Guatemala hierve en medio de la degradación sistémica y la obscenidad política

  • "Las formas viciadas de aprobación del presupuesto 2021 fueron el detonante de las protestas del 21 y el 28 de noviembre en Guatemala"
  • "Con intereses, cada uno en los suyo, en su espacio y en su escala, todos contribuyen en instalar un infranqueable manto de impunidad"
  • "La desproporcionada correlación de fuerzas parce inamovible y ejerce un determinismo obsceno en el curso de las cosas en el país"

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Juventino Gálvez, ingeniero Agrónomo y doctor en Ciencias Políticas y Sociología, profesor de la Universidad Rafael Landívar

Así como la temperatura sube con la concentración de contaminantes atmosféricos, la ira ciudadana hierve con la concentración de evidencias de corrupción, autoritarismo, captura de instituciones e impunidad crecientes y se expresa en las plazas guatemaltecas. Las formas viciadas de aprobación del presupuesto 2021, necesarias para sostener una distribución propensa al saqueo y abiertamente opuesta a las necesidades de las mayorías empobrecidas, fueron el detonante de las protestas del 21 y el 28 de noviembre en Guatemala.

Inspiradas, quizá, en las protestas del 2015 que desencadenaron la renuncia primero de la Vicepresidenta Baldetti y luego del Presidente Perez Molina -ambos en prisión preventiva-, revitalizan el hartazgo por los obscenos saqueos que se reflejan, literalmente, en el deterioro sostenido de la salud de las personas y sus medios de vida, y de graves retrocesos en todos los órdenes posibles de esta anémica democracia. Jimmy Morales, el sucesor, un comediante de profesión, no tardo en revelarse como el nuevo verdugo de cualquier aspiración ligada al bien común. Inmerso directamente, junto a su familia, en actos de corrupción, se concentró en el uso del poder que otorga el cargo presidencial en su propia defensa, cuestión que resultó propicia para la instrumentalización de este en favor del avance sistemático de la captura del Estado. Protagonizó directamente la desobediencia a las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad y alentó prácticas para socavar su independencia, cuestiones que se mantienen impunes. Además de cercenar el proceso de profesionalización de la Policía Nacional Civil para inocular esta institución con las prácticas represivas del pasado, coronó su devastador paso por la presidencia con la expulsión del Comisionado de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala -CICIG- y la liquidación del acuerdo con la Organización de Naciones Unidas para la continuidad de esta Comisión.

Tras ocho años -para no ir más atrás- de retrocesos materiales y simbólicos para todos, pero especialmente para las mayorías empobrecidas, el sistema electoral, caracterizado por el auspicio financiero del gran capital tradicional y emergente, licito o no, impone la figura de Alejandro Giammattei. Lo hace tras cuatro intentos previos, una paupérrima participación del electorado y con una modesta representación partidaria en el Congreso de la República. Por eso, una de sus primeras acciones fue la negociación que le permitió a su partido acceder a la Presidencia del órgano legislativo, neutralizando así la posibilidad de un ejercicio de oposición política propia de esos espacios. La agenda implícita encaminada a liquidar a cualquier contrapeso no tardó en revitalizarse mostrando, en sus primeros meses de gobierno, una renovada correlación de fuerzas entre la Presidencia de la Republica, el Congreso, la Corte Suprema y el Ministerio Público, que se expresa corporativamente en contra del ejercicio soberano de la Corte de Constitucionalidad, los cada vez más escasos jueces autónomos, la Procuraduría de los Derechos Humanos y cualquier otra pretensión de autonomía cívico-política.

Este núcleo promotor de lo que se ha denominado “pacto de corruptos”, hace lo suyo con la complicidad de las elites empresariales, señaladas por auspiciar la configuración cooptada del Estado, un esquema que les provee ventajas extra mercado. Pero este esquema se ha visto irrumpido por otras prácticas de grupos criminales cuyas fronteras de actuación con las élites tradicionales es difícil identificar y da sustento a quienes sostienen que en el país tiene lugar una progresiva configuración de un narco Estado cuyas manifestaciones se hacen evidentes con el auspicio o asunción directa a cargos públicos en el nivel de las alcaldías, en el Organismo Ejecutivo, en el Congreso de la Republica o en el Organismo Judicial, de personajes vinculados al narcotráfico. Con intereses, cada uno en los suyo, en su espacio y en su escala, todos contribuyen en instalar un infranqueable manto de impunidad.

