Defensa de la universidad: una comunidad de amigos más esencial

  • "No, la escuela no es ‘una escuela de negocios’, y la universidad no es una ‘escuela de emprendedores’"
  • "La universidad no es una máquina que sirva para lograr un propósito determinado o para producir un resultado particular, sino una forma de actividad humana"
  • "La universidad pertenece a la sociedad, en la que está instalada, y lo difícil es que se mantenga leal a sí misma sin dejarse corromper volviéndose servil"

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Fernando Bárcena, Catedrático de Filosofía de la Educación, Universidad Complutense de Madrid

Dijo Friedrich Nietzsche que "lo que les falta ordinariamente a los hombres activos es la actividad superior, es decir, la actividad individual" (Humano demasiado humano, I, §283). Y también dijo que tales seres actúan como representantes de una categoría -como funcionarios, hombres de negocios o expertos- y no como seres únicos dotados de una individualidad muy definida: "La desgracia de los hombres activos es que su actividad resulta siempre un tanto irracional. No cabe preguntar al banquero, por ejemplo, el objetivo de su compulsiva actividad, porque está desprovista de razón. Los hombres activos ruedan como lo hace una piedra, según el absurdo de la mecánica".

Hoy, a tales seres activos y prácticos les entusiasma todo lo que suene a innovación, y quieren ser emprendedores, aspiran a convertir en empresa, y en negocio, cosas tales como la escuela o la universidad. Anhelan transformar las aulas en espacios donde se enseñen los recursos que permitan a los alumnos-chicas y chicos que ya no serán más estudiantes ni estudiosos-, a idear negocios: a eso lo llaman formación.

Es facilísimo hacer que un joven entre en un circuito de producción incesante, hasta el punto de hacer de él o de ella un producto de sí mismo perfectamente vendible tal es el propósito, en última instancia en un pretendido mercado donde las ideas se presentan como en un supermercado. Frecuentemente, tales personas ni se den cuenta de la trampa en la que han caído, o tal vez sí, pero el caso es que no pueden salir de la guarida que ellos mismos han contribuido a fabricarse (como en el relato de Kafka), y en el fondo les da lo mismo. Están más pendientes de confirmarse a sí mismos en lo que piensan que pensar de otro modo y quizá mejor y más profunda y modestamente. El pasado para ellos tiene siempre más cosas malas que buenas, y parecen incapaces de aprender alguna lección no simbólicamente violenta de él. Desestiman abiertamente la idea de que la persona formada posee rasgos que provienen de un determinado ideal histórico, como el griego estaba formado en su kalokagathia¸ el romano en su actitud hacia el decorum y el honestum. Tales ideales de formación tenían su propia manera de ser, según fuese la clase de donde las gentes provengan-sacerdotes, monjes, caballeros o burgueses-, según la esfera espiritual que era determinante-hombre de mundo, artista, poeta, investigador- o según la institución en la que la formación se adquirió: la escuela, la vida pública del ágora, la corte principesca, el salón o la universidad. Y es común a todos estos ideales de formación cierto sentido de la forma y el autodominio, la disciplina y esa ejercitación que hace de la formación una segunda naturaleza, hasta el punto de convertirla en algo natural. No, la escuela no es una "escuela de negocios", y la universidad no es una "escuela de emprendedores". Para esos hijos terribles de la nueva modernidad, que se regodean en su propia ignorancia y desprecio hacia el pasado-que tiene de todo, y que precisamente por ello nos permite elegir, si es que nos atrevemos a recordar para no quedar con el alma escuálida- nos le dirá nada que digamos que a la escuela y a la universidad se va a estudiar, y por tanto a conversar con los vivos y con los muertos a través de sus obras-leyendo con los ojos a los muertos-, y si afirmamos que el individuo es un lector solitario, un intérprete de signos, un cazador o un adivino, y que la lectura es una fiesta que nos cambia.

En compañía de los libros leemos, podemos ser capaces de alcanzar, de vez en cuando, cierta clase de verdades. Soy de los que piensan que siempre leemos por motivos personales, y por eso conviene afinar en ellos: algunos quieren conseguir poder, otros quizá odien al autor del libro, y habrá quienes lo hacen para disfrutar o relajarse. En todo caso, en su compañía, al menos yo, jamás me encuentro del todo solo y reconozco que existe una comunidad más amplia que la compuesta de nuestras contingencias y accidentes. Es la comunidad de quienes, en el transcurso de la historia, trataron de buscar la verdad y la belleza. Es una comunidad más esencial. Está formada por escritores y escritoras, poetas, ensayistas, novelistas, filósofos, artistas y músicos. Es la comunidad de los potenciales conocedores, de todos los seres humanos que anhelaron conocer, saber, rozar la belleza y pronunciar su nombre. Es una comunidad, ciertamente, de amigos, como Platón lo fue de Aristóteles, como Albert Camus de René Char, como Allan Bloom de Saul Bellow, como Esquines de Esfeto de su amado maestro Sócrates, como Montaigne de La Boétie. Una comunidad de conversadores que de forma amable y cortés discrepan entre sí y se aceptan. En esa comunidad encuentro una verdadera amistad estudiosa. En esa comunidad me reconozco.

