¡Los Reyes Magos son los niños!

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Julián Sauquillo

En nuestra niñez, la frase más temida era “¡Los Reyes Magos son los padres!”. Pronunciada por el más enterado de la clase, daba pavor. Hacíamos, durante mucho tiempo, como si no lo hubiéramos oído. Era, entonces, como el anuncio médico de una enfermedad mortal, hoy, pues aquella infortunada novedad, como ésta de nuestra madurez, acababa con cualquier  ilusión. En la actualidad, al paso que vamos, los niños habrán perdido la admiración por cualquier personaje mágico por dadivoso que sea, como los Reyes Magos, pues han conquistado el protagonismo principal. Ya son ellos los Reyes Magos. No hace falta la Cabalgata. Podemos suprimirla y ahorrar gastos. Me refiero, claro está, a los niños sobrealimentados del primer mundo. No a los niños de pesadas panzas, ojos tristes y esqueletos prominentes que aparecen en la excelente Cerca de tus ojos (2009) de Elías Querejeta, promovida y expuesta, recientemente, por la Oficina española del Parlamento europeo.

A un ingenioso editor de libros infantiles se le ha ocurrido la meritoria idea de confeccionar, por encargo y de forma sencilla, libros singulares que llevan al lector infantil en particular como personaje central de la historia. No se trata de la bella idea de escribir un cuento para un ser querido –así Alicia en el País de las Maravillas (1864) de Lewis Carroll para unas crías, sus compañeras de bote– sino de que el niño concreto, a elección, pueda encastrarse en la archisabida historia de Superman como el gran y volátil supervisor de Nueva York. El niño elige, por ejemplo, ser Spiderman, el padre paga y el editor rápidamente le da el producto a la carta. Los pedagogos y psicólogos se han apresurado a señalar que es una idea excelente. Yo espero que los partidarios sean sólo unos pocos especialistas en el tratamiento del alma y creo, en cambio, que es una aberración.

Para que los niños lean –como señala Fernando Savater– conviene que vean  hacerlo a sus padres, interesa que los padres les cuenten historias fantásticas, y, finalmente, se requiere habilidad de sus progenitores: no insistirles, dejar un libro apropiado en una esquina de la mesa, como un anzuelo, y esperar a que “piquen”. Pero no creo oportuno entronizar al niño en el personaje. El niño puede formar su sensibilidad en alianza y confrontación con las historias de los otros, en compañía y discusión con los auténticos personajes de la literatura universal infantil. Y cabe que comience por sentirse muy pequeño entre tanto protagonista, hasta que acabe adquiriendo intimidad en un mundo de borrascosas aventuras, peligros, felicidades y miedos ciertos.

Todos hemos tenido experiencias formativas con las historias infantiles. Recuerdo la mía. Una representación infantil de teatro de Peter Pan de James Matthew Barrie en el María Guerrero. Me fascinó debatirme entre Peter Pan, Wendy y sus hermanos, volando hasta la isla Nunca Jamás para luchar con el peligroso pirata Garfio. Pero mi experiencia mayor, en aquella ocasión, fue visitar el camerino para saludar al actor infantil y descubrir que era una niña con su pelo recogido en una coleta bajo el gorro. Fue un choque no sé si con la mentira social, la fantasía literaria, el travestismo pionero, el teatro puro o, incluso, con los problemas de identidad y orientación sexual. También, creo no haber llorado nunca más que con la proyección de las desventuras de “Pinocho”, idea debida al Pinocchio (1882-1883) de Carlo Collodi. Son historias tan fundamentales que han sido objeto de la reflexión adulta de Leopoldo María Panero y Rafael Sánchez Ferlosio, respectivamente.

¿Qué va a ser de Robinsón Crusoe si el niño defenestra la historia y se convierte en el dueño de la travesía ahora exitosa, en los antropófagos, en la cabra, en Viernes y en el joven negro azotado que finalmente acompaña al hacendoso personaje principal cuando decide no reincorporarse a la civilización? Posiblemente, un niño tan mimado como para ser el centro narcisista de las historias vea, sobre todo, perjudicial trabajar tanto como Robinsón y se convierta en un haragán, en detrimento de sus padres y de sus maestros. Acabará siendo –arriesgo el pronóstico- el plenipotenciario dueño de sus derechos y el indolente incumplidor de sus obligaciones. Y no será responsabilidad suya sino de los mayores que le acompañamos como personajes muy secundarios, meros figurantes.

Desde luego, así, será imposible un niño como Fernando Savater que, de mayor, reflexione tan brillantemente como él sobre cómo Sandokan y el Hombre Invisible, entre muchos otros personajes infantiles, han formado nuestra alma, en la Infancia recuperada (1976) o en Criaturas del aire (1979). La cuestión no es menor pues “en la infancia se vive y después se sobrevive”. En la infancia se forman, por lo menos, las disposiciones culturales más imprescindibles, los afectos, la empatía con el otro distinto, la convivencia con la alegría y la tristeza, las predisposiciones solidarias, las inquietudes artísticas, las imágenes de la autoridad y las aptitudes para el juego. No está todo perdido pese a las videoconsolas y las play station. Pero hay que impulsar el papel con las historias de ensueño. Al niño le ganamos para la lectura con una trama fantástica que le saque de sí mismo en vez de ensimismarle como la pantalla del ordenador. Puede vivir imaginativamente y no investido del papel principal. Los personajes literarios le darán modelos de acción y cursos de aventuras, caminos por los que adentrarse. No se fíen de los pedagogos y psicólogos que fomenten el narcisismo infantil. Acabaremos, si no, encarándonos con un eterno Príncipe o Princesa de veinte años, o de treinta, que hará uso ostensivo de sus derechos y oídos sordos de sus deberes. Verán. Miedo me da.

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