Labordeta

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Montero Glez *

El retumbo de su voz gustaba poco a las gentes de orden. Por irremediable y por ser un alboroto. Cada vez que daba un recital la policía iba a su encuentro para meterlo en la jaula del miedo. Fue un acusado en tiempos, un cantor del pueblo que se atrevió con coplas de contenido sospechoso, cosas tales como camperos cargando leña, misas y retranca para esa dulce medianía que era la mayor parte del país. Fuera, los de la España peregrina celebraron aquella voz al viento que reclamaba una vieja herencia: la libertad.

Todo esto ocurría a finales de los años sesenta del pasado siglo, cuando una revolución cultural sacudió a la vieja Europa y los adoquines se levantaron con consignas que pedían lo imposible; imaginación al poder y cosas así. Asuntos que, de nuestra parte, quedaban muy lejanos. La mayoría disimuló ante el castañeteo de los tiempos pero, en tierras de Aragón, un discípulo de Brassens, harto de vino, de rabia y de mayo sin flores, se echó a cantar para romper el silencio. Ahora, con el tiempo de por medio, parece ridículo pero entonces el miedo se contagiaba más rápido que una enfermedad venérea. La represión empezaba por uno mismo y pocos eran los osados a hacerla frente. Pues bien, Labordeta fue uno de los pocos. Con su voz levantó polvareda por caminos que conducen a Roma.  Cantó al campo, a la fatiga, al barro y a las espaldas dobladas. Se burlo de las normas de la época, en una época que la cosa estaba para poca broma. Luego vino la transición que trajo un periodo donde los números aparcaron las letras. Si en tiempos de Franco sus canciones eran prohibidas, después de morir Franco será el mercado, con su mano invisible, quien las arrinconó. Ahora que Labordeta cerró los ojos, es buen momento para hacer memoria.

(*) Montero Glez (Madrid, 1965). Escritor. Colabora semanalmente en El Cultural de El Mundo. Su última obra es A ras de “yerba”, apuntes futboleros (Debolsillo, 2009).

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