Francisco Serra
Un profesor de Derecho Constitucional, después de acostar a su hija, estaba preparándose la cena, mientras miraba de reojo en el televisor un partido de la Champions en el que el Barcelona sufría algo más de lo habitual, cuando sonó el teléfono. Un amigo, del que hacía tiempo que no tenía noticias, le contó sus últimas aventuras amorosas. Soltero impenitente, había estado a punto de sentar la cabeza en varias ocasiones, pero al fin siempre acababa encontrando alguna excusa para romper la relación y, tras un breve período de luto, meterse en un lance aún más arriesgado. Ahora estaba empezando a salir con una chica escandalosamente joven y dudaba si debía seguir adelante. Estábamos, decía, en tiempos de incertidumbre y un amigo suyo que estaba ahora en el Banco Central Europeo le había comentado que España estaba arruinada por completo; habría no sólo que emprender reformas económicas, sino además cambiar las estructuras políticas y no se veía cómo podría llevarse a cabo ese proceso. No sabía qué futuro podría ofrecerle a su novia que, en su entusiasmo, quería un compromiso cada vez más estrecho por su parte.
El profesor, en los últimos tiempos, advertía cómo sus amigos, para nada conocedores del Derecho Constitucional, cada vez con mayor frecuencia le preguntaban sobre las posibilidades de reforma de la que, de manera enfática, muchas veces en los periódicos denominaban “nuestra Carta Magna”. Tras asistir a la agónica victoria del equipo azulgrana, se acostó y pronto se quedó dormido. Al día siguiente, después de dejar a su hija en el colegio, en el autobús que le llevaba a la Facultad, descubrió que se le habían roto los pantalones. Las últimas Navidades había engordado, pero se había resistido a comprarse algunos más acordes con su talla actual, pensando que en breve conseguiría adelgazar. Regresó a casa y después de cambiarse de ropa, llevó los pantalones rotos a la costurera que, denegando con la cabeza, le aseguró que no admitían arreglo posible. Sería mejor que se comprara unos nuevos.
El profesor, mientras iba a dar su clase, pensó que a él le había pasado lo mismo que a los partidos políticos con la Constitución. Pensaron que no precisaba ninguna reforma, aunque el Estado actual fuera muy distinto del que, tras las primeras elecciones democráticas, aparecía reflejado en el texto constitucional. El llamado Estado de las autonomías había alcanzado un desarrollo que apenas estaba previsto en el momento fundacional de aprobar la Constitución y durante muchos años se había venido retrasando su reforma, tal vez considerando que los desacuerdos serían solo momentáneos; pero la crisis económica había puesto de manifiesto la creciente discordancia entre la letra y la música, el texto y la realidad. En otros países los cambios se habían producido de tal forma que se habían adaptado con relativa facilidad las normas a las nuevas condiciones económicas. Del mismo modo que el profesor se había negado a aceptar su nueva “alma de gordo”, aunque fuera por tiempo limitado, los partidos políticos no habían querido reconocer la profunda transformación que se había producido en la realidad política española y que había convertido una “democracia consensual”, propia de los tiempos actuales, en una “democracia conflictiva”, en la que hasta las más mínimas medidas eran objeto de encarnizada discusión entre los grupos mayoritarios.
Una de las más conocidas teorías de la Constitución del siglo XX, la de Loewenstein, la comparaba con un traje que se trataba de que se fuera ajustando al “cuerpo político” hasta conseguir una adecuación perfecta. En España, al no haberse producido los necesarios remiendos, el ropaje constitucional empezaba a reventar por todos lados. Sería preciso enviar inmediatamente la Constitución al taller de costura para no tener que afrontar los “gastos” que se derivan de comprarse un nuevo traje, pero nada hacía pensar que los partidos políticos mayoritarios estuvieran dispuestos a emplear sus energías en coser los “rotos” antes de que acabaran por deshilachar por entero toda la vestimenta.
En las próximas elecciones, pensó el profesor, debería figurar en los programas electorales como cuestión fundamental la reforma de la Constitución, porque en caso contrario puede que, pronto, como en el célebre cuento, a través de los retales de ese traje aparezca el cuerpo del “Emperador” (que no puede ser más que el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado), casi desnudo. “En tiempo de desolación”, un conocido santo recomendaba “nunca hacer mudanza”, pero hay ocasiones en que se torna inevitable, para resguardarse de los elementos. Es tal el clamor por esa reforma que es muy posible que el resultado de esas modificaciones sea una Constitución distinta, incluso en el caso de que no afecte a aquellas materias que exigen un procedimiento agravado. Quizás estamos, en el fondo, ante el fin de la Constitución del 78 tal como fue concebida, aunque permanezcan muchas de sus disposiciones concretas.
El profesor, por la tarde, fue a comprarse unos pantalones a la tienda en la que solía proveerse de ropa… y se encontró con que no quedaban ningunos de su talla, porque estaban liquidando sus existencias por cierre del negocio.
¡Que no la toquen, por favor, que no la toquen! Ya sabemos lo que se hace en la actualidad cuando se quiere reformar algo… que lo contrarreforman
¿“democracia consensual»?. Si hay consenso (todos está de acuerdo) no hay posibilidad de elección y por tanto no hay democracia.
Sí, parece que vivimos tiempos de «contrarreforma». Y de tsunamis.