Reivindicación de la ciudadanía

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Julián Sauquillo 

Cabecera de uno de los paneles informativos de la exposición bibliográfica "Perspectivas de ciudadanía". / uam.es
Cabecera de uno de los paneles informativos de la exposición bibliográfica "Perspectivas de ciudadanía". / uam.es

Algo está cambiando. Las bibliotecas universitarias se movilizan. En vez de prestar libros y mostrar celo en su devolución, encartonan sus muros con ideas: “La ciudadanía liberal” (en fondo verde) dice uno; “Las críticas a la ciudadanía liberal” (en fondo rojo) declara otro. Las ideas se abren y salen ahora de la tapa dura del libro. Ya no están en el depósito. Encartonan las paredes. Antes era frecuente encontrar, en sus carteles institucionales, una invitación a la lectura. A veces la recomendación del libro quería ser tan cercana que llegó a utilizar el lenguaje entrecortado, económico en verbo, del “sms”. Toda facilidad era poca con tal de llegar a los jóvenes. Quedaba lejos el tiempo del “¡¡Silencio!!” y, más aún, el del “Está terminantemente prohibido hablar”. Los universitarios disponen de despachos acristalados para trabajar en equipo. Estas bibliotecas modernas son espacios sedados, sin nervios y urgencias. No cabría concebirlas, ni mucho menos, como el “espacio de la locura”. Así definidas por Foucault, las bibliotecas antiguas, a diferencia de las universitarias, eran el lugar de la enciclopedia erudición. De una erudición que era febril y neurótica. Flaubert era el representante de éstas por la documentación prolija que emprende antes de escribir. La biblioteca universitaria, al contrario, estaba, hasta ahora, encarnada en un universitario profesionalizado. Pero estos carteles son síntoma de un cambio. Recuerdan a todo universitario lo fundamental: si no defendemos la ciudadanía, nos podemos quedar sin buenas bibliotecas.

Algunas bibliotecas universitarias –como las de la Universidad Autónoma de Madrid- han dado un paso decisivo en el compromiso con los derechos de ciudadanía. Salta a la vista, hoy, que sus columnas no apelan a la tecnología, a una nueva aplicación informática comprada, siquiera; tampoco, a una feria empresarial de interés profesional. Enseñan a los jóvenes, simplemente, qué es imprescindible conocer y reclamar hoy. Fijan un texto a recordar y a repetir. Quizás porque puede ser olvidado en un futuro próximo si no se le reivindica. Resaltan un concepto, “Ciudadanía”, y un autor prestigioso imprescindible sobre su conocimiento, T. H. Marshall. Este concepto ya fue atacado por la nueva derecha que vio un dislate en conceder tales derechos a quienes debieran limitarse a obedecer. Imbuido de la historia política inglesa, este prestigioso académico resaltaba la necesidad de frenar los efectos más devastadores del mercado sobre los más débiles. La clave estaba en el otorgamiento de derechos: civiles (libertad personal, de expresión, de pensamiento y religión, acceso real a la justicia), políticos (derecho de participación como miembro representante o como elector) y económicos (derecho a la seguridad, la salud y la educación). Para este “scholar”, ser ciudadano consistía en conseguir un puesto como miembro de pleno derecho en la sociedad. Ser ciudadano comprendía compartir y disfrutar plenamente las condiciones del bienestar. A mediados del pasado siglo, este ciudadano inglés confiaba en un progreso ininterrumpido de la ciudadanía hacia la igualdad social desde hace doscientos cincuenta años. Lejos de domesticar definitivamente las fuerzas del mercado, el capitalismo y la ciudadanía habían recorrido un camino parejo y acompasado. A veces, la ciudadanía cooperó al sostenimiento del capitalismo paliando sus peores efectos. Pero la ciudadanía se había convertido en un baluarte frente a las desigualdades palmarias del capitalismo.

El camino ha sido largo. En 1832, la ley inglesa sólo garantizaba el voto a la quinta parte de la población masculina adulta. Ganar dinero, ahorrarlo, adquirir propiedades o alquilar una casa faculta a votar. Si no, no votabas. La lucha por el sufragio universal (contra la discriminación racial, de género y laboral) y el sufragio real (contra la discriminación de género) abrió espacios de ciudadanía. Como lo hizo la libertad de contratación laboral y la dotación real de recursos para un ejercicio efectivo de la seguridad, la sanidad y la educación. Cada sociedad constituía una imagen ideal de ciudadanía donde se proyectaban las conquistas hacia la igualdad y se aumentaban las personas que disfrutaban del estatus de ciudadano. Pero empezó a corroerse el concepto de ciudadanía por las políticas de “recortes”.

O participamos en las “mareas” o perdemos el tren cívico de la historia. De aquí, el interés del espacio de la biblioteca como lugar de participación. No hay mejor lugar para familiarizarse con una idea. Para los griegos –que nos aportaron un concepto fuerte y aristocrático de “ciudadanía”-, no sólo había que saber, había que recordar. Había que leer y releer hasta que se inscribiera la idea en nuestra mente. La mnemotecnia era fundamental. “Religión” etimológicamente era relectura. Así que las actuales bibliotecas universitarias se vuelcan ahora a una lectura activa. Lea y relea, sin sacar el libro, lo que ahora es urgente.

Las políticas actuales comienzan a desandar, ahora, este duro camino necesario para lograr estos triunfos históricos. En un excelente libro, El Derecho en la época constitucional (Dykinson, 2013), Francisco Serra advierte que los derechos no están garantizados para el extranjero. Tampoco ve protegidos los derechos morales como derechos fundamentales. Los derechos pueden convertirse en una petición de principio sin valor público. Se dice que Walter Benjamin tenía un cilindro por donde calibraba si el libro era trasportable. Si no encajaba y no caía por él, no bastaba con una mano para llevarlo. Era antipático por no trasportable. Este libro de Serra es trasportable y fundamental porque explica para todos el sentido actual del derecho y de la Constitución. Hace el mismo recorrido de apertura que están experimentando las bibliotecas ahora. Algo se mueve: las ideas salen de los depósitos, están en los muros, caben en los bolsillos de un hombre moderno. La ciudadanía se aproxima ahora al lector.

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