Los libros que leemos —como los amigos que escogemos— constituyen nuestra mejor compañía para este mundo (así lo dijo en alguna ocasión Hannah Arendt), y nos ofrecen una dimensión de la experiencia del lenguaje y del tiempo que nos permite abrirnos a nuevos e impredecibles mundos, haciéndonos al mismo tiempo partícipes de una aventura intelectual, espiritual y ética de consecuencias también impredecibles. Es nuestra recompensa, como escribió Virginia Woolf. En el día del Juicio Final, quienes amaron la lectura, al llegar con su libro bajo el brazo, escucharán quizá algo parecido a lo siguiente: "Estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura". Retirarse del mundo en un lugar propicio para estudiar es un gesto de tenacidad, cuando todo lo que está allá afuera parece conspirar contra nosotros. Como Emerson anotó en su diario: "Necesitas aislamiento no mecánico, sino espiritual; no la soledad, sino la 'elevación' […] todo llega a llamar a la puerta del hombre de estudio en el momento crítico, y dar voces de alarma en los oídos, asustando a la musa, echando a perder el poema". Recluirse para ponerse a estudiar es un gesto de resistencia en una época en la que la escritura y el pensamiento están siendo sometidos a un proceso de estandarización que transforma dichas actividades en algo completamente superfluo e insoportable.

En un brillante ensayo del año 1950 (El concepto de universidad), el filósofo Michel Oakeshott sostuvo una idea de la universidad en la que me reconozco y que tiene que ver con el estudio, los estudiantes y la vida estudiosa. Decía allí que la universidad no es una máquina que sirva para lograr un propósito determinado o para producir un resultado particular, sino una forma de actividad humana. En ella un grupo de personas se reúnen para hacer algo que aman y de lo que no pueden desprenderse. En la Edad Media se llamaba Studium, y nosotros -señalaba- podemos llamarlo búsqueda del conocimiento, y constituye "un estilo de vida civilizado". Oakeshott comenta que estos académicos o escolares están a la altura, entre otros, de los poetas, y su búsqueda del conocimiento no tiene que ver con la adquisición de información. Es una conversación en la que cada estudio aparece como una voz cuyo tono no es tiránico ni retumbante, sino humilde y afable. Por eso, en ella lo distintivo es la capacidad de recibir, quienes a ella pertenecen y de ella participan, una educación mediante conversaciones entre profesores y estudiantes devenidos en estudiosos. Lo que una universidad así regala es tiempo y un intervalo. Pues en ella se tiene la oportunidad de dejar de lado lo que estorba y perjudica: las alianzas apresuradas que se empeñan en no reemplazarse por otras más sólidas e interesantes. Son estas cosas las que una universidad puede proporcionar y siempre aspiró a ofrecer desde sus orígenes, aunque a veces se desviase de su propio espíritu y aliento primero. Se puede aprovechar o no esa oportunidad que allí se nos dona, pero, en principio, no debería depender su logro de ningún privilegio preexistente ni de la necesidad de tener que ganarse la vida. Es más bien el privilegio de ser un estudiante, de aprovechar la skholē, el ocio, la modalidad de tiempo que nos hace libres en vez de esclavos. Precisamente por esto, al salir de la universidad uno debe hacerlo con alguna clase de marca: conocimiento, disciplina mental, incremento de la capacidad para pensar por sí mismo y no solo para sostener opiniones personales. A los años de universidad podemos llamarlos, sin duda, años de aprendizaje y estudio, y merecen, al recordarlos, una novela de formación.

Pero la universidad pertenece a la sociedad, en la que está instalada, y lo difícil es que se mantenga leal a sí misma sin dejarse corromper volviéndose servil. Esta imagen de la universidad me complace, la reconozco, y por eso me entristece sobremanera contemplar el escenario actual de las nuestras. Me entristece que profesores y maestros a los que aprecio y amo tuviesen que abandonarla no hace tanto porque en ella ya no podían cumplir -como en una ocasión dijo Miguel Morey- con lo que entendían era su deber: transmitir y enseñar.

Asiento a esa imagen de la universidad estudiosa y digo que sí, que la universidad habrá dejado de existir cuando, como hoy acontece, la enseñanza se haya transformado en mera instrucción y cuando quienes acuden a ella no lleguen en busca de su destino intelectual, sino con una vitalidad inerte y exhausta. Cuando lleguen, en fin, con el único propósito de obtener un título para ganarse la vida y desprecien las tonalidades y matices de la conversación que en ella se les propone, una que comenzó en los bosques primitivos en la que la voz del poeta, cortés y humilde, les indique un posible camino, una orientación, un destino, una forma de vida nueva que nunca antes habían adivinado como posible y realizable. Cuando al llegar allí se vuelvan incapaces de entender y apreciar las palabras del Dante: "Honorad al altísimo poeta: su espíritu partió, y aquí regresa" (Comedia, Canto IV-80).

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