La España de 2013: las protestas, más vigorosas

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Pedro Costa Morata *

La criminalización que destacadas figuras del PP han creído oportuno lanzar sobre los grupos antidesahucio y afectados por las hipotecas, comparando su activismo con el de ETA y su entorno, es un gesto lleno de significados y marca un eficaz camino a seguir en la lucha contra las políticas y los políticos que nos hostigan y maltratan. Primero porque los responsables de la debacle que vivimos no parecen capaces de contrarrestar estas expresiones de indignación cuando las víctimas se ponen manos a la obra; y segundo porque esos mismos culpables esperan alivio y escapatoria recurriendo a la “referencia ETA”, precisamente en un momento en que la cuestión vasca ha entrado en una etapa en la que todavía podría entenebrecer más el panorama político español (debido en esencia al comportamiento sobradamente necio de Rajoy y su gente en el proceso de liquidación de ETA).

Desde un PP en emergencia y afectado por el pánico, por más que trate de disimularlo, Rajoy, Basagoiti y Cifuentes (doña Cristina, delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, que ha sido la primera en anatematizar) tachan estos movimientos y esta presión de “semejantes a los de ETA”, sí, pero también de propios de la “izquierda radical” y de “perseguir objetivos políticos”; de antidemocráticos, vaya, como si ese partido pudiera expedir certificado de democracia por haber ganado las elecciones, como si esos dirigentes merecieran el calificativo de demócratas por mandar en un partido que formalmente aparenta serlo, como si lo democrático fuera aceptar las ocurrencias y decisiones de quienes utilizan su mayoría para perjudicar y humillar… ¡Qué más quisieran!

Al quite y la usura, doña Rosa Díez se ha unido a esa misma descalificación, siendo consecuente con su ideología fundacional y su éxito electoral, ambos sintetizables en un nacionalismo antinacionalista en el que la referencia a ETA es medular y, por lo tanto, irrenunciable (No piensa acomplejarse, por cierto, el personal de la UPyD por los dos conceptos fantasmales que –con el dudoso encanto de lo decimonónico– aparecen en sus siglas: el progreso, mito filosófico duradero y burla de los tiempos actuales, y la democracia manoseada, pervertida e incapaz desde que se la apropiaron quienes la someten al poder económico, y de esto ya hace más de 300 años.)

Pero volvamos al tema que nos ocupa, y es que para nada debe intimidar a los líderes de estos movimientos que honran a la ciudadanía más consciente, ese bobalicón, aunque canalla, intento de asimilar al terrorismo lo que es acción directa, concreta y prudente, gesto elemental de defensa propia que se opone a toda una secuencia cruel e interminable de agresiones que desde el poder aterroriza cada día a una mayoría de españoles. Que éste, además, es el momento y el año en el que se ha de incrementar la temperatura social con la esperanza de que lleguemos a final de año de forma distinta a como lo hemos empezado: acabando con la soberbia y el empecinamiento con que nuestros gobernantes persisten por la senda del desastre, de la que tan satisfechos se muestran una y otra vez. Porque si hay reconsideración –lo cual sólo depende del pueblo en acción– no será de buen grado, no.

Como era de esperar, las previsiones macroeconómicas anuncian un 2014 igual o peor que 2013, que ya estaba previsto que se pareciera mucho a 2012, con  avances dramáticos en el desempleo y en la pobreza. Todo lo cual posee una lógica rotunda ya que no es posible constatar giro alguno en la política económica que prevea la mejora general, lo que hace que las posibilidades de estímulo a partir del consumo ciudadano se reduzcan más y más hasta hacerse de todo punto improbables. Los responsables de la política económica, con sus apoyos parlamentarios a todos los niveles, lo fían todo a la futura decisión de las empresas por invertir, las cuales todavía siguen exigiendo más favores: desregulaciones adicionales, más reducción de lo público, más sometimiento de la política a negociantes y financieros, mano de obra homologable con el esclavismo, etc.

Pero esta esperanza es vana por dos razones: por acientífica y por inmoral; la primera nos impide registrar ley económica alguna o experiencia práctica que se recuerde que muestren un solo caso en que se haya superado una crisis esperando a que los empresarios se sientan tan satisfechos y complacidos como para decidir que salvarán al país; y la segunda nos ilustra sobre una constelación político-económica en la que la incompetencia, la sumisión y la corrupción se enseñorean de la realidad para convertirla en pérdidas incesantes, escándalos diarios y ultrajes sin medida al ciudadano atónito. Parte inocultable y en gran medida impulsora de la acción ciudadana contundente es la sospecha acuciante, lacerante, de que nos gobierna un partido delincuente al que se le señalan sus crímenes económico-fiscales como la base de su financiación y, en cierta medida, de su existencia. Y algo consuela el pánico que se trasluce en muchos de sus más altos dirigentes. “¿Qué hacemos con Bárcenas, que es hoy el innombrable pero que nadie duda que es nuestro hijo de puta?”, se dicen en el estado mayor del PP (remedando a aquel líder vasco que reconocía tener que afrontar la paternidad de los violentos descarriados).

Con estas perspectivas, que empeoran sin cesar nuestras condiciones de vida, la ciudadanía y el país van quedando exhaustos y sin esperanzas, aumentando en exasperación y en la contundencia de las acciones de protesta: ¡qué menos! Lo lógico y justo en estas condiciones es que la gente del PP, responsable directa o indirecta, además de consciente y empedernida de esta debacle, renuncie a vivir con esa comodidad y esa arrogancia que todos los días vemos cómo tantos dirigentes convierten en chulería. Aunque desde luego es comprensible que antes que la acción directa de los agredidos injusta y alevosamente el PP prefiera esas manifestaciones tan multitudinarias como ineficaces, de las que se suele reír y con las que tanto se regocija.  Manifestaciones ruidosas y coloristas en las que, a modo de romería tradicional, el pueblo paciente y penitente asume su decadencia, y que finalizan con el no menos tradicional lacrimeo de dos predicadores sindicales a los que abandonó el carisma hace mucho, convirtiéndose de hecho en patéticos espejos de impotencia.

Así que, en esta situación de empecinamiento, nada resulta más legítimo política y socialmente que esa presión sobre los autores directos del hundimiento y los parlamentarios que los apoyan con su respaldo necesario: responsables son los unos y los otros. Máxime si, como es notorio, las políticas del desastre se adoptan en abierta contradicción con el programa político, las promesas y el embaucamiento con que obtuvieron los millones de votantes necesarios para atribuirse carta blanca. Es una pena que el ordenamiento jurídico-constitucional español no prevea imponer penas de inhabilitación e incluso prisión a los reos de incumplimiento de obligaciones tan sacrosantas como son las contraídas en campaña electoral, ya que debiera considerarse crimen insoportable el incumplir tan deportivamente esos compromisos, poniendo en evidencia además, con la práctica política y las ideas que la acompañan, que nunca tuvieron la menor intención de respetarlos.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.

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