Los discursos del rey Juan Carlos y el «capitalismo emocional»

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional comió en la Facultad con unos compañeros y empezaron a hablar de cine. Los tres, con niños pequeños, tenían pocas oportunidades de salir y debían escoger muy bien las películas a las que querían asistir  en el momento de su estreno. Uno de ellos acababa de ver El discurso del rey y le había producido una gran impresión. “Ya tenía ganas”, comentó, “porque me habían dicho que quedaba muy claro cómo el capitalismo interviene en la vida de todos, en nuestras emociones, hasta en las de los reyes”. El profesor, en algunas de sus últimas lecturas, se había encontrado con referencias al “capitalismo emocional”, término que se utiliza para designar la forma en que en la sociedad actual hasta nuestros más íntimos sentimientos están gobernados por el sistema económico. Ya decía Marx que en el capitalismo tanto la burguesía como el proletariado están sometidos a la opresión, aunque los trabajadores saben que sólo pueden “salvar su alma”, “romper sus cadenas”, eliminando las trabas que impone la sociedad de clases.

Por la tarde, el profesor vio la película y, tal vez por la proximidad de la fecha del 23 de febrero, empezó a pensar en “los discursos del rey Juan Carlos”. En la “monarquía parlamentaria” la función de un Jefe del Estado queda casi limitada a pronunciar alocuciones, estrechar manos, presidir actos formales. Una vez que es alejado de la política cotidiana, el “poder moderador” no debe más que vigilar el buen funcionamiento de la Constitución y por eso su intervención activa es vista con profundo recelo. Quizás algunos de los equívocos a que ha dado lugar el papel del rey Juan Carlos en el fatídico día del 23-F derivan de que mostrara un interés excesivo en aquellos momentos por una situación que puede que no fuera tan dramática como se pensó entonces. Las noticias recientes de que personas próximas a él han elaborado informes o de que ha mantenido entrevistas con influyentes personas de la vida económica y política probablemente no tengan el mismo significado, sino que son simple muestra de que quiere hacer saber que no se despreocupa de los problemas que afectan a la sociedad española.

En la “monarquía parlamentaria” del presente ya ni siquiera es cierto el dicho de que “el rey reina, pero no gobierna”, pues el rey “no reina”, lo único que debe hacer es, en realidad, “parlamentar”, emitir discursos que son tanto más valiosos cuanto menos cosas dicen. Únicamente en situaciones excepcionales, sus palabras están cargadas de sentido. El profesor todavía recordaba, lejanamente, su intervención ante las Cortes franquistas, aún algo balbuceante, cargada de veladas alusiones a una reforma democrática que él y sus amigos escucharon con marcado escepticismo. La noche del 23-F, como muchos otros españoles, sintió cierta tranquilidad al verle, vestido con sus galas y condecoraciones militares, pronunciar palabras de defensa del orden constitucional en ese momento excepcional, cuando estaba a punto de quebrarse la frágil normalidad apenas establecida. Las últimas Navidades, la finalidad de su breve mensaje era sobre todo mostrar que se encontraba por completo recuperado de su enfermedad y no consideraba en serio la posibilidad de poner en marcha las previsiones sucesorias.

En todas las épocas el poder se presenta en los actos más triviales y ya en la “sociedad cortesana” una ligera alteración en el lugar que se debía ocupar en la ceremonia de vestir al Rey suponía la culminación de toda una carrera o el inicio de una caída en desgracia de consecuencias imprevisibles. En la Inglaterra del siglo XVIII lord Chesterfield le recomendaba a su hijo, al que destinaba a la vida política, que asistiera a los debates en el Parlamento, leyera a los clásicos, pero sobre todo que siguiera con esmero las lecciones de su profesor de baile.

En el momento actual, todos estamos en continuo movimiento y el poder penetra hasta en nuestros más mínimos gestos, se mete en nuestra cama y obliga a los aprendices de rey a buscar maestros de dicción. Un monarca inglés tuvo que renunciar a la corona para contraer matrimonio y otro, para poder acceder al cargo, seguir un duro aprendizaje. En el “capitalismo emocional” del presente las empresas promueven acciones para aumentar la “satisfacción” de sus trabajadores, pero del mismo modo someten a escrutinio sus más profundos sentimientos, su vida privada, sus comunicaciones por correo electrónico, su perfil en las redes sociales. El profesor recordaba haber visto en Tokio a encorbatados grupos de ejecutivos (salarymen) que acudían al karaoke, acompañados de su jefe, después de la jornada laboral. En el “capitalismo emocional” nada se sustrae a la dominación, todos sentimos la misma opresión, desde el trabajador que en la oscuridad de la sala de cine pretende por un momento olvidar sus preocupaciones hasta el rey de Inglaterra que, entre sollozos (del mismo modo que en otro tiempo, según la leyenda, Demóstenes se introdujera piedrecitas en la boca para aprender a hablar), se prepara para ejercer su oficio, pronunciar un discurso que otros han escrito, declarar una guerra en la que, quizás, otros perderán la vida.

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