Encíclica ecológica del papa Francisco: templando (divinas) gaitas

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Pedro_Costa_MorataSólo la gran capacidad del aparato propagandístico vaticano, unido a la popularidad de un papa, Francisco, al que (como marca la costumbre) se le viene retratando como innovador, distinto e incluso revolucionario, ha podido presentar la encíclica Laudato si como genial y oportuna o como un gesto de compromiso de la Iglesia católica por el medio ambiente. Porque, evidentemente, no tiene nada de eso.

El acierto y la utilidad de un pronunciamiento eclesial de este tipo y con este cuño sobre una situación dramática y una perspectiva de muy serios problemas en número y gravedad para los seres humanos y el planeta necesariamente habrían dependido, al menos, de tres factores que, sin embargo, no figuran ni en su estructura ni en su redacción: alguna novedad en la descripción del problema, la caritativa ausencia de lo sobrenatural y, más importante todavía, el reconocimiento, expreso y sincero, de las inmensas y seculares responsabilidades del cristianismo y de la Iglesia católica en la destrucción ambiental de nuestro mundo, directa o indirectamente.

Desde luego, el diagnóstico (puntos 17-61) que el redactor hace del problema ambiental planetario es acertado e incluso exhibe un cierto aire militante que es verdad que viene caracterizando al nuevo papa; otra cosa es el señalar a las causas eficientes, asunto en el que nada queda claro ni señalado con vigor (“Sobre muchas cuestiones concretas la Iglesia no tiene por qué proponer una palabra definitiva y entiende que tiene que escuchar y promover el debate honesto entre los científicos, respetando la diversidad de opiniones…”, apartado 61). Pero diagnósticos y descripciones se vienen haciendo en el seno de la sociedad civil, como se sabe, desde finales de la década de 1960, generalmente como resultado de una conciencia activa que, en sus expresiones sociales comprometidas, apenas han contado con posturas definidas de apoyo católico institucional (sí con las de numerosos creyentes e incluso clérigos que, generalmente, han actuado por cuenta propia y que en no pocas ocasiones han sido vigilados y reprimidos por la jerarquía [podrían aportarse casos muy ilustrativos, en concreto, procedentes de las luchas antinucleares en España]).

Resulta, pues, tardío este análisis y, por ende, incapaz de marcar sendas, instrumentos o estrategias que acometan con cierta eficacia el problema: de hecho, la repetición de lugares comunes, tan habituales en este tipo de literatura desde hace decenios, produce que la lectura con frecuencia se haga cansina. Por otra parte, no sirve a la utilidad de la encíclica el recurso, tan inevitable como innecesario, a lo sobrenatural para subrayar pretendidas vías de entendimiento y alivio del problema (que es el objeto, en especial, de los puntos finales, 202 a 246).

A esta falta de originalidad –con el empeño añadido de encuadrar el asunto en una teología y una espiritualidad discutibles y exclusivistas, amén de dogmáticas– se deben unir las escasas referencias al movimiento ecologista, antiguo, curtido, verdaderamente trascendente, que se hacen inexistentes en relación con la importante nómina de pensadores y teóricos de un ecologismo que pugna desde hace medio siglo por ahorrar a la humanidad la tragedia de la crisis ambiental con una producción intelectual, ética y espiritual inmensas, certeras y universales, ante la general hostilidad de los poderes establecidos, también los religiosos. La Iglesia sabe que el ecologismo, tanto el primigenio como el que se ha constituido como producto del tiempo y la lucha, puede definirse como “científica y éticamente ateo”, y hasta ahora no parece capaz de materializar un acercamiento suficientemente leal (Es curioso que en el punto 208 se describa la entrega ecologista sin nombrarla y, por supuesto, sin advertirlo ni desearlo).

