El alma del mundo y la novela de la Constitución

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Francisco Serra

Un domingo de agosto, un profesor de Derecho Constitucional salió a pasear por las calles de Madrid. La ciudad parecía un animal dormido que lentamente se va desperezando y por un momento imaginó ser su único poblador y que todos los demás que habitualmente vivían en ella y los artefactos que se desplegaban no eran más que una figuración suya. En una ocasión pensó escribir una novela en la que una ciudad no era más que el reflejo de las vivencias del “héroe”, que encarnaba el “alma” de la urbe. De hecho, a lo largo de los últimos años había experimentado algunas veces la sensación de que la metrópoli fuera un auténtico “ser vivo”, cuyo estado de ánimo variaba al hilo de los acontecimientos que se sucedían en su territorio. En los días posteriores al 11-M un silencio extraño se apoderó de la villa y hasta en las avenidas más concurridas parecía como si la gente caminara encogida, perdida en su íntima congoja. Por el contrario, no hacía mucho la ciudad había vibrado con el alborozo de la victoria y los jugadores habían celebrado su triunfo en medio de una multitud jubilosa.

El profesor recordó un seminario que tuvo lugar hace años en el barrio de Prosperidad y en el que participó, bajo la dirección del filósofo socrático Juan Blanco, junto a sus amigos Luis, de la librería El Buscón, Joaquín, hoy catedrático de Derecho del Trabajo, y Belén Gopegui, que estaba a punto de publicar su primera novela. La lectura del Timeo de Platón les introdujo en las Enéadas de Plotino y allí descubrieron la idea que habían formulado los antiguos de que pudiera existir un “alma del mundo”, en la que se reflejara el latido de todo lo existente.

La ciudad moderna, en la que pueden adquirirse las mercancías más exóticas, constituía un mundo en sí misma y los sociólogos habían acuñado la expresión de “ciudad global” para referirse a esa aglomeración urbana en la que pueden cubrirse todas las necesidades; incluso, hoy todo el planeta casi podía entenderse como una única ciudad, que se desplegaba en una variedad casi infinita de manifestaciones. El “alma del mundo” era ahora el alma de esa ciudad, que pareciendo la misma (idénticos comercios se repetían en el centro de las grandes urbes de toda la tierra) adquiría caracteres propios. Por eso decía Kavafis que nadie puede huir de la ciudad en la que ha arruinado su juventud, porque cada uno de nosotros constituye un pequeño fragmento de su “alma” y por lejos que vayamos siempre en el fondo estamos recorriendo las mismas calles.

También las naciones, pensó el profesor, están presas de su propia historia y aunque intenten embarcarse en bajeles que les lleven a nuevos territorios acaban repitiendo el mismo periplo, porque les domina su propia “alma”, el “alma de la nación”. Esa identidad espiritual es la que en último término se expresa en las “Constituciones”, incluso en las que aún no se llamaban así. Cada pueblo tiene su propia Constitución que, aun siendo la “misma” en todos los lugares es diferente y, en su sentido material, como los factores que realmente establecen la forma de gobernarse de un pueblo, no es tanto un “texto” escrito, formal, como una “realidad viva”, casi como una “novela”, work in progress, en la que todos tomamos parte y podríamos observarnos desde fuera como personajes que se van encarnando en las diferentes figuras que aparecen en la Constitución escrita. Pero en el siglo XXI ya no tiene cabida la novela tradicional y la “novela de la Constitución” es una “novela sin héroe”, sin presentación, nudo y desenlace, en la que la realidad va cobrando perfiles nuevos casi inadvertidamente.

El profesor pensó que tal vez nadie estaría conforme con ese “Derecho constitucional narrativo” que a él le sugerían sus ensoñaciones de una mañana de verano y que todos preferirían centrarse en el comentario de sentencias de un Tribunal Constitucional que había precisado de casi mil páginas para contestar tan sólo a una pregunta, la de si el Estatuto de Cataluña era conforme con la Constitución, cuando ésta tenía que ser una “realidad viva”, que está cambiando continuamente. La idea en su momento afortunada de crear un Tribunal que llevara a cabo el control de constitucionalidad de las normas ahora se estrellaba contra las rocas de la vida real y en España, en vez de solucionar los problemas derivados de la existencia de esa forma peculiar de organización territorial del poder que constituye el llamado “Estado de las autonomías”, se convertía en el origen de nuevos conflictos. La tentación de erigirse en “héroe” de la “novela de la Constitución” había sido imposible de resistir por el Alto Tribunal, pero las narraciones del siglo XXI no precisan de protagonista sino que muestran el bullicioso deambular de la multitud. Quizás hubiera sido preferible que hubiéramos permanecido eternamente “esperando a los bárbaros”, aguardando a que se emitiera una sentencia que en realidad nunca tendría lugar.

La fuerza de un Tribunal, aunque sea el Tribunal Constitucional, es la del Derecho y éste por sí mismo no puede zanjar todas las cuestiones y en muchas ocasiones puede incluso contribuir a enconar las disputas. En la “novela de la Constitución” los protagonistas somos todos y sin nuestro propio concurso, ni un dios ni un tribunal ni un héroe puede salvarnos.

1 Comment
  1. Julián Sauquillo says

    Excelente artículo que se enfrenta a una corriente formalista dada de bruces en este TC politizado e imposibilitado de resolver argumentativa y racionalmente. Alguien se lanza sugerente y críticamente en favor de la Constitución material.

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