Sainte-Beuve y sus retratos de mujeres

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Agustín_García_SimónMás allá de su gran obra sobre Port-Royal, Charles-Agustin Sainte-Beuve (1804-1869), el gran escritor y crítico literario francés se hizo célebre por sus dos galerías de retratos: la de escritores señeros de la literatura francesa (Portraits Littéraires) y la de las más sobresalientes mujeres, sobre todo en inteligencia, sensibilidad y belleza, que Francia elevó a categoría junto a la creación de sus “salones” a lo largo de los siglos modernos, del XVII al XIX (Portraits de femmes). Hace escasamente tres meses, la editorial Acantilado publicó Retratos de mujeres (Barcelona, septiembre de 2016), una selección del original francés llevada a cabo y traducida de manera excelente por José Ramón Monreal, y un texto a modo de prólogo más que pertinente de Benedetta Craveri, la autora de Madame du Deffand y su mundo (Siruela, 1992) y La cultura de la conversación (Siruela, 2003), dos grandísimas obras sobre el tema. No es poco mérito editorial volver a poner al alcance de los lectores de lengua española una obra tan hermosa y tan fundamental.

Todo lo que hay de “bello y de bueno” en la manifestación de la sociedad y la cultura francesas de los casi dos siglos que preceden a la Revolución, y el añadido posterior hasta el primer romanticismo, va unido indefectiblemente a ese genuino invento de la sociedad cortés de los salones; una expresión social de la inteligencia y las buenas formas de la élite aristocrática, en la que irrumpirá con éxito temprano la gran burguesía hasta los estertores de esas sociedades en el primer tercio del siglo XIX. Los salones regentados por las mujeres que tan exquisitamente retrató Sainte-Beuve fueron allanando el camino, en pleno Ancien Régime, de la Ilustración y el enciclopedismo que hicieron posible la Revolución; y tras ella, en el Imperio y el repliegue de la Restauración, siguieron coadyuvando en el alumbramiento de una edad contemporánea de la razón que, justamente, en esta nuestra descerebrada actualidad, sucumbe estrepitosamente, apuntando con velocidad de vértigo a su más que inminente extinción.

Lo que sucumbe y se extingue inexorablemente desde hace ya unas de décadas es precisamente el legado maravilloso de la aspiración última de aquellas mujeres, que siguen arrebatándonos por su ingenio y belleza en las páginas de Sainte-Beuve: el arte de la palabra hablada y escrita, de la conversación como cultura y elevación del espíritu, como instrumento y chispa de relación inteligente, excitante, placentera; todo ello aderezado por el buen gusto, el tono justo, afable, insinuado, que propiciaba un ambiente relajado, nada engolado, antiacadémico, donde se explayaba con espontaneidad la poesía, se fijaban las nuevas formas de la novela, se afilaba la improvisación sentenciosa del aforismo, se abría paso el nuevo pensamiento moral y político… Fue un territorio de culto a la amistad, donde las mejores mujeres conciliaron la aspereza y rivalidad de los hombres más destacados, de los espíritus más innovadores, de los libertinos más encantadores. Era una cultura rompedora que fraguó bastante libre y placenteramente. Una forma de conocimiento ajena a la docta tradición, al humanismo prescrito académicamente; un sistema de relación social e intelectiva en que la reflexión brillaba entre el divertimento y las bellas formas. En esta escuela de los salones, los grandes maestros fueron la conversación y la elegancia, como expresión de perfeccionamiento en el trato y la disposición. Un culto también a la urbanidad, un cuidado del lenguaje y del espíritu que hace a los hombres más humanos al facilitar su trato tolerante, enemigo de cualquier atisbo de vulgaridad o grosería; porque, en definitiva, lo que aquellas mujeres y sus salones aportaron a Europa y al Occidente entero fue un precioso refinamiento de su civilización.

Retratos de mujeres. Saint-Beuve
Cubierta de la obra de Saint-Beuve.

El primero de esos salones fue el famoso Hôtel de Rambouillet, de la marquesa del mismo nombre, pero Sainte-Beuve nos advierte del precedente de este tipo de sociedades en el retiro de la marquesa de Sablé, en las inmediaciones del Port-Royal, cuya presencia reunió en torno a sí a lo mejor de su tiempo; es verdad que con un espíritu más recoleto que lo que vendría en adelante, más meditativo y, en el fondo, religioso; pero por él pasaron ya personajes de fuste como Pascal y La Rochefoucauld. Este último como figura fundamental en la vida mundana y sentimental de las primeras mujeres retratadas por Sainte-Beuve: Madame de Longueville y Madame de La Fayette, “la mujer de Francia que tenía más talento y que escribía mejor”, según Boileau; la misma que decía a propósito de Montaigne “que habría sido un gran placer tener un vecino como él”, y retrató con fina pincelada su relación íntima y última con La Rochefoucauld: “Monsieur La Rochefoucauld me ha infundido ingenio, pero yo he reformado su corazón”. Sin embargo, no fue sino con Madame Geoffrin, coetánea de Madame du Deffand, cuando el salón alcanzó categoría de institución en el siglo XVIII: “…lo que la caracteriza como algo exclusivo es haber regentado el salón más completo, el mejor organizado y, si se me permite decirlo así -escribe Sainte-Beuve-, el mejor administrado de su tiempo, el salón mejor establecido que hubo en Francia, desde la fundación de los salones”. En plena eclosión ilustrada no faltan figuras deliciosas, como Madame D’Epinay, de quien Diderot, en carta a su amante Sophie Voland, escribió: “Es la viva imagen de la ternura y la voluptuosidad”. Luego la Revolución se llevó a la girondina Madame Roland, que subió al cadalso casi triunfal, con su traje blanco y su pelo suelto. Y en la reacción imperial y restauradora, todavía brillaron las luces áureas de Madame de Duras, Madame de Staël y la encantadora Madame Récamier, con las apariciones muy medidas del nuevo sol romántico: Chateaubriand.

Es apasionante, en efecto, el mundo y las relaciones de estas mujeres y sus salones que, en el libro de Sainte-Beuve, van desplegando sus vidas hasta completar un panorama fascinante. Lo que no consiguió en su propia literatura de creación y, ¡ay!, en su propia vida amorosa con las mujeres, Sainte-Beuve lo logró acrecido al penetrar agudamente en el espíritu y el interior más escondido de este elenco de famosas tan atractivas e inteligentes, y en los hombres más capaces que, en torno a su iniciativa y amparo, transcendieron juntos en la gran cultura francesa y europea. Ya sólo nos queda el consuelo de seguir a Quevedo y escuchar con los ojos a estos muertos tan nuestros. Sin ellos, todo lo arrasará la nada.

(*) Agustín García Simón es escritor y editor.

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