Casticismo

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“Resalta y se eleva más la penuria de libertad interior junto a la gran libertad exterior de que creemos disfrutar porque nadie nos la niega. Extiéndese y se dilata por toda nuestra actual sociedad española una enorme monotonía que se resuelve en atonía, la uniformidad mate de una losa de plomo de ingente ramplonería.” (…) “Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española, sobre todo si se la estudia en su centro. Es una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa. Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura costra de gravedad formal se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería.” (…) “Persiste la propensión a la basta ordinariez que señale cual carácter de nuestro viejo realismo castizo” (…) “…y rige nuestras relaciones de bandería, de güelfos y gibelinos, aquel absurdo de qui non est mecum, contra me est.” (…) “Es una desolación; en España el pueblo es masa electoral  y contribuible”. (…) “Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo político y en esta anemia se congestionan los centros más o menos parlamentarios. En una polítiquilla al menudeo suplanta la ingeniosidad al saber sólido y se hacen escaramuzas de guerrillas. La pequeñez de la política extiende su virus por todas las demás expansiones del alma nacional. Y aun el pólipo está en crisis”.

Debe disculpar el lector este centón introductorio, pero no he encontrado nada mejor y más completo para, en unas breves líneas, enunciar la actual situación española; con una particularidad asombrosa: esas citas están escritas hace ciento dieciocho años, exactamente en junio de 1885, preludio del desastre del 98. Las escribió don Miguel de Unamuno en un artículo publicado en La España Moderna, bajo el título de “Sobre el marasmo actual de España”, último de los cinco que compondrían finalmente uno de sus ensayos capitales, En torno al casticismo (1902) que, como en los textos coetáneos de los más brillantes intelectuales españoles de finales del siglo xix y primer tercio del siglo xx ( Giner, Ortega, Azaña, A. Machado, A. Castro…), muestra un conocimiento tan profundo como emocionante de la coyuntura española de su época. Y una preocupación auténtica, generosa, lúcida y desprendida por el futuro de su país y su cultura.

En el orden intelectivo, quizá sea ésta la diferencia, y la carencia, más lamentable de la España actual. Hace cien años hubo aquí voces y ecos portentosos que no sólo expresaron saberes sólidos, transcendentes, sino que bajaron a la arena política y social para dar testimonio de compromiso y conciencia de su tiempo, frente al asfixiante tradicionalismo castizo, la estupidez y la tiranía. Hoy no queda nada parecido. Salvo algunos francotiradores que se atreven a pensar y razonar libremente, como exhortaba Horacio, a los que, inevitablemente, ladran los esbirros y aficionados que preservan los esquemas de los “hunos” y los “hotros”, los intelectuales nacidos propiamente del “J´accuse” de Zola han desaparecido. Los han sustituido una legión de todólogos que apestan las televisiones y demás media con un lenguaje marciano y un bagaje cultural de diseño relamido y reciente acarreo; mientras los consagrados, afamados y supuestamente “sólidos” hace tiempo que se convirtieron en voces de ganso con plumas de oro, cuidándose muy mucho de rozar siquiera esto o aquello, si del contacto, por superficial que sea, se derivan consecuencias indeseables en el normal tráfico de consideraciones, premios y mercedes que el statu quo o establishment tan atentamente les prodiga. A su manera, son también una casta. Porque en la España actual, como también advirtió Unamuno para la de su tiempo, cualquiera que apunte nuevos brotes de inteligencia y cultura no tendrá suficiente para proseguir por méritos propios si no practica “el servilismo a los ungidos”, para que sean ellos, llegado el caso, quienes, como el barquero, decidan quienes pasan a la orilla de los elegidos y quiénes no. Del mismo modo que tratar de ejercer de escritor aquí resulta imposible sin una definición previa (o, al menos, una simulación) en una de las tres modalidades que habilitan al aspirante: progresista, reaccionario o nacionalista, fiel reflejo de un país sectariamente fraccionado. Fuera de esas tres iglesias no hay salvación.

Aunque parezca mentira, en estos años de principios del siglo xxi asistimos a un reforzamiento de los viejos esquemas y esencias del nunca bien asimilado y menos digerido, y nefasto, siglo XX. Y aún, en los sectores más recalcitrantes de la derecha (incluidos los nacionalistas, por supuesto), de los valores castizos e integristas puramente decimonónicos, por no decir llanamente del Ancien Régime. Más temprano que tarde, aquí cada quisque termina por retornar a su pureza aberrante. Ello explica en gran medida los delirios y el odio furibundos de nuestros nacionalistas; el apego desesperado a los esquemas catequéticos de una izquierda periclitada, incapaz de afrontar con radical renovación un tiempo completamente nuevo, oscuro, turbio, imprevisible; la indudable reivindicación, en fin, de los valores castizos españoles más hirientes por parte de una derecha mostrenca e irredimible.

El evidente afianzamiento de vuelta al casticismo que propende la actual derecha gobernante no es ninguna alucinación interesada. Basta repasar los presupuestos y programas de los gobiernos que controla en un capítulo que, inexplicablemente, siguen llamando cultura, cuando podrían denominarlo con más propiedad “Departamento, Consejería o Ministerio de Espectáculos, tiempo libre, explayamiento lúdico y devociones” (toros, Semana Santa, turismo hortera, Fiestas populares, circo, descarada financiación a las actividades de sectores integristas católicos, escenificaciones grotescas, masivas, de hechos históricos locales; rancio, anodino, costumbrismo de la llamada “cultura popular”, etc.).

Pero uno no puede dejar de pensar, melancólicamente, cómo esta reacción ha sucedido tras los años no menos aberrantes, por razones antagónicas, del inefable “zapaterismo”. Con una facilidad pasmosa “pasamos de lo basto a lo cursi” (lo dijo don Juan Valera) y viceversa. Pero recurriendo a la “intrahistoria” unamuniana (la corriente subterránea que subyace a las olas y sus vistosas crestas y espumas) no puede dejar de verse en este hecho el eco continuado de una dialéctica infernal que hace algunos años, muy ingenuamente, algunos dimos por superada: intolerancia e integrismo castizos frente al “trágala” progresista. Al cabo, nos encontramos inermes, atónitos, ante esta persistencia de la desolación. Quizá debamos comenzar de nuevo, yendo a lo verdaderamente importante. Lo escribió Ganivet en su Idearium hace también más de cien años: “Hemos restaurado algunas cosas, pero aún falta restaurar la más importante: el sentido común”. Aunque no parece, por lo que vemos y sufrimos diariamente, que vayamos a encontrar en breve ese camino de restauración tan necesario.

(*) Agustín García Simón. Escritor y editor. Su última obra publicada es Retrato de un hombre libre (Renacimiento, 2012).
1 Comment
  1. zana says

    Comparto todo su artículo señor García pero, ¿siempre hemos de poner un pero?… Unamuno ¿Unamuno? ¡Jo! Sé nos acaba de remover Ferrér i Guardia en el lugar donde reposan nuestras conciencias, nuestras verdaderas conciencias. Un saludo y enhorabuena por su artículo (incluso con Unamuno por medio)

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