Posverdad: mentiras, afectividad, yo-digital y revolución zombi (de gaytasunos a #metoo) (II)

  • "Que Trump o medio PP no estén en la cárcel es el resultado más claro, pero no por eso más chocante, del nuevo régimen de la posverdad"
  • "La aparición de Cs en Rentería, o la participación rechazada el Día del Orgullo LGBTIA+ son los primeros anuncios de esta política posverdadera"
  • "Son los "zascas" virales donde mejor se ve la posverdad, ya que se representan en el mismo momento todos sus elementos"

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Joseba Gabilondo, profesor de Literatura y cultura peninsulares en Michigan State University, acaba de publicar Globalizaciones. La nueva Edad Media y el retorno de la diferencia, editado por Siglo XXI de España

Nota: este artículo se complementa con la Parte I publicada ayer. Mañana se publicará la Parte III

La segunda característica de la posverdad, a la cual volveremos, pero necesitamos para una definición introductoria, es precisamente su cualidad “chillona”. Desde los debates electorales a las tertulias televisivas interminables, predecibles pero seductoras, y cuyo rey posverdadero sería probablemente Eduardo Inda, la posverdad revela su carácter emocional (o en términos técnicos y académicos, su “afectividad”). Importa más la emoción que la verdad/mentira del mensaje. La derecha española ha aprendido mucho de la americana, y Rivera, con variaciones cañís y paletas, ha usado la técnica trumpiana de interrumpir, negar, insultar y amilanar al contrincante, ya que es la fuerza de la emoción la que se impone como “verdad verdadera”, independientemente del número de mentiras que se deban introducir para ello. Esa es la segunda característica de la posverdad a la cual ya nos hemos acostumbrado demasiado y que, como en todo lo populista, podemos desdeñar desde el alto podio de la razón y de la moral superior, pero en el fondo gozamos, o disfrutamos desdeñando.

En el caso de Trump, además, estas dos características iniciales de la posverdad se juntan —el uso de la mentira, muchas veces repetida, y el despliegue de la fuerza emotiva— a tal punto que son las mentiras de Trump las que rigen y mandan en el orden diario de los noticieros. Para que se vea lo importante y lo inusitado del régimen de la posverdad, hay que decir que cualquier mentira de Trump es más noticiosa que un acontecimiento verdadero no-trumpiano, y que, incluso cuando surge una noticia verdadera (tipo “escándalo por las condiciones inhumanas de los inmigrantes detenidos ilegalmente en la frontera con México, que incluyen la separación de hijos y padres”), es la reacción de Trump la que sobredetermina, la que se impone, sobre la noticia misma.

Hay excepciones, pero ésta es nuestra nueva norma posverdadera. Mariano Rajoy sería la versión negativa de lo mismo: serían sus silencios calculados tan “gallegos”, sus apariciones plasmáticas de pantalla, las que ocultarían emocionalmente la verdad de una realidad definida por la corrupción y que además se hacía todavía más interesante por sus famosas meteduras de pata, tipo “es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”. Que Trump o medio PP no estén en la cárcel es el resultado más claro, pero no por eso más chocante, del nuevo régimen de la posverdad. Nos hemos habituado a nuestra condición posverdadera.

La emoción de la postverdad también incluye esas tertulias tan violentas y juegotroneras de Telecinco y La Sexta (en versiones más melodramáticas tradicionales o más intelectualoides y progres en función del canal) donde lo que se hace es crear un escándalo que se discute y chilla de manera violenta y traumática. Es esta recentralización de la emoción la que toma el lugar de la verdad y se convierte en la nueva posverdad que no se puede contradecir, ya que uno termina entrando en el juego emocional del insulto, del chillar y de la simplificación acusatoria. Este método chillón y violento ya lo ha llevado Vox al parlamento cuando ha pataleado la llegada de las delegaciones catalanas ligadas al Procés y las vascas de EH Bildu: este barullo parlamentario augura su extensión a todos los niveles de la política.

La aparición de Ciudadanos en Rentería, “nido de separatistas etarras” si alguna vez hubo uno, pero también pueblo con el mayor gasto social de todo el Estado, o la participación rechazada de líderes de Ciudadanos en marchas y celebraciones del Día del Orgullo LGBTIA+ son los primeros anuncios de esta política posverdadera que se va a generalizar: incluso tras la provocación calculada y marrullera de Ciudadanos, es este partido el que monopoliza las noticias y aparece como víctima posverdadera. Nadie está a salvo del ataque derechoso de la posverdad y a todo el mundo le gusta comentar a manera de tertulia televisiva que qué mal, que qué se han creído estos de Ciudadanos mucho más que hablar directamente del Día del Orgullo mismo.

Pero esto de citar la emoción y el afecto sin apuntar más claramente a cómo y por qué funciona, sin condenarlo, es intelectualismo de izquierdas tradicional (nosotros tenemos la verdad y toda la verdad, y eso del sentimiento es manipulación populachera y derechosa). La conocida filósofa Judith Butler ya apuntó en sus primeras obras, aunque luego no lo haya desarrollado para la condición posverdadera, que esta forma de comunicarse a golpe de insulto e interrupción tiene un nombre técnico: performatividad. Es decir, lo que le da cariz de verdadero al grito chillón o acusación posverdaderos de Eduardo Inda o Inés Arrimadas, por poner un ejemplo, no es tanto que tenga un contenido concreto que se pueda repetir en diferentes medios y discutir. De hecho, Inda ha mentido e insultado de manera tan clara que lo han llevado a los tribunales y ha perdido; pero el efecto y el daño político ya está hecho; es imborrable por cualquier juez, y por tanto una multa bien vaux Paris.

Es decir, la posverdad no es una idea u opinión que se puede discutir y decidir de manera racional si es verdadera o mentirosa. Muy al contrario, el grito, la acusación o la interrupción adquieren su valor argumentativo en el mismo hecho, en el mismo momento en que se profieren en frente de una audiencia y un interlocutor especifico (o Butler diría “en el momento o hecho de performarlo”). Se puede discutir más tarde en casa o en el bar, pero el valor de la posverdad no está en lo que se ha dicho anteriormente, sino en cómo se ha dicho, quién a quién y cuál ha sido la reacción en el momento.

Aunque volveremos más tarde a este tema, digamos que la forma en que actúa la posverdad de manera más clara, más directa, y, Butler nos diría “de forma más performativa”, es el "zasca". Son los "zascas" virales donde mejor se ve la posverdad, ya que se representan en el mismo momento todos sus elementos: la mentira inicial, la contestación certera e incisiva que desmonta la mentira, y la reacción de los implicados. El "zasca" como mensaje racional, como idea razonada que se puede discutir, no tiene gran importancia y, es más, su verdad se mide por el efecto que consigue, no por lo bien razonado que esté el mensaje del "zasca" (un "zasca" no puede ser largo y explicativo). No se puede repetir un "zasca" sin el mensaje inicial al cual responde y sin saber quién ha dicho qué y quién le ha respondido more posveritate. El "zasca" está más cerca de un puñetazo argumentativo que de un mensaje con contenido.

Y en tiempos de "zascas", lo que no se subraya lo suficiente es que no es la emoción, en forma de interrupción, grito, o denuncia, la que define la posverdad, sino la capacidad de actuar, de representar esta estructura compleja de algo que se dice con visos de verdad pero que el "zasca" lo revoluciona en el mismo momento y de manera instantánea, de manera performativa, para revelar la mentira latente, la cual a su vez puede convertirse en punto de partida de otro contrazasca, etc. Es un proceso, una actuación, donde la memoria, el conocimiento, y la capacidad de síntesis y análisis llegan a su punto más álgido, más concentrado, y que convierten el "zasca" en un arte y una sabiduría representativa.

La posverdad "zasquera" es performativa precisamente porque divide el campo de lectores y oyentes de manera radical y por tanto abre el espacio para la política. La espectadora rara vez se queda indiferente a la "zasca". Nos posicionamos del lado del "zasqueado" o de la "zasqueadora", y participamos en el "zasqueo" y "contrazasqueo", en una práctica política intelectual sutil, compleja, refinada e instantánea. No hay verdad en la performance del "zasca", ya que al final hay dos bandos y uno afirma la verdad del "zasca" y el otro lo niega en una batalla política clara y efectiva donde su condición posverdadera se impone en su carácter emocional y afectivo. Volviendo a Rivera, recordemos además que éste inauguró el género del "autozasca" cuando le espetó a Pedro Sánchez en el debate presidencial: “¿Ya has terminado de mentir? Pues ahora me toca a mí”. Ahora me toca a mí mentir.

Pero la brillante política relámpago que representa el "zasca", en tanto que posverdad performada de manera instantánea, no va muy lejos y dura lo que el ciclo de las noticias diarias (ciclo viral también performativo en que cada que vez que se comparte o retuitea el video o tuit del "zasca" en cuestión se vuelve a representar el teatro de la "zasca"). Por lo cual todavía nos tenemos que preguntar por qué la posverdad es tan emocional y —ya hemos aprendido el término butleriano— tan performativa.

Hay dos razones, de las cuales exploraremos una en la siguiente sección: la digitalización del yo. La otra, la vamos a explicar a continuación y tiene que ver con la emoción más universal que nos define en estos tiempos neoliberales del post-2008. Me refiero al miedo. Y en este caso, me refiero al miedo como categoría y práctica política (Patrick Boucher y Corin Robin), de una política de las emociones, que hay que comprender como si estuviéramos hablando de técnicas de consumo o políticas de creación de empleo. En los últimos años ha habido una reflexión consciente y constante sobre las razones que nos llevan a consumir y a trabajar de manera compulsiva y obsesiva, más allá de cualquier cálculo de intereses liberales a lo Adam Smith. Desde varios frentes, se ha teorizado que en las sociedades capitalistas globales hay un mandato inconsciente a ser felices que hemos interiorizado sin darnos cuenta. Curiosamente, y con gran diferencia de la religión católica que mandaba sufrir en este valle de lágrimas que es el mundo terrenal, el capitalismo tardío o neoliberal ha cambiado el mandato católico y le ha dado la vuelta convirtiéndolo en lo opuesto: ¡sé feliz!

En un principio, parecería que lo que la Constitución norteamericana también recoge en su primer artículo como the pursuit of happiness sería un cambio bienvenido respecto al mandato católico cuasi-masoquista del sufrir y del llorar. Pero este nuevo mandato, precisamente porque no es una opción, sino una orden superegótica, se convierte en su contrario, en otra forma de opresión, en otra forma de sometimiento tan eficaz como el católico. No hay nada más infeliz que la necesidad impuesta de ser feliz constantemente. Solo la estupidez o la santidad total podría permitir un estadio constante de felicidad. Evidentemente, detrás de este mandato capitalista neoliberal en apariencia tan liberador, se esconde la orden de trabajar y consumir, ya que el mismo capitalismo se ha encargado de acotar nuestras actividades humanas de felicidad al espacio mercantil impuesto por el neoliberalismo.

Estudiosas como Lauren Berlant han denominado a este mandato, hegemónico en sociedades como la norteamericana, “optimismo cruel” y lo han conectado con la historia puritana americana, siguiendo de manera indirecta el proyecto de Max Weber de explicar la íntima conexión entre cultura protestante y capitalismo. Desde entonces, tanto el mandato de ser feliz, como los estudios que lo denuncian por ser una maniobra capitalista, se han multiplicado. Frente a cursos de Harvard sobre cómo ser felices, llenos hasta la bandera de estudiantes matriculados, o índices anuales de los países más felices (donde una Dinamarca sospechosamente feliz, pero muy racista y llena de consumidores de antidepresivos, siempre aparece en las primeras posiciones), la bibliografía académica sobre el mandato capitalista de ser feliz y las emociones que genera ha crecido exponencialmente. El libro de Sarah Ahmed, La promesa de felicidad (2010), también sería un clásico que ha aparecido este año en castellano. Es aquí donde las emociones, derivadas de la felicidad (serenidad, furor, arrogancia, etc.) o su falta (depresión, tristeza, vergüenza, etc.) entran en el debate como categorías políticas económicas similares a la plusvalía o la oferta mercantil.

Pero lo que los estudios afectivos de la felicidad, o del imperativo capitalista de ser felices, no han registrado todavía es el estadio posterior de emociones y afectividades capitalistas que han surgido tras el 2008. Lo primero que se nota es que, con la desaparición de la socialdemocracia y la clase media como horizontes utópicos de moderación y esperanza, el mismo mandato de ser felices ha desaparecido. ¿Cómo ser felices cuando trabajar más no representa una opción de mejora y progreso, de capacidad de consumo, de llegar a la felicidad de la clase media, sino por el contrario, se ha convertido en una actividad a la baja, que cada día te hace más pobre, más precario, y más susceptible a la explotación de horarios flexibles y de contratos temporales de horas o días y, por tanto, te precipitan al borde de un acantilado desde donde no puedes ver cómo vas a comer o si te van a desalojar de casa mañana? Curiosamente, la mayoría de los críticos del mandato de la felicidad no han historizado que dicha ideología se atiene a las socialdemocracias de los años 50, 60 y 70 (e incluso 80), donde la clase media y su pseudo utopía de progreso económico y mejoramiento social para futuras generaciones permitían adoptar el mandato de ser felices, de consumir y trabajar compulsivamente, ya que había un futuro capitalista y consumista que garantizaba la realización del mandato.

Desde 2008, ese futuro socialdemocrático de clase media es precisamente lo que ha desaparecido; una nueva clase social, o mejor, una no-clase social, se ha impuesto: el precariado. El precariado se define negativamente por una falta de horizonte, de mañana y de futuro, y que por tanto no se puede permitir el lujo de someterse al mandato de ser feliz. El mandato del neoliberalismo post-2008 es radicalmente diferente, en el sentido de que ni es necesario. Las emociones socialdemócratas y de clase media que, unidas a su mandato, generaban emociones como la felicidad, la envidia y la depresión, han sido sustituidos por un nuevo régimen neoliberal post-2008 que ya no necesita de mandato alguno y se define por una emoción central y universal: el miedo. La aprensión del qué va a pasar mañana, de cómo comer, conlleva no la depresión infeliz sino algo más sofisticado que se ha empezado a llamar el burnout, el quemarse (Pascal Chabot, Byung-Chul Han).

De tal forma que uno, después de que termina quemándose en el trabajo, en la familia, en la pareja, debido a la incertitud y al miedo paralizador frente a la precariedad futura y, por tanto, ya no es capaz de deprimirse o de revelarse con rabia (el indignarse del 15M), pero sigue trabajando y funcionando más allá de todo mandato y emoción. Es el miedo neoliberal el que ha conseguido que cuando el individual se extinga como sujeto motivado, con deseos, esperanzas, y mandatos (socialdemócratas, capitalistas, desarrollistas…), siga funcionando, cual zombi social. El neoliberalismo post-2008 ha creado zombis sociales quemados que, de todas formas, y gracias al miedo de la precariedad, continúan trabajando en una muerte social. El burnout, sin embargo, también genera, por defecto, lo que se podría llamar la rebelión zombi, que se contagia de manera pasiva pero masiva. Desde los indignados a las chaquetas amarillas, el modelo de protesta no revolucionario y sin dirección precisa que se está imponiendo es la del sujeto zombi, dominado por la emoción del miedo y la muerte social, que continúa trabajando y movilizándose en un estadio constante de burnout.

El discurso del zombi social, dominado por el miedo y modelado por el burnout, es también el de la posverdad, pero en una forma que las definiciones convencionales del término todavía no han asumido, y que, por eso mismo, requieren que lo desarrollemos. La posverdad también es el lenguaje y discurso de un precariado y de una clase media que se siente avocada a la precariedad, y que explotan de manera emocional y se manifiestan en las capitales, pero sin un mensaje o plan revolucionarios claros, en un discurso posverdadero que no tiene mensaje explícito, no tiene verdad explicitada con mensaje, y por eso adopta el estilo de la negación: “no nos presentan, no queremos otro impuesto”. La pregunta es entonces: ¿Qué queréis? Y el precariado y la clase media precarizada responde en registro de posverdad: “no queremos lo que hay”. Pero lo que la posverdad ahora nos ayuda a ver es que dicho mensaje negativo es efectivo en tanto que es performativo y emocional, pero que se limita al ahora y al aquí, y por tanto su único componente utópico es zombi: el contagio de otros grupos, otras masas, otras gentes.

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