Las guerras comerciales son la sustancia de que están hechas las guerras reales

  • Trump sabe que Estados Unidos se ha beneficiado con la situación que él ahora denuncia como injusta
  • Nuestra situación global se parece cada vez más a la que se vivía en la Europa de los años previos a la Primera Guerra mundial

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Traducción de Alcira Bixio

La guerra comercial que se desarrolla hoy entre Estados Unidos y China no puede sino llenarnos de temores: ¿cómo afectará nuestras vidas cotidianas? ¿Acabará provocando una nueva recesión global o hasta un caos geopolítico? Para poder orientarnos en este desconcierto, convendría que tengamos presentes algunos datos básicos. El conflicto comercial con China solo es la culminación de una guerra que comenzó años antes cuando Trump lanzó su primer disparo contra los mayores socios comerciales de Estados Unidos al decidir gravar las importaciones de acero y aluminio procedentes de la Unión Europea, de Canadá y de México. Estaba ejecutando entonces su propia versión populista de la guerra de clases: su objetivo declarado era proteger a la clase trabajadora estadounidense (¿no es acaso el obrero metalúrgico una de las figuras emblemáticas de la clase trabajadora tradicional?) de la competencia "desleal" europea y, por consiguiente, salvar los empleos de los norteamericanos. Ahora, está haciendo lo mismo con China.

Las decisiones impulsivas de Trump no son únicamente expresiones de sus excentricidades personales; son reacciones al final de una era en este sistema económico global.

Un ciclo económico está llegando a su fin, un ciclo que comenzó en los albores de los setenta, en el momento en que nació lo que Yanis Varoufakis llama el "Minotauro global", el monstruoso motor que estuvo impulsando la economía mundial desde los primeros años de la década de 1970 hasta 2008. A finales de los sesenta, la economía de Estados Unidos ya no pudo continuar reciclando sus excedentes hacia Europa y Asia: el superávit comenzó a dar paso al déficit. En 1971, el Gobierno de los Estados Unidos respondió a esta declinación con un audaz movimiento estratégico: en lugar de reducir los crecientes déficits de la nación, decidió hacer lo contrario, elevar el déficit. Y, ¿quién lo pagaría? ¡El resto del mundo! ¿Cómo? Mediante una transferencia permanente de capital que fluía incesante y precipitadamente a través de los dos grandes océanos para financiar los déficits de Estados Unidos.

Esta creciente balanza comercial negativa demuestra que Estados Unidos pasó a ser el depredador no productivo: en las últimas décadas, tuvo que absorber un ingreso de 1000 millones de dólares diarios procedentes de otras naciones para pagar su propio consumo lo que lo convierte en el consumidor universal keynesiano que mantiene la economía mundial en marcha. (¡Qué mentís para la ideología económica antikeynesiana que parece predominar hoy!). Este influjo, que es efectivamente como el diezmo que se le pagaba a Roma en la Antigüedad (o los sacrificios ofrecidos al Minotauro por los griegos antiguos), se sustenta en un complejo mecanismo económico: Estados Unidos goza de la "confianza" de ser el centro seguro y estable, de manera que todos los demás, desde los países árabes productores de petróleo a la Europa occidental y Japón y ahora hasta los chinos, invierten el excedente de sus ganancias en los Estados Unidos. Puesto que esa "confianza" es fundamentalmente ideológica y militar, no económica, el único problema que debe resolver Estados Unidos es justificar su papel imperial; necesita que permanentemente haya una amenaza de guerra, para poder ofrecerse como el protector universal de todos los demás estados "normales" (no "gamberros").

Desde 2008, sin embargo, ese sistema mundial está desmoronándose. En los años de Obama, Ben Shalom Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, le insufló nuevo aliento explotando sin piedad el hecho de que el dólar estadounidense es una moneda global: financió importaciones imprimiendo dinero masivamente. Trump, en cambio, decidió afrontar el problema de otro modo: ignorando el delicado equilibrio del sistema global, se concentró en elementos que podrían considerarse "injusticias" en contra de los Estados Unidos: el gigantesco volumen de importaciones está reduciendo el número de empleos para los estadounidenses, etcétera. Pero lo que él denuncia como "injusticia" es parte de un sistema del que Estados Unidos se ha beneficiado: en efecto, el país estuvo "robando" al mundo al importar mercancías que pagaba con deuda e imprimiendo moneda.

Consecuentemente, en estas guerras comerciales, Trump hace trampa: quiere que Estados Unidos continúe siendo una potencia global pero se niega a pagar siquiera el precio nominal de ese privilegio. Sigue el principio de "primero América", privilegiando despiadadamente los intereses estadounidenses al tiempo que continúa actuando como una potencia global. Aun cuando algunos de los argumentos esgrimidos contra China y su comercio puedan sonar razonables, son ridículamente sesgados: Trump sabe que Estados Unidos se ha beneficiado con la situación que él ahora denuncia como injusta y lo que quiere es continuar obteniendo ventaja en la nueva situación. Por consiguiente, la única salida que les deja a los demás es plantearse la necesidad de unirse en algún punto a fin de socavar el papel central que desempeña Estados Unidos como una potencia global avalada por su poderío militar y financiero. Habría que ser tan despiadado como Trump en esta lucha. La única manera de estabilizar nuestra posición desventajosa es imponiendo colectivamente un nuevo orden mundial que ya no esté comandado por Estados Unidos. La única manera de vencer a Trump no es imitándolo con posiciones del tipo "primero China" o "primero Francia", etcétera, sino oponiéndose a él globalmente y tratándolo como un bochornoso marginado.

Esto no quiere decir que haya que perdonar los pecados de quienes se oponen a los Estados Unidos. Es típico que Trump proclamara que no está interesado en la rebelión democrática de Hong Kong y que la considera una cuestión interna de China. Si bien deberíamos respaldar la revuelta, es importante estar atentos a que no se la use como un argumento a favor de Estados Unidos en su guerra comercial contra China. Siempre tenemos que tener presente que Trump, en esta cuestión precisa, está del lado de China.

Entonces y a pesar de todo, ¿no debería complacernos que la actual guerra comercial sea solamente un guerra económica? ¿No deberíamos encontrar solaz en la esperanza de que termine en una especie de armisticio negociado por los administradores de nuestras economías? Decididamente, no: los reordenamientos geopolíticos que hoy ya son discernibles pueden fácilmente estallar en guerras reales (al menos locales). Las guerras comerciales son la materia de que están hechas las guerras reales. Nuestra situación global se parece cada vez más a la que se vivía en la Europa de los años previos a la Primera Guerra mundial; lo único que aún no está claro es dónde será nuestro Sarajevo, el sitio exacto donde estallará la guerra: Ucrania, el mar de la China Meridional o…

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