José Cervera *
Ding, dong, la bruja ha muerto; tras la derrota encajada por el Gobierno español en el Congreso pudiera parecer que el espectro del cierre administrativo de páginas web duerme para siempre el sueño de los injustos. Pero lo cierto es que la mal nombrada ley Sinde no está muerta del todo, porque quien la impulsó y presionó para obtener su aprobación sigue en sus trece. Y los responsables de este intento de atentado legislativo no se esconden en desiertos lejanos ni en montañas remotas; se esconden en un barrio de la conurbación de Los Ángeles denominado Hollywood. Porque por entusiasta apoyo que haya recibido por parte de la SGAE, Promusicae, Alex de la Iglesia o Alejandro Sanz; por resignada y disciplinada acción que haya impulsado el ministerio de Cultura, lo cierto es que la autoría intelectual de la de momento difunta Disposición Final Segunda de la LES ahora sabemos que está en los EE UU. Por lo cual cabe la espantosa posibilidad de que la difunta DF2 resucite, gobierne quien gobierne y bajo el disfraz que sea menester. Porque esto no se ha terminado.
Las filtraciones de Wikileaks nos han revelado que la oleada de leyes represoras de Internet que ha inundado los parlamentos europeos tenía un origen común: las embajadas estadounidenses. La ley de Economía Digital británica, la HADOPI francesa y la ley Sinde española no sólo han coincidido en la intención (reforzar los cerrojos legales que deben proteger la llamada 'propiedad' intelectual), sino en el tiempo. Y, tras Wikileaks, sabemos que también en el origen de la idea: la diplomacia estadounidense. Teniendo en cuenta que las tres leyes comparten su carácter peligroso para las libertades civiles, podemos llegar a una conclusión muy poco alentadora. Los gobernantes europeos están dispuestos a sacrificar los derechos de sus internautas. Y no sólo en el nombre de valores sacrosantos, como la lucha contra el terrorismo o la defensa de las baqueteadas culturas europeas. Sino en el nombre de algo mucho peor: los gobiernos de Europa están dispuestos a pasarse por el Arco del Triunfo las libertades civiles para defender los intereses de la industria cultural estadounidense.
Porque no nos equivoquemos: las embajadas de los Estados Unidos de América no defienden los intereses de los españoles, los franceses o los británicos, ni la refinada cultura gala, inglesa o hispana: defienden los intereses económicos del complejo cultural estadounidense, y también su impacto cultural (vital en la era del soft power). Los Estados Unidos están dispuestos a presionar, chantajear y amenazar a sus aliados con castigos y retirada de prebendas para garantizar a Hollywood que la lucha contra la llamada 'piratería' es lo más dura posible. Tanto que no basta con que los jueces persigan a los infractores; hay que saltarse a la judicatura para que una simple comisión administrativa pueda cerrar páginas web, con apenas una hoja de parra judicial tapando la desvergüenza. O amenazar a los internautas con la condenación de perder su conexión en el caso de no arrepentirse a tiempo de sus pecados. A los embajadores estadounidenses que tanto y a tantos han presionado para obtener la aprobación de estas draconianas leyes poco les importan la SGAE, la obra de Alejandro Sanz o Álex de la Iglesia o el cine español en su conjunto. Lo que les preocupa es contentar a Hollywood, cueste lo que cueste y violando los derechos de quien haya que violarlos. Como demuestran las secretas negociaciones para aprobar ACTA, un macrotratado internacional que los gobiernos están desarrollando con este propósito. Y es que hay quien no se quiere enterar de que el problema no es que se defienda la 'piratería' o el 'todo gratis', sino impedir que se aprueben leyes que erosionan los derechos fundamentales de los ciudadanos. Mucho más cuando esas leyes ni siquiera se aprueban para favorecer a una minoría local, sino que defienden a una industria cultural ajena. Esto no ha terminado, porque no son los intereses nacionales españoles los que están en juego. Y Hollywood no paga a traidores.
Por eso, profesor, es mejor que haya que pagar por la basura cultural del cine americano: así se difundirá menos. ¿No le parece? En lo que estoy de acuerdo es en defender el derecho internauta a la libertad. Pero, la que merece la pena. No la libertad de elegir entre esta porquería o ésa otra.