En el señalamiento de responsabilidades –si bien ambiguas e inocuas– que sobre la degradación ambiental hace esta encíclica, no aparece la menor alusión a la propia Iglesia católica, que pierde así la oportunidad de aportar un noble punto de originalidad, que sería la autocrítica y, si fuera posible, el arrepentimiento (¿Habremos de esperar a que, como en el caso de la exculpación de Galileo y el reconocimiento del atropello cometido contra el sabio, esta asunción de culpa haya de producirse dentro de trescientos años?). Se pretende ignorar el demoledor mensaje bíblico de dominio sobre la naturaleza, transmutándolo en lo contrario con citas rebuscadas y sin contexto, como si no hubiera sido fielmente recibido por la tradición judeo-cristiana, que ha impuesto al mundo un modelo, inclemente, de sumisión y saqueo de la naturaleza.

A cambio, resulta evidente la utilización que el texto hace de San Francisco de Asís, que debiera parecer excesiva aun tratándose del héroe y la referencia del papa Francisco, y aun resultando aquél un simpático personaje que nos cautiva con su misticismo poético enganchado a la contemplación de la naturaleza. Pero debemos considerar al de Asís como un outsider de su tiempo, una más de las excepciones que confirman la regla, que en este apartado es la persistente destrucción –de seres humanos y de la naturaleza– con que la Iglesia ilustra su historia. Sólo en vida del sensible y humilde San Francisco (1182-1226) la Iglesia lanzaba y bendecía nada menos que tres cruzadas (3ª, 4ª y 5ª), aquellas destructivas y fanáticas expediciones que, so capa de mandato divino y de recuperación de los Santos Lugares, ocultaban los designios políticos de consumo interno de Roma, inflamaban a infelices creyentes y ofrecían conquistas y riquezas a gobernantes cristianísimos, aunque pérfidos y codiciosos, resultando en definitiva en brutales oleadas contra personas y recursos. Y no hace falta recordar el papel de la Iglesia jerárquica y misionera en la destrucción integral de las Indias desde el siglo XVI, aniquilando ambientes, pueblos, culturas, religiones y éticas (con la nada simbólica participación, concretamente, de franciscanos y dominicos).

El empeño proselitista (innecesario y vano) y la incapacidad definitiva de sintonizar con la humanidad doliente y la naturaleza en crisis (angustias ambas cuya percepción no necesita de construcciones sobrenaturales, sino de un ejercicio de mero y desnudo amor universal) explican la perplejidad que produce la “Oración cristiana con la creación”, con la que se cierra este extenso y pretencioso texto; perplejidad que se muda en estupefacción por este párrafo, de petición al Dios de amor: “Ilumina a los dueños del poder y del dinero para que se guarden del pecado de la indiferencia, amen el bien común, promuevan a los débiles y cuiden este mundo que habitamos”. Lo que remata mal el loable intento, que informa todo el texto como un oportuno leit motiv, de vincular estrechamente los abusos y agresiones hacia las personas con los que afectan a la naturaleza por tener las mismas causas; y nos castiga con la duda de si, en realidad, esta encíclica ha entendido adecuadamente el problema.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.
3 Comments
  1. UNSERHUMANOID says

    La «génesis» del problema se encuentra en el antiguo testamento; y no creo que estén por la labor de cambiarlo.

    «Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra.»

  2. barcinensis35 says

    Una encíclica no es un tratado científico de biología, sociología, ni un repertorio ( o » elenco», en italiano) de respuestas que proporcionan las vías de solución a tan complejo problema o magma de problemas, cuya existencia muchos no admiten . Ya es un paso ( picolo) que un Maximus Pontifex advierta, ponga la atención y muestre una honda sensibilidad por el «cambio climático», fenómeno irreversible se mire desde donde se mire. La pela y la producción masiva de bienes y de capital prevalecen. En suma, ni Bergoglio es científico ni debe serlo. Hay que partir del concepto de «encíclica»…

  3. barcinensis35 says

    un paso ( picolo) que un Maximus Pontifex advierta, ponga la atención y muestre una honda sensibilidad por el «cambio climático», fenómeno irreversible se mire desde donde se mire. La pela y la producción masiva de bienes y de capital prevalecen. En suma, ni Bergoglio es científico ni debe serlo. Hay que partir del concepto de «encíclica»…

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