En este marco de incompetencias, el Gobierno ha ensayado sus paupérrimas capacidades, procedimientos opacos y anémicas voluntades para enfrentar la crisis de la pandemia de la COVID-19. Tras una histórica ampliación del presupuesto 2020 de casi cuatro mil millones de dólares, acompañada de significativa deuda externa e interna, los programas de asistencia a los estratos poblacionales ligados a la informalidad económica y a una endémica pobreza que raya en la mendicidad, han sido tan irregulares que la población no ha cesado de preguntar ¿dónde está el dinero? Contra esos abultados recursos financieros, no es posible acreditar mejora alguna en la infraestructura permanente de salud pública ni en la reivindicación profesional del personal de salud, mucho menos en servicios esenciales ligados a la gestión de la salud integral como el acceso seguro e ininterrumpido de agua potable. Los protocolos internacionales aplicables a la COVID-19 no han sido adecuadamente gestionados y en términos de la información, como elemento esencial para tomar decisiones personales en el ámbito familiar y comercial, la población transita la pandemia en la oscuridad.

Entretanto, los huracanes Eta y Iota, que devinieron en tormentas tropicales, irrumpen despiadadamente en un derruido país y sus impactos se deslizan en una arena políticamente pestilente y gerencialmente pobre e indiferente. Amenazas de esa naturaleza y calibre suelen tener desenlaces desastrosos frente a escenarios de indefensión o, técnicamente hablando, de vulnerabilidad sistémica. Y es que en esa dimensión, Guatemala es el inclaudicable campeón en la cola de los indicadores de bienestar y riesgo: 7 de cada 10 personas son pobres y de esos, 3 están próximos a la mendicidad; 1 de cada 2 niños menores de 5 años padece desnutrición crónica; apenas 1 de cada 2 personas tiene acceso a agua no necesariamente segura; 7 de cada 10 personas económicamente activas sobreviven en la informalidad; 1 de cada 2 hogares sigue dependiendo de la leña forestal para satisfacer sus necesidades energéticas; poco más de 120,00 hectáreas de bosque natural se siguen perdiendo anualmente mientras se recuperan menos de 7,000 hectáreas; casi un millón de agricultores de pequeña escala involucrados en la producción de granos básicos para autoconsumo y venta de excedentes están confinados en tierras de ladera susceptibles a la erosión; entre otros indicadores que reflejan realidades difíciles de ocultar y que anidan el segundo mayor nivel de riesgo a desastres a nivel latinoamericano. Corona estas realidades una paupérrima institucionalidad rural que ordinariamente no tiene capacidad de respuesta y menos de reacción inmediata frente a desastres naturales.

Derrumbes, casas soterradas, inundaciones, aldeas convertidas en lagos donde aún se asoman techos de algunas edificaciones, cultivos perdidos, miles de familias en albergues temporales… la solidaridad civil se activa frente a la incapacidad de respuesta del Gobierno Central y Departamental. Los días pasan y no hay repuesta oficial oportuna y proporcional a la escala de la desgracia. El efecto noticioso parece desvanecerse y todo indica que la sábana de la indiferencia ocultara esta amalgama de paisajes y gente golpeada, procurando con sus limitadas fuerzas sobreponerse, literalmente, al lodo y a las inclemencias de la intemperie.

Sin la pretensión de una exhaustiva revisión de las ejecutorias gubernamentales en el trascurso de 11 meses de labores, iniciados en enero del presente año, este relato busca ilustrar un patrón de comportamiento que explica la tentativa de aprobar el presupuesto más abultado de la historia del país: casi 12,700 millones de dólares. Y no es que se rechace la idea de un presupuesto vigoroso para volcar recursos a la reducción sostenida de la profunda vulnerabilidad sistémica someramente esbozada antes. Es que mientras el 31% se financiaría con deuda, el 63% se destinaría a pago de salarios de funcionamiento y solamente el 21% iría a la inversión. Los recortes para enfrentar la desnutrición infantil contrastan con los aumentos para la construcción de un edifico para los congresistas y los gastos de alimentación de estos, entre otras contradicciones cínicas.

El horizonte diario de sobrevivencia, limita la actividad política ciudadana, pero el hartazgo se impone. Las motivaciones para las protestas son abundantes. La credibilidad de los poderes del Estado no existe. El mismo Guillermo Castillo, Vicepresidente de la Republica, marginado en el ejercicio de sus funciones por desaprobar decisiones presidenciales, y quizá en un acto desesperado frente a una insostenible crisis sistémica, conmina al Presidente de la República para que ambos presenten su renuncia al cargo. No pasa nada.

El 21 y el 28 de noviembre tienen lugar las manifestaciones pacíficas en varias plazas del país, pero mayoritariamente en la Ciudad de Guatemala. En la primera -21N-, el recién estrenado y cuestionado Ministro de Gobernación, Gendri Reyes, recurre abiertamente a la represión, agresión física de ciudadanos comunes y periodistas y a capturas, que por infundadas, no solo fueron suspendidas sino que dieron origen a investigaciones acerca del comportamiento policial, especialmente por abuso de autoridad e incumplimiento de deberes. En la segunda -28N- y ya con la presencia de la misión de la Organización de los Estados Americanos -OEA- la Policía Civil siguió un artificioso guion de sensibilidad y victimización. En ambos casos, ocurrieron incidentes que tuvieron como saldo la quema parcial del edifico legislativo el 21N y la incineración de un autobús el 28N. Se presume que ambos incidentes fueron inducidos por las mismas autoridades policiales para desacreditar la condición pacifica que ha imperado en las manifestaciones. Hay que señalar que, más allá del mero acto de repudio a las actuaciones presidenciales -que se correlaciona con una aprobación, a julio 2020, del 30% según el ranking Mitofsky- las manifestaciones no tienen una clara consigna transformadora. Tampoco tienen evidentes catalizadores, a diferencias de las manifestaciones de 2015, en cuyo caso, el Ministerio Publico y la CICIG –y, por qué no decirlo, el respaldo de la Embajada de los Estados Unidos- desempeñaron ese rol catalizador. No obstante, estas características, el Gobierno y sus aliados en los otros poderes del Estado, han seguido una narrativa intimidatoria que abiertamente violenta la libertad de expresión, manipula los hechos en favor de sus desesperadas ejecutorias y minimiza la violencia a la que han recurrido sin escrúpulos.

Por esa razón, resulta rayando en lo ridículo que el mismo Presidente Giammattei haya invocado la Carta Democrática Interamericana y haya solicitado a la OEA su intervención, cuando no existen causas, condiciones o consecuencias políticas y jurídicas en la actual coyuntura, que ameriten tal iniciativa. Paradójicamente, si el “switch” gira en la dirección correcta, quizá resulte oportuna la misión de la OEA para presenciar, en primera fila, los intentos de los diputados oficialistas, por consumar un golpe constitucional al perseguir, reiteradamente, y ahora ante las narices del enviado especial de la OEA, a los magistrados de la Corte de Constitucionalidad, considerados insubordinados, por las resoluciones que les resultan incómodas a sus particulares intereses.

Al día de hoy hay una certeza. La coyuntura es hija de la estructura. El orden vigente de poder político-financiero no es propicio para el bien común. La desproporcionada correlación de fuerzas parce inamovible y ejerce un determinismo obsceno en el curso de las cosas en el país. Se cimienta en acuerdos público-privados que tienen, como móvil, utilizar los recursos del erario público en beneficio de unos y otros; mantener privilegios extra mercado para el aparato empresarial; conservar y ampliar la concentración de bienes estratégicos como la tierra y el agua; garantizar laxitud ambiental y laboral en la ampliación de las iniciativas extractivas en detrimento de ecosistemas forestales continentales y costeros, entre otros. Actores, vinculaciones, pactos, móviles y asideros político-económicos se retroalimentan positivamente con el orden vigente de las cosas: el resultado es un poder cada vez más desproporcionado y un orden cada vez más infranqueable.

Este statu quo, está en la antípoda, por supuesto, de un nuevo ethos nacional que garantice el acceso a bienes públicos que conduzcan, progresivamente, al disfrute de oportunidades en igualdad de condiciones, la única vía conocida para empezar a dar contenido a la idea de democracia. Y la pregunta es: ¿desafiar el corrupto orden vigente alberga la posibilidad real de un desenlace virtuoso?

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