Una taza de estrellas puesta boca abajo

  • Ana Iris Simón es periodista y autora de ‘Feria’ (Círculo de Tiza, 2020). Este capítulo sobre su visita a los Campamentos saharauis se quedó fuera del libro
  • "Decidí visitarlos porque tenía ganas de verlos tantos años después pero, sobre todo, lo hice para dejar tranