REFLEXIONES SABADESCAS

Un brindis en ese bar que se tragó a todos los españoles

  • "Cuando el futuro se vea incierto y la dureza de la realidad golpee con más ahínco, pon una obra de Alfredo Sanzol en tu vida"
  • "Va siendo el momento de volver a ser héroes y retomar la simple aventura de ser quienes queramos ser"

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“La vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”. Robert Zemeckis dirigía Forrest Gump y Tom Hanks interpretaba al protagonista de esta obra maestra de 1994. Esta famosa metáfora sobre la vida quizás se pueda entender mejor en estas fechas en las que, hace tan solo un año, nadie podía saber lo que nos iba a tocar. Siempre me ha gustado esta metáfora para usarla en relación con el teatro, sublime ver al teatro (el edificio) como una caja de bombones con su propio envoltorio aterciopelado (el telón, las butacas…). Y también el teatro (el continente, la propia obra) como esa sorpresa de la que Gump habla: por mucho que hayas leído sobre la obra, nunca sabes lo que te va a tocar, si te va a conmover, a invitar a la reflexión o a la llantina...

Y así estaba yo un día de la semana pasada caminando cuesta abajo por Lavapiés, cuando me di de bruces con el Teatro Valle Inclán, ahí arrinconado en una esquina de la plaza. Un reguero de gente hacía cola guardando la distancia de seguridad, con sus mascarillas. Intentaba adivinar sus sonrisas o muecas y, sin saber muy bien por qué, me sumé a la fila y me dispuse a adentrarme en la caja de bombones sin saber qué me iba a tocar. Todo un acierto: cuando el futuro se vea incierto y la dureza de la realidad golpee con más ahínco, pon una obra de Alfredo Sanzol en tu vida. Personajes que habitan un mundo a mitad camino entre la realidad y lo onírico; diálogos que confunden el cuento con la vida.

El bar que se tragó a todos los españoles es una obra escrita y dirigida por el propio Sanzol, actual director del Centro Dramático Nacional, interpretada por un elenco en estado de gracia, en especial el protagonista Francesco Carril, que interpreta al prota, Jorge Arizmendi. Le acompañan Natalia Huarte (como Carmen Robles) y, en la piel de distintos personajes, Elena González, David Lorente, Nuria Mencía, Jesús Noguero, Albert Ribalta, Jimmy Roca y Camila Viyuela. La obra lleva en cartel desde el pasado 12 de febrero, pero está programada hasta el 4 de abril, no se la pierdan.

Arizmendi, un cura navarro de 33 años que desea cambiar de vida y colgar los hábitos, solventar una situación que le vino impuesta desde la infancia. Esta decisión le lleva a emprender un viaje por Estados Unidos en el año 1963, un curioso viaje en el que las paradas se desarrollan principalmente alrededor de una mesa, en bares y restaurantes principalmente. Un homenaje al noble arte de que buena parte de nuestras vidas y conversaciones se desarrollen mesa de por medio con el resto. Un homenaje merecido en tiempos como este en el que el contacto con extraños se ha convertido en algo prohibitivo, que vuelva ya, que vuelva ya, que vuelva ya. Sanzol hace homenajea también, mezclando la realidad con la ficción, a su propio padre, quien tomó esta decisión en su juventud.

Arizmendi se convierte así, como sin quererlo, en un héroe, en su terminología más clásica de la concepción teatral, esa concepción aristotélica del héroe. Arizmendi asume su propia toma de consciencia y, a partir de ahí, quiere cambiar el mundo, su mundo. Empieza su peripecia hacia una vida nueva y, para ello, a semejanza de los héroes clásicos, ha de enfrentarse al destino divino, a las fuerzas que los dioses establecen sobre la tierra. En el caso concreto de Arizmendi, su aventura será el recorrido para abandonar la Iglesia (con los dioses hemos topado), conseguir la dispensa papal, y empezar una vida nueva. Claro, el recorrido de nuestro héroe estará lleno de aventuras y episodios que convierten las tres horas de función en un abrir y cerrar de ojos, en una gran sonrisa.

El protagonista, sin embargo, es un héroe de nuestro tiempo alejado del Olimpo y las vicisitudes de quienes lo habitaban. Del siglo pasado, pero de nuestro tiempo, perfectamente comprensible en el 2021. Con su voluntad de modificar la situación no persigue unos objetivos altisonantes y alejados, sino algo próximo, conseguir vivir su propia vida. Pongámonos cursis: su libertad. Y así, el público se sitúa frente a una serie de conflictos que podemos sentir como propios, nos identificamos. Sin embargo, a pesar de la cotidianeidad de los diálogos y las escenas, el objetivo (recordemos) es algo tan elevado como acercarse a la libertad humana, que una persona pueda ser, al fin y al cabo, quien dirija las riendas del tiempo que ha de estar sobre la faz de la Tierra.

Son tiempos raros (menuda novedad acabo de decir). En el último año, hemos abandonado sueños, objetivos y planes. La pandemia ha arrasado con muchos aspectos de nuestras vidas, la tragedia ha golpeado con saña. Y nos demuestra como seres ingrávidos, sutiles, que nos hemos tenido que acostumbrar a dejarnos llevar por la corriente (o la marejada) abandonando, en muchas ocasiones, nuestras voluntades. El destino cada vez se aleja más, no nos parece demasiado importante. El teatro, como un espejo, narra historias verosímiles (que no reales) en las que podemos intuir nuestro reflejo. Va siendo el momento de volver a ser héroes y retomar la simple aventura de ser quienes queramos ser.

Y así salí del Valle Inclán, de ese mamotreto gris que es una caja de bombones, cuesta abajo, hacia el río. Dispuesto a convertirme en un héroe. O, al menos, a entrar en un bar y tomarme una cerveza (qué débil es la fuerza de voluntad). Pero no en un bar cualquiera, no, sino en ese bar que se tragó a todos los españoles. En ese bar en el que, entre conversaciones y alrededor de una mesa podamos narrar, inventar y soñar nuestras propias vidas. Tomar decisiones, hacer planes... Vivir la vida un poquito.

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