La censura inexistente

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Jaime Nicolás *

Culminado en el Congreso de los Diputados el debate sobre el Estado de la Nación y apagado el estallido mediático y de encuestas que lleva consigo, y que tal vez sea lo único que lo justifica o explica, poco queda de las discusiones parlamentarias más allá de las tomas de posición estratégicas o tácticas, en ocasiones simplemente amagadas, para las siguientes confrontaciones políticas.

Las más estruendosa de todas ellas, la reclamación de la disolución anticipada de las cámaras por el jefe del principal grupo de la oposición y la respuesta del presidente del Gobierno desafiándole a presentar una moción de censura tiene una aspereza que nos devuelve a los momentos que mejor haríamos en olvidar del “Váyase, señor González” y presenta una condición patológicamente circular. Si la petición de elecciones generales se vuelve superflua y evidencia una cierta obstinación e impotencia cuando se sabe que choca con la firma decisión de un presidente del Gobierno contrario incluso a debatirla, bien apoyado como está en este punto por la Constitución, la invitación a la censura para forzar la apelación al pueblo no deja de resultar algo jactanciosa. En el fondo, es una respuesta trucada, porque, en el fondo también, todos saben que en nuestro sistema constitucional la censura es inexistente.

Materialmente, la moción de censura constructiva diseñada, recogida en el artículo 113 de nuestra Constitución según el modelo alemán de 1949, es más un mecanismo anticipado de investidura que otra cosa. No se trata solo de que la genuina censura tenga un momento “destructivo” esencial, que desaparece necesariamente con la exigencia de la presentación simultánea de un candidato de reemplazo, sino que la operación política de la moción de censura se frustra casi necesariamente cuando la búsqueda de los apoyos para la moción no gira en torno a la unidad en la crítica (la censura), sino en la alternativa misma.  No hace falta darle muchas vueltas.

Tal vez por ello, en nuestra última etapa constitucional, que ya acumula casi tanta historia como el largo período de la dictadura franquista, apenas se han producido dos mociones de censura y las dos han fracasado en su propósito formal, lo mismo la primera, de Felipe González en 1981, que aún hubo de esperar después año y medio antes de llegar a La Moncloa, que la segunda, de Hernández Mancha en la ya lejana fecha de 1987, que incluso supuso su aniquilación política.

Y aunque cabe discutir, claro está, sobre la oportunidad de embridar constitucionalmente la censura o atajar sus abusos destructivos, tampoco se puede negar absolutamente que puede haber ocasiones en que la censura, la clásica o la que se quiera, se haga necesaria, incluso como válvula de escape del sistema. También cabe preguntarse si en estos últimos veintiocho años no ha habido ninguna situación política que sugierese, más allá de sus estrictos límites, la puesta en práctica del artículo 113 de la Constitución.

Pero no solo política y materialmente nos encontramos en la censura ante un caballero inexistente, como el Emo Bertrandino de los Guildivernos y tantas otras cosas más, creado por Italo Calvino, que ocultaba su inexistencia bajo su reluciente e impoluta coraza y toda una retahila de títulos carolingios. Incluso formalmente, el artículo que la recoge en la Constitución se parece bastante a un cascarón vacío. No es solo que los requisitos de la moción la hagan aún más estricta que en Alemania ni que un cierto ánimo hostil a la censura quede entrevista en la sorprendente preocupación por las mociones de censuras alternativas, que aún la tornarían más imposible. La ausencia del elemento de censura queda de manifiesto en la regulación reglamentaria de la moción, en la que –nada sorprendentemente– ni siquiera se ha previsto la intervención del presidente censurado. Es que no importa, porque lo que importa es el candidato; lisa y llanamente, no estamos ante una censura, sino ante una investidura. De paso sea dicho, difícilmente se podía prever esa intervención en el Reglamento cuando el candidato puede no ser ni siquiera diputado. Aunque al final todo tiene arreglo, con y sin reglamento, lo mismo cuando el candidato es diputado que -con más dificultades- cuando no lo es, como sucedió en el caso de Hernández Mancha.

Todo esto tiene mucho que ver con la derrota presidencialista de nuestro sistema político, que, aunque no carece de apuntes serios (¿o vestigios?) en la regulación constitucional, como se ve, no deja de ser hasta cierto punto un cuerpo extraño mal avenido con la lógica de la forma política parlamentaria, deriva política y simbólica que también se aprecia en la manipulación generalizada del sistema de las elecciones generales, que no puede pasar tan sencillamente de ser lo que es, una selección entre candidatos a diputados (o senadores) en circunscripciones territorialmente limitadas a convertirse en proceso de selección de candidatos a la presidencia del Gobierno. Tal vez no estaría de más tomarse en serio, algo más literalmente, la Constitución y cuestionar algunas otras falsas evidencias perturbadoras, entre ellas la creencia en la existencia, más o menos formal, de candidatos a la presidencia del Ejecutivo, que tan funesta le resultó políticamente a algún autotitulado “candidato”, o el carácter automático de las elecciones generales para la formación del gobierno y, sobre todo, la designación de su presidente, que hasta pueden poner en cuestión la legitimidad de las combinaciones parlamentarias o, cuando menos, petrificar la discusión política, de por sí muy encorsetada en el Estado de partidos. Pero esto nos llevaría algo más allá de la censura...

Lo cierto es que el planteamiento de la alternativa radical entre disolución arrancada y censura forzada se ha producido, nada chocantemente, en un contexto también extraño a nuestro sistema parlamentario, en el que no puede tener el sentido que tiene en los Estados Unidos, de donde hemos importado artificiosamente la figura. Con base expresa en la sección tercera del artículo segundo de la Constitución americana, que de alguna manera refleja el monarquismo poco oculto de alguno de los Founding Fathers, que aquí por definición no se encuentra ni tiene cabida, el Presidente presenta su mensaje sobre el estado de la Unión ante las dos cámaras reunidas en Congreso, en presencia de los miembros del Tribunal Supremo como representación de la rama judicial y de los altos jefes militares, acompañado de todos los miembros de su gabinete salvo aquél al que le ha correspondido la dudosa suerte del designated survivor (que también corresponde a unos pocos congresistas, guardados en secreto) para el caso de una emergencia nacional durante el acto, un acto terrorista de gran envergadura o, simplemente, un caso semejante al de nuestro 23 de febrero de 1981. El acto reviste la solemnidad que implica la legitimidad directa del jefe del Estado republicano y, por ello, se sustancia sin más réplica que la del portavoz único de la minoría legislativa, y aún así, desplazada en tiempo, lugar y forma. Todo muy distinto, pues, del escenario parlamentario español. Demasiado ruido para los entecos resultados.

Pero ya se sabe que a veces las ficciones pueden más que la realidad. A pesar de lo dicho, el jefe de la oposición conservadora a lo mejor acaba haciendo buena la máxima wildeana de que la vida siempre imita al arte, o al menos tiene que creer, él también, en la única moción de censura que hay en nuestra Constitución. Es dudoso, porque para acabar esperando año y medio a unas elecciones, como Felipe, no necesita presentar moción alguna, y no va arriesgarse, y el riesgo es cierto, a seguir la senda de Hernández Mancha. Pero así acabaríamos enterándonos por fin de cuáles son las propuestas políticas de gobierno del Partido Popular frente a la crisis –algo que no estaría de más, con censura y sin ella, y que los ciudadanos pueden esperar legítimamente incluso antes de que les convoque a las urnas. No descarten tampoco ninguna otra posibilidad.

(*) Jaime Nicolás. Constitucionalista.

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