El meridiano y el corregidor

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José Ramón Martín Largo *

Imagen: Flickr de murphyeppoon.

El tiempo, como cabe suponer, lo relativo a su uso y su medición, y en general todo lo relacionado con él, constituyen desde siempre una de las mayores preocupaciones de nuestra ciudad, de lo que queda constancia en gran número de crónicas y tratados, cuyos originales se guardan celosamente en nuestra Biblioteca. Por eso es motivo de perplejidad el que hasta hace poco el municipio no haya tenido a bien ordenar la instalación en lugar bien visible, precisamente en la torre de la casa consistorial, de un reloj de manecillas que sustituya al viejo reloj de sol de nuestros antepasados, el cual databa de la época de las invasiones bárbaras, y cuyas cifras, apenas legibles ya desde la plaza a causa de la erosión, solían suscitar entre nosotros no pocos equívocos y discusiones.

Como es sabido, el lento desgaste al que la lluvia, el sol y el viento habían sometido a nuestro venerable reloj, tallado sobre un bloque de esa piedra arenisca que tanto abunda en las canteras locales, había dado lugar a dos lecturas diferentes del transcurrir del tiempo, dos interpretaciones difícilmente conciliables que acabaron por dividir a nuestros conciudadanos, los cuales, como era de esperar, habían desarrollado, a partir solamente de esa distinta apreciación del tiempo, dos visiones diferentes de la vida, dos entendimientos perfectamente organizados que afectaban a la religión, la moral, la política y la economía, y que, si tenían alguna carencia, era sólo la de su incapacidad absoluta para entender la visión del otro. Así, era corriente ver cómo conciudadanos que habían hecho juntos sus estudios, ya desde el jardín de infancia, no se saludaban al cruzarse en la calle, lo que no ocurría con frecuencia porque la hora del paseo no era la misma para ambos, o que la ama de casa que a última hora echaba en falta un ingrediente para la cena corriera a la tienda de ultramarinos de la esquina, que justo en ese momento acababa de abrir sus puertas, para adquirir dos rábanos y una col que el tendero, que acababa de levantarse, le servía con gesto displicente y mirando hacia otro lado, por no hablar de las diferencias que llegaron a establecerse y a tenerse como norma en la vida familiar de no pocos de nosotros, cuando en una misma casa el marido se acostaba a una hora y la esposa a otra, con gran perjuicio para sus relaciones conyugales y coincidiendo sólo raramente en la penumbra de un pasillo, llevados cada uno en direcciones diferentes a causa de su respectivo entendimiento horario. De la mayor importancia para el buen orden de nuestra ciudad era saber qué partido era el que mandaba si uno, al llevar a los niños a la escuela, no quería encontrársela cerrada, por no hablar de la biblioteca, el hospital, la cámara de comercio, el museo, el catastro y demás corporaciones oficiales. Los horarios diferentes tampoco dejaban de afectar a nuestras comunicaciones con el exterior, como podía observarse en el hecho de que nuestros trenes partieran por lo general vacíos, y en el de que, en cambio, cuando el vestíbulo de nuestra estación se encontraba totalmente abarrotado de animosos viajeros, no partiera ninguno. Se entenderá por qué esas comunicaciones con el exterior, con el tiempo, llegaron a ser inexistentes. Como además el partido de la mayoría siempre convocaba las elecciones con arreglo a su horario, lo que, como es natural, dificultaba enormemente la participación de sus adversarios, se había convertido en costumbre que los cambios de régimen en nuestro municipio se hicieran siempre por medio de alguna breve revolución cruenta, la cual no dejaba muchas bajas pero representaba inmediatamente un nuevo cambio de horario al que era difícil habituarse, y que aceptábamos con resignación ya que de él dependía el buen orden de nuestra ciudad. Aparte de eso, ninguna otra cosa vinculaba a los simpatizantes del partido inglés y a los del jenízaro, llamados así por las dos invasiones que sufrió nuestra ciudad en tiempos remotos, cuando aún no se llevaba ninguna contabilidad del tiempo ni se había apreciado, sin duda a causa de las formas sumamente primitivas de vida, la conveniencia de llevarla. Y ha sido hace poco, al observar las perniciosas consecuencias de tales malentendidos, cuando nuestro actual corregidor, hombre joven y de ideas un poco impetuosas para nuestro gusto, decidió poner remedio en el acto a tan comprometida situación, unificando a toda la ciudad bajo un único horario que, para que nadie lo olvidase, estaría siempre en el lugar más visible de la plaza, en la torre del municipio. La construcción del reloj y los detalles referidos a la misma recayeron muy justamente sobre la persona del organista mayor, el cual nació en el extranjero y fue traído a nuestra ciudad a edad muy temprana, razón por la cual siempre se le eximió del deber, ineludible para todos nosotros, de militar en el bando inglés o en el jenízaro, lo que él además logró evitar manteniéndose siempre despierto, sentado ante su órgano y acompañando las celebraciones de unos y de otros, cuyos himnos y melodías específicas interpretaba con tal sentimiento que casi parecía creer en ellas. Por lo demás, las dificultades técnicas de la construcción del reloj fueron resueltas por el organista con la mayor diligencia. Los verdaderos apuros empezaron más tarde, cuando, como no podía ser menos, hubo que poner el reloj en hora. El partido jenízaro, gobernante en la actualidad, se opuso completamente a que nuestro reloj marcase la hora del meridiano de Greenwich, alegando con razón que para dar la hora tanto valía un meridiano como otro, y sugiriendo que para tal fin no menos práctico era el meridiano de Constantinopla, que tenía la ventaja de encontrarse bien asentado sobre tierra firme y no sobre una dudosa isla. Sin embargo, los ingleses encontraron este razonamiento más bien absurdo, por una parte porque la isla en cuestión no se había movido del mismo sitio desde el tiempo de las invasiones, por lo que estaba fuera de lugar el calificativo de dudosa, y por otra porque el enérgico rechazo a su propuesta se aprobó en una sesión municipal en la que ellos estaban durmiendo. A esto siguió la amenaza de una sublevación inminente, y ya parecía que el asunto iba a degenerar en alguna trifulca civil, de las que son tan frecuentes entre nosotros, cuando el corregidor reunió a jenízaros e ingleses a una hora en la que todos estaban despiertos y les informó de su decisión inapelable: el reloj municipal marcaría la hora de nuestro meridiano o ninguna otra. Ahora bien, ¿cuál era la hora de nuestro meridiano? A falta de un observatorio astronómico que registrase sin lugar a dudas el movimiento de los astros exactamente sobre nuestras cabezas, el reloj municipal debía estar siempre parado, lo que no dejaría de interpretarse como una muestra de la neutralidad de nuestras instituciones. Unos y otros no pudieron dejar de observar la pertinencia de la decisión de nuestro corregidor, e incluso los ingleses propusieron que se elevase un monumento a su persona al pie mismo de la torre, propuesta que fue rechazada ya que el monumento ocultaría la visión del reloj. Es curioso observar de qué forma tan sencilla ha sido resuelta una disputa que nos ha tenido en vilo durante generaciones, y no falta entre nosotros quien afirma que la decisión del corregidor es un ejemplo del que harían bien en tomar nota el resto de las naciones. Resulta  agradable ver el gran reloj en lo alto de nuestra torre municipal, siempre marcando las doce, lo que deja libertad a los conciudadanos para decidir si son las doce del día o de la noche, y, como dice nuestro corregidor en cada uno de los actos oficiales que preside, entre otras muchas ventajas, el nuevo reloj tiene la de dar dos veces al día la hora exacta.

(*) José Ramón Martín Largo. Escritor y guionista de documentales. Es autor de las novelas El momento de la luna (1995), El añil (1997) y La noche y la niebla (2000), publicadas en Alfaguara, y Campo de tiro (2009), publicada en 451 Editores.

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