Imagino que cuando Ambrose Bierce escribió su entrada del Diccionario del diablo acerca de los inmigrantes y los calificó de «persona desinformada que cree que un país es mejor que otro», no se refería a las estampidas migratorias que la hambruna o la muerte cierta empuja, sino que se trataba de una humorada vitriólica referida a las muy duras condiciones de vida que se encontraban los que dejaban atrás sus países y llegaban a la tierra prometida: nada o muy poco era como les habían asegurado. Un aviso de caminantes destinado más a disuadir a los buscadores de Jauja que a burlarse de ellos, por tanto.
Algo parecido escribió Robert Louis Stevenson en un memorable texto referido a la conquista del Oeste y la fiebre del oro, en el que habla de dos trenes que se cruzan en la pradera, el de los que van hacia el Oeste y el de los que de allí regresan. Los primeros van tan alegres, entusiasmados y festivos que no advierten que los segundos, los que vuelven al Este, baldados y con las manos vacías, les gritan y hacen señas de «¡Regresad, regresad!». Solo que enseguida las posibilidades del regreso comenzaron a hacerse imposibles, y ahora más que nunca.
Irse, quedarse, poner alambradas, levantar tapias, acoger, rechazar, explotar sin recato, aprovecharse de una mano de obra barata... mentir, mucho, encogerse de hombros. Pienso en los muertos que a diario aparecen en el sur de España o en Italia, o en el mar Mediterráneo convertido en una gigantesca fosa común; pienso en los que desaparecen por el camino o en la misma frontera, niños, jóvenes, gente de la que no se vuelve a saber nada; pienso en los miles de kilómetros recorridos en circunstancias penosas, en algunos casos durante años, y en cómo son explotados y abusados en el camino; pienso en el hacinamiento de refugiados que pretenden alcanzar un refugio protector dentro de las fronteras de la Unión Europea y no consiguen entrar en ella, sino ser apaleados a sus puertas o morir de frío; pienso en los que andan «ilegales» de un lado a otro, sin papeles, explotados y abusados por unos y otros; mientras los líderes del estrellado invento se refocilan en la afirmación de que éste en el que vivimos aferrados a nuestros euros, muchos o pocos, no importa, es el paraíso de las libertades y los derechos civiles.
Pienso también en los camiones solidarios que salen casi a diario hacia las islas y fronteras de Grecia, y los Balcanes; pienso en que muchos de los voluntarios que allí acuden a hacer lo que pueden o les dejan, son tomados por indeseables... y pienso en que es más que probable que nadie pague nunca por lo que está sucediendo: un crimen de lesa humanidad disfrazado de exigencias políticas oportunistas, de estadísticas demográficas y de burocracias criminales. Vuelve a funcionar la ley del más fuerte, la burocracia, la obediencia debida... y el miedo, y los abusos, el racismo, la xenofobia.
Pienso en todo esto y en que sin duda no hay que tomar la vitriólica definición de Bierce al pie de la letra. Lo de hoy no es ni siquiera un movimiento migratorio, sino una estampida. Casi nadie se llama a engaño de lo que se va encontrar allí donde logre meterse, porque en determinados casos, con las historias que los que huyen a la desesperada traen en sus petates, hasta un CIES podría resultar un agarradero, si no estuviera abocado a la deportación y a los abusos. No es tiempo de conquistas del Oeste ni de fiebres del oro, sino de conservar la vida y de tenerla de verdad digna. Tiempos de sálvese quien pueda en todos los sentidos de las geografías. Una cosa es el fuego, la sangre y la muerte cierta, en infiernos organizados por cuestiones geopolíticas o ignotas (que vienen a ser lo mismo) y otra bien distinta el olor a podre que sale de un pozo negro, como puede resultar el europeo para quien vive en la necesidad y sus miedos, un pozo negro de lujo al fin y al cabo, de más lujo para unos que para otros, quiero decir, cuyo tufo asfixiante a otros les resulta un alivio cierto.
MI enhorabuena a «Cuarto Poder» por incorporar a columnistas como Miguel