El Madrid líquido y los decretos-leyes

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Francisco Serra

Una mañana de verano, un profesor de Derecho Constitucional salió de paseo, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el azaroso curso de las cosas. No le sorprendió encontrar muchos comercios cerrados, pues ya hacía tiempo que era frecuente que negocios que habían permanecido abiertos desde que él era niño finalmente hubieran sucumbido a las asechanzas de la crisis económica. Incluso antes, los sociólogos habían detectado la fragilidad de los vínculos sociales en los últimos desarrollos de la modernidad. Bauman había sido galardonado hacía apenas unos días con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y el profesor, que siempre había seguido con interés sus escritos, parecía advertir a su alrededor signos de los principales rasgos que para aquél caracterizaban a la “modernidad líquida”. El trabajo había dejado de representar ese vínculo estable al que podía asociarse toda la vida de una persona. Nada garantizaba que una relación permaneciera en el tiempo y los amores eternos apenas duraban unos días. En sus clases también debía explicar el papel esencial de la ley como el procedimiento normal para regular las situaciones existentes cuando la realidad era que para solucionar las cuestiones verdaderamente importantes se acudía a Decretos-leyes que, aduciendo razones de “extraordinaria y urgente necesidad”, eran convalidados en el Congreso de los Diputados sin apenas discusión.

El Madrid por el que ahora se perdía, descubriendo rincones para él desconocidos, era el “Madrid líquido” que podía acomodarse a las teorías de Bauman, en el que donde antes abundaban tienduchas de ropa barata y bares de fritanga, ahora aparecían elegantes establecimientos de conocidas marcas y taperías de diseño. Los tradicionales colmados habían sido sustituidos por destartalados locales en los que familias orientales despachaban todos los días y a  casi todas horas los productos básicos. Perderse en una ciudad conocida era para Walter Benjamin sólo posible para quien realmente se había internado una y otra vez por sus calles. El paseante del “Madrid líquido” contemplaba las múltiples variedades del capitalismo en la modernidad líquida. Al fondo podía admirar los últimos rascacielos que se habían construido hacía poco merced a un dudoso arreglo comercial y que permanecían semivacíos. La forma de una ciudad, escribió Baudelaire, cambia más rápidamente que el corazón de un hombre y este “Madrid líquido”, que parecía encaminarse a una prosperidad “olímpica”, ahora detenía su fluir ante los cierres echados de efímeros comercios que habían sucumbido  a una crisis que hace apenas dos años, en período electoral, era considerada como un espejismo fugaz.

En la época de sus padres la vida discurría por cauces claramente establecidos, pero ahora nadie estaba a salvo de perder su trabajo, su casa, su familia. Incluso él, funcionario, veía trazarse ante sí un incierto futuro en el que podían unirse a la rebaja del sueldo unas azarosas condiciones de jubilación. Ya se había iniciado la regresión económica cuando un Informe solicitado por el Ministerio de Educación todavía proponía incentivar las prejubilaciones ante la dificultad de adaptar a muchos de los profesores veteranos a las nuevas exigencias derivadas de Bolonia. En apenas unos días se había empezado a demandar lo contrario, un aplazamiento de la edad en que se abandonaba el ejercicio profesional.

Realmente para un profesor de Derecho Constitucional era difícil acostumbrarse a tener que explicar una Constitución que estaba cada vez más alejada de la “realidad constitucional”. La idea de una Constitución que establece “sólidos” principios que se desarrollan en  leyes que deben estar conformes con aquella había sido sustituida por una “Constitución líquida”, en la que sin modificar la letra de la norma se alteraba profundamente su “espíritu”. El “Estado social y democrático de Derecho” que se proclamaba en el artículo primero de la Constitución era apenas un recuerdo y se limitaban cada vez más los “derechos sociales” (que avezados comentaristas ya desde el comienzo se habían preocupado en resaltar que no eran “auténticos derechos”, sino “principios rectores de la política social y económica” y como tales sometidos a las inciertas reglas del mercado). Los estudiantes ingenuamente preguntaban en clase cómo era posible que en el texto constitucional se proclamaran el derecho a la vivienda y el derecho al trabajo cuando no podían siquiera plantearse tener una casa y el paro rondaba el veinte por ciento. El profesor rememoró cómo Zaratustra se maravillaba de encontrarse con alguien que aún no se había percatado de que Dios había muerto y a él le perturbaba tener que minimizar la discordancia entre la teoría y la práctica constitucional.

En la “modernidad líquida” el Derecho también se diluía e incluso el símbolo máximo de ese derecho moderno, el Boletín Oficial del Estado, había dejado de publicarse en papel y ya no era accesible más que en la Red. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, escribió una vez Marx y en el capitalismo “líquido” el Derecho era provisional, ligado a cambiantes circunstancias económicas. La forma adecuada a la época era el Decreto-ley, sustraído a las deliberaciones reposadas que llevaba consigo tradicionalmente la elaboración de las leyes en el siglo XIX. Ya en los años treinta del pasado siglo veinte, ante la continua producción de leyes aprobadas rápidamente para necesidades inexcusables, Schmitt se refirió al “legislador motorizado”. Pero en la actualidad ni siquiera esa celeridad era suficiente, pues lo que el “mercado” demandaba era la aprobación de medidas “urgentes”, “excepcionales”, por Decreto-ley, incluso aunque apenas fueran a estar vigentes unos meses. Lo que se trataba era de demostrar quien tiene el poder: no recurriendo a leyes que en otra época fueron definidas como la “expresión de la voluntad general”, sino a Decretos-leyes, para situaciones de “extraordinaria y urgente necesidad”, a ser posible sin justificación alguna, “decretazos” que hasta Tribunales Constitucionales tan inanes como los actuales declararían más tarde que habían sido emitidos “sin necesidad” . La “modernidad líquida”, en la que el mundo laboral y afectivo era provisional, exigía “disposiciones legislativas provisionales”, como la Constitución definía a los Decretos-leyes.

Sumido en sus reflexiones, el profesor de Derecho Constitucional apenas se había percatado de que sus pasos le habían llevado a las inmediaciones de un “mercado” nada líquido, sino de los de toda la vida, en el que se abarrotaban los ricos productos de la tierra y del mar y acercándose al puesto de una de las mejores pescaderías de Madrid decidió rascarse el bolsillo y adquirir, no unos sabrosos percebes como tal vez hubiera sido su gusto, sino al menos un “sólido” buey de mar, emprendiendo el retorno a casa para sumergirse, no en el Código Civil francés, como acostumbraba hacer Stendhal antes de empezar a escribir, sino en la historia de un noble hidalgo de tiempos pasados, apodado “el Bueno”.

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