servicios públicos como la implantación de cualquier nueva generación de políticas y servicios públicos que puedan poner en marcha los estados, habrá de financiarse a través de la reforma de los sistemas fiscales y no del endeudamiento por parte de los estados. Propuestas recientes en este sentido son las planteadas en diversos estados del planeta bajo el apelativo de tasa COVID —que grabaría los patrimonios que superan un umbral establecido—, así como aquellas que proponen repetir lo que ya hizo Estados Unidos tras las guerras mundiales con aquellas empresas que en periodos de guerra y crisis —caso hoy, de empresas como Amazon o los fondos de inversión Blackstone y BlackRock— aumentaban sus beneficios: imponer un Impuesto a los Beneficios Excesivos. También ronda en el ambiente la denominada Tasa Google o impuesto GAFA (aplicado a las grandes tecnológicas como Google, Amazon, Facebook y Apple). Basta saber que entre enero y marzo, ya con parte del planeta confinado, los resultados de Amazon arrojaron unos beneficios de 2.500 millones de euros —casi el equivalente a lo que costará el Ingreso Mínimo Vital durante el primer año de su implantanción—, o que las fortunas de los 23 españoles más ricos han crecido en 14.000 millones durante la pandemia, para entender la imposibilidad de cualquier reforma estructural sin contar con la aportación fiscal de los millonarios.

En relación a la vivienda, es conveniente impulsar nuevos modelos, a través de la reserva de suelo público para cooperativas de vivienda en régimen de cesión de uso, la regulación de los precios del alquiler, la promoción del parque público de vivienda de alquiler social, el desarrollo de iniciativas de vivienda intergeneracional, etc. Francia, Alemania, Portugal, Escocia, Italia, Dinamarca u Holanda, así como Nueva York o el Estado de California, ya aplican medidas para mantener a raya los alquileres. A partir del 1 de julio, Amsterdam prohíbe los alquileres turísticos de Airbnb en el centro de la ciudad. En Dinamarca, desde 1979, cerca del 80% de las viviendas en casi todas las ciudades de envergadura tiene un precio regulado. Por su parte, en relación al parque público de viviendas, en Viena, el 60% de los vieneses reside en una vivienda de propiedad pública. Allí, una vivienda social no puede costar más de 3.317 euros al año a una persona o 6.245 euros a una familia de cuatro miembros. Sobre nuevos modelos de vivienda cooperativa, Uruguay y el modelo escandinavo ANDEL son referencia desde hace años. Recientemente, Barcelona está iniciando una apuesta por lo que denominan covivienda: una comunidad de personas que vive en un inmueble sin ser propietarios del mismo, por un largo periodo de tiempo (50 o 100 años) y a un precio inferior al del mercado. Obsérvese que la mayoría de estos planteamientos apuestan por transitar hacia un modelo de vivienda basado en el uso y no en la propiedad.

La garantía de las condiciones materiales de vida habrá de afrontarse, además, a través de las rentas básicas —no confundir con el Ingreso Mínimo Vital—. Contar con una renta básica para toda la ciudadanía —por el mero hecho de existir e independientemente de contar con un empleo o no—, es una de las medidas integrales que permitiría dar un mayor salto día hacia modelos de vida dignos y postcapitalistas. En el mundo, 2.000 personas acumulan más riqueza que 4.600 millones de personas —el 60% de la población mundial—. Es esta acumulación de la riqueza la que no deja otra salida a las mayorías sociales que la de someterse al trabajo precario. La Renta Básica apunta a solventar esto. Son muchos los matices que envuelven este debate y que pueden, en función de cómo se apliquen, convertir la renta básica tanto en una medida emancipatoria como en perpetuadora de la pobreza. En el mundo, únicamente Irán y Mongolia tuvieron una renta básica universal en funcionamiento. Recientemente Finlandia ha hecho públicos los resultados del experimento piloto realizado entre 2017 y 2019 sobre Renta Básica Universal. Las principales conclusiones que arrojan son las siguientes: con pequeñas cantidades de dinero i) no parece que la gente opte por trabajar menos, sino que incluso puede que trabaje más; ii) se produce una ligera mejora en la percepción sobre el nivel de vida; iii) mejora la percepción del estado mental propio y la satisfacción con la vida. En definitiva, por tanto, el primer experimento a gran escala sobre Renta Básica Universal parece haber generado efectos ligeramente positivos. Parece también que los efectos de una medida como esta no son mágicos.

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