Una religiosidad a la altura de los ojos

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Julián Sauquillo

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Manuel Ortega, ante una de las vidrieras de la catedral de La Almudena, la mayoría de las cuales diseñó y pintó. / Efe

El pasado domingo, 13 de abril, falleció, a los noventa y dos años, un gran artista insobornable a cualquier imperativo del mercado. Manolo Ortega era uno de aquellos grandes maestros que comenzó en la escuela de San Fernando, bajo la enseñanza de pintores tan importantes como Daniel Vázquez-Díaz. Su labor como paisajista y retratista fue sobresaliente. Pero será recordado, sobre todo, por su obra de muralista y por sus vidrieras. De dimensiones y propuestas renacentistas en sus obras, recientemente, era presentado, entre la crítica, como el último gran cubista. Tres de sus aportaciones más visibles son las magnas vidrieras de la bóveda del Palacio de Neptuno, los murales africanistas y de juegos infantiles del Hotel Colón y el ochenta por ciento de las vidrieras de la catedral de La Almudena. Las tres obras están en Madrid. Realizó las vidrieras de la Catedral de Madrid como un cristiano primitivo que ganó un concurso público internacional. Sin ayuda alguna de la Iglesia católica, convenció de su valía con múltiples pequeñas maquetas que materializaban su futura obra a gran escala. Consideraba su obra mayor el Cristo de las Victorias en Madrid (fresco de 17 x 7 metros). A mí siempre me encantó la Última Cena (yeso, 6 x 4 metros), en la Parroquia de la Paz de Madrid.

Los pintores medievales que servían a Dios ocultaban sus obras en las más altas paredes, en las cúpulas más elevadas o en las bóvedas más sombrías de las más oscuras iglesias. Adoraban a Dios y eran indiferentes a las miradas de los hombres. En cambio, Manolo Ortega ahonda en una representación religiosa que sirva antes que a nada a los hombres. Cabe  decir que existen pintores religiosos que pintan de rodillas como Giotto, otros crean de pie como Millet o Van Gogh y algunos lo hacen desde las alturas como Miguel Ángel. Los primeros pintan bajo la fe en lo supraterrenal, los segundos frente a la admiración por los hombres sencillos y los terceros desde la creencia en sí mismos, mucho más grande que cualquier compromiso con el encargo del mismísimo Papa. Los seguidores de Giotto pintan a Dios de rodillas y extasiados, los seguidores de Van Gogh miran de pie a los ojos de los hombres para captar en qué creen todavía y los partidarios de Miguel Ángel buscan la compañía de modelos únicos de proporciones inmensas que reúnen una religiosidad inexistente en la vida cotidiana. Pienso que Manolo Ortega es un representante muy genuino de los segundos. Pintó con la misma convicción fraterna retablos y murales que capta del natural a sus modelos en el retrato. Compartió con todos aquellos pintores, en cualquier caso, que el artista debe incorporarse a una tradición a la que se copia con veneración y de la que se aprende. Luego, confían en trasmitir lo auténticamente creado a los pintores posteriores para hacer más sencillo y amable el largo y duro camino del hallazgo artístico.

Durante veinte años, estuvo apartado de un ambiente mundano de galeristas, críticos, académicos y coleccionistas. Pintó murales, armó pesadas cerámicas, montó grandes vidrieras que tienen tan presentes al cubismo como a los pintores renacentistas. Fue tan impresionado por el vanguardismo parisiense como por la regla maestra de los pintores renacentistas. Y todas estas impresiones le llevaron a su muy particular experiencia personal de pintor. En este tiempo, permaneció tan oculto a la mirada de la vida social y artística que le dieron por desaparecido y, al aparecer, por resucitado. Estuvo apartado, entonces, como un ermitaño que pinta ermitas para elevarlas a iglesias. Se entrega, entonces, a recrear continuas e infinitas veces, desde sus andamios, la cueva sencilla en la que se ha ocultado para volver dos décadas después al mundanal ruido artístico. En ese tiempo, no pinta murales que alcancen una religiosidad inhumana. Tampoco espacios imponentes que causen sobrecogimiento o temor divino al creyente sino lugares tanto más, mucho más habitables que como los había encontrado: las iglesias. Pinta grandes estancias religiosas que reciban tan bien como las múltiples iglesias que cobijan a los exhaustos paseantes de la bella Roma. Espacios religiosos y  humanos donde hombres sencillos puedan mirar a la divinidad a los ojos. Como Ortega mismo mira y pinta a los hombres.

Los largos paseos de Baudelaire y Benjamin, tan amantes de los salones parisienses del arte y de esos objetos que comprendían el tiempo del anticuario antes de que se produjera la reproducción de la obra de arte en serie, requieren algún descanso. Los Pasajes de París son el acogedor lugar que ni se repliega al adocenado ambiente burgués de la casa familiar ni trepita  entre las muchedumbres y los tranvías. Los Pasajes modernos son como las Iglesias medievales; modernas o medievales siguen siendo, aún hoy, un lugar intermedio entre el hogar y la calle. Lugares donde la obra de arte, ya en escaparates o en altares, no se expone a la mirada exclusiva del coleccionista o del crítico sino a la de todos. Espacios recogidos  y abiertos donde, con la posesión de la vista, de los ojos, todo el mundo, sin exclusiones, puede tener una obra de arte. Ámbitos acogedores donde el muro –quizás el granito, incluso- reserva la eternidad para la sensibilidad de generaciones enteras, sin someterla al extravío de ser expuesto como permanente o como itinerante. Pero acaso el soporte granítico para la pintura podría ocultar el arte a alguna  mirada. Tan obsesionado estuvo Ortega con no excluir a nadie de la obra imperecedera que llegó a crear pesados murales móviles.

Quienes se hayan dejado persuadir de que la Modernidad secularizó todos los elementos y ritos religiosos cotidianos no pueden entender el arte sacro contemporáneo. Muy al contrario, Manolo Ortega sabe que es imposible para el más agnóstico o para el más ateo no creer definitivamente y absolutamente en nada. Sin embargo, creer no es necesariamente participar de la disciplina colectiva de un credo impartido por una autoridad. Su religiosidad consistía en dar siempre la mejor dimensión de sí mismo. Me parece que la creencia de Manolo Ortega es semejante a la de Tolstoi o Van Gogh: una religiosidad fraterna que surge de la indistinción de todos los hombres en un trabajo colectivo auténtico cuando se realiza honradamente. Los tres conciben la creación como un servicio sin jerarquías a una comunidad sin falsas alturas. En los tres existe la misma apropiación de los oficios como actividades indiferenciadas del más sublime arte. Saber fabricar los colores, confeccionar los bastidores, dominar el hierro de las vidrieras, ultimar la porcelana y montarla desafiando su peso, saber hacerse las botas o tirar de un carro de campo son oficios del pintor que domina la creación de la obra de arte como una labor sagrada. La vidriera monumental basada en el mito de Neptuno –orillada junto a la Iglesia de Medinaceli de Madrid- es una magnífica conclusión de la llamada ortegiana a la combinación de todos los oficios en una cita común de trabajadores y artistas. Parece cierto que los artistas renacentistas, a los que Ortega sigue, practicaban un oficio. Oficiaban en un doble sentido profesional y litúrgico. Los artistas contemporáneos, por el contrario, idean instalaciones. Los primeros dominan la obra de arte desde su imaginación hasta su plasmación final. Los segundos piensan el concepto y encargan su confección. Mientras entre los primeros hay comunidad humana indiferenciada en un servicio colectivo, en los segundos se favorece una escisión jerárquica entre los conceptos y las habilidades manuales. Se ha perdido, de esta forma,  una creencia auténtica en esta sagrada tarea colectiva e indiferenciada que supone la obra de arte.

Las alegorías religiosas de Manolo Ortega son parte de esa religiosidad fraterna. Son imágenes de una creencia racional en la comunidad de todos los hombres cuando no están distraídos por pasiones negativas que les alejen de un credo sencillo y común. Una Última Cena presidida por Jesús parece una serena reunión de filósofos que preparan el diálogo con todos los hombres de la calle. En sus murales ha recuperado la figura de Jesús o de Pablo como plenos filósofos, de idéntica manera a Sócrates en el ágora. Los tres son filósofos capaces de hablar con todos los vivos del sencillísimo principio “amar al prójimo como a uno mismo”. La eternidad y la magnanimidad de este  diálogo consiste sólo en que los pintores sacros quieren que permanezca de los ya muertos a todos los todavía por nacer en grandes muros perennes. No se trata en Manolo Ortega de una religiosidad encumbrada y menos innecesariamente oscurecida por debates teológicos. Se trata del credo pictórico de sacar lo más natural y compartido por todos los hombres cuando no se encuentra ensombrecido por la peor sociedad. Naturaleza y Religión son sus baluartes para alumbrar esta sencilla naturaleza no enturbiada por la Sociedad.

Este sincretismo de Naturaleza y Religión dio expresiones de singular belleza. Así el tahitiano “Aha oe Feli” (“¡Qué! ¿Tiene celos?”) o “El Cristo amarillo” de Gauguin y las tallas de los religiosos maestros africanos en las Iglesias católicas coloniales de Salvador de Bahía. Tampoco Manolo Ortega ha sido ajeno a estas explosivas coincidencias. En su Guinea de formación y en su República Dominicana de madurez late esa naturaleza no perturbada. Allí capta del natural lo esencial del mundo. Dibuja y colorea todo lo que ve. Así los movimientos de unas mujeres que con sus danzas llaman a la fecundación como un grito humano a las raíces de la tierra. No son los ritmos de un baile, es la llamada de una mujer a compartir la naturaleza con un hombre. No hay compases sino un grito telúrico. Sus jirafas, sus toros enroscados con el torero, su niño batiendo el columpio como una hoja verde se airea en su árbol, sus grupos de deportistas, sus jóvenes bailando en la discoteca... son el brío muscular de este movimiento natural que no nos es ajeno a nadie y al que nada se sustrae. Aunque tales pequeños terremotos a veces se escondan a la mirada más ciega. También sus retratos son una muestra de esta operación casi pagana de extracción de nuestra mejor naturaleza. A través de colores estacionales crea el volumen e interpreta el carácter de ese ser palpitante que delante del pintor no es sino un trozo de la Naturaleza. Así se explica que los colores del retrato y del paisaje tengan unos tonos comunes. Somos parte de un paisaje natural y debemos una vida a la naturaleza.

Existen teorías muy literarias acerca de lo que se necesita para subir al cielo. William Blake supuso que se necesitaba inteligencia y belleza. Así que se puso a pintar  entre sus poemas a Cristo y al Calvario, al Infierno y al Paraíso,  con lo que creyó eran las más radiantes formas y colores. De otra parte, el  visionario Swedemborg concibió un ascenso celeste que requería de inteligencia más que de buenas obras. Pobre del que subiese al cielo por sus sacrificios sin preparación pues se aburrirá y no encontrará colega angélico alguno, parece advertir el iluminado sueco. No está muy claro, finalmente, qué supuso Cristo. A la vista de las pinturas que le dedicó el esteta Blake, es difícil descartar un Cristo concernido por la belleza. ¿Sólo se requiere para el ascenso final un comportamiento bondadoso o también belleza? La Biblia da cuenta de tantos aciertos literarios que cabe no sea suficiente la moral para llegar a los cielos sin buenas dosis de belleza. Artistas como Manolo Ortega, con su obra sacra, así conducen a pensar.

1 Comment
  1. José Siles Artés says

    El fallecimiento del pintor Manolo Ortega me produjo el otro día sensación, la que acompaña a la desaparición de alguien que has conocido. Pero aparte de su persona, no puedo olvidar la admiración que ne causaron sus murales del Hotel Colón de Madrid. Creo que son una notable isla artistica del variado patrimonio artístico de Madrid.

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