¿No les evoca la vida pública española el famoso episodio de Al Capone y los impuestos? Todo el mundo conocía los numerosos crímenes del gánster neoyorkino, pero el Gobierno sólo pudo meterle entre rejas cuando consiguió demostrar su comisión de un delito menor, el de evasión fiscal. A veces se castigan más los defectos comunes que los delitos monstruosos. ¿Y qué decir de las supuestas virtudes públicas? No han sido pocos los grandes personajes de la Historia –por sus dotes individuales de excepción o por el desempeño de un alto cargo oficial- que, con olvido de su dilatada trayectoria profesional, fueron finalmente enjuiciados (y condenados con vilipendio) al ser descubiertos pecando de un vicio privado. O cometiendo una infracción pública incapaz, más allá de un pequeño borrón, de manchar su hoja de servicios prestados a la comunidad. ¿Cuál es el Clinton que predomina en la memoria norteamericana, el gobernante de la prosperidad económica del decenio de los 90 y de la relativa estabilidad internacional anterior a la destrucción de las Torres Gemelas o el del affaire del presidente y la becaria? Aunque, en este último caso, la estupidez de la mojigata sociedad estadounidense (de una parte considerable de la misma) encontró la pareja de baile ideal de los hipócritas en las mentiras del presidente cuando se le obligó a dar una explicación a la representación (o inquisición) popular. Pero, volviendo a la vida pública española, ¿hay quién nos gane en el juego de las mentiras y la hipocresía?
Todos los españoles sabemos que nuestra Administración de Justicia es un desastre. Que, además de estar politizada, la Justicia es lenta y de calidad dudosa. Y que el Gobierno de los jueces no es más que la correa de transmisión de los partidos en el ámbito jurisdiccional. Que el reclutamiento de los vocales del Consejo del Poder Judicial no obedece a criterios de mérito profesional e independencia frente a los otros dos poderes del Estado, sino a su docilidad y finura de oído para percibir todas las ondas de la voz de su amo. Pero, como por encima de sus discrepancias particulares el sistema de partidos, en vez de servir a los ciudadanos, se impone paradójicamente sobre ellos no como las partes del todo sino como el todo absoluto, el resultado es el pacto de opacidad en el interior de ese Consejo Judicial sobre las conductas y responsabilidades de todos sus miembros. Se trata de un pacto entre hermanos que, naturalmente, deja de funcionar cuando La Famiglia, por los motivos que sea, pierde su cohesión interna y se fractura. Ocurre desde los tiempos de Caín y Abel, una pareja de hermanos que, pudiendo repartirse el orbe de forma cooperativa, se extraviaron y les dio por rivalizar hasta descubrir el primer juego de suma cero de la especie humana.
No hace falta traer a las mientes los nombres de personajes muy destacados por su contribución al bien general (artistas, inventores, políticos…) a los que la envidia o el odio intentaron destruir -a mi juicio, en vano- por alguna circunstancia ajena a su relieve social, por un dato (casi siempre privado) externo a su productividad social, que es por la que son reconocidos (no por su moralidad particular). Un hijo fuera del matrimonio, cierta adicción a los estupefacientes, una mano larga patrimonial o incluso un poco de halitosis por dejadez dentífrica. Quien de ustedes no recuerde ahora un caso particular, que dé un paso al frente.
Un consejero del Poder Judicial –el vocal José Manuel Gómez Benítez- ha desvelado ante la opinión que su presidente –Carlos Dívar- empleó dinero público en viajes de placer y en cenas privadas con acompañantes que éste se niega a identificar aduciendo que esas actividades –los viajes y las cenas-, así como los compañeros de viajes y cenas, tenían carácter institucional. Y no sólo eso: la identidad de los acompañantes y el contenido específico de los viajes del señor Dívar gozan, según él, de las prerrogativas de reserva y confidencialidad que garantizan el sigilo de las misiones especiales y los servicios públicos delicados que prestan al bien común, con gran sacrificio de su comodidad particular, los grandes hombres de Estado. Del conjunto de este juego de insinuaciones y contrainsinuaciones recíprocas, que me interesan bien poco, sólo extraigo la conclusión evidente de que el piadoso Dívar ha pagado con dinero ajeno y público lo que los fiscalistas denominamos aplicaciones de rentas, o lo que es lo mismo en román paladino: simples consumos privados. Y que, con Dívar y Gómez Benítez en el Consejo, la Justicia española no ha mejorado un mísero adarme.
En su “Filosofía de la Historia”, Hegel afirma con ironía que el relato histórico puede ser contemplado bajo la perspectiva ridícula del ayuda de cámara. Según la traducción del alemán efectuada por Miguel Vedda, el texto de Hegel dice así: “El hombre debe comer y beber, está relacionado con amigos y conocidos, tiene emociones y exabruptos momentáneos. `No hay gran héroe para su ayuda de cámara´, reza un conocido refrán… pero no porque aquél no sea un héroe, sino porque éste es su ayuda de cámara. Éste le quita las botas al héroe, lo ayuda a acostarse, sabe que a él le gusta beber champagne, etc. Los personajes históricos, asistidos por tales ayudas de cámara psicológicos en la consideración histórica, no reciben buenos servicios; son nivelados por ellos, son colocados en el mismo nivel o, antes bien, un par de escalones por debajo de la moralidad de esos refinados conocedores del ser humano”.
Hegel hablaba de los héroes en abstracto, pero seguro que le venían a la cabeza los nombres de Napoleón y Federico el Grande. Ahora bien, si ponemos en la misma rueda de identificación a Dívar y a Gómez Benítez, uno al lado del otro, ¿quién sería el héroe y quién su ayuda de cámara? Difícil saberlo, ¿no?.
Magnífico artículo, señor Borstein. Un poco disparatada la consideración de héroe que otorga al señor Dívar para citar a Hegel después de decir que la Justicia como aparato no es muy eficiente que digamos, además de servir a la ley de los ricos. El ayudante de cámara le ha echado un par de cojones. Ya era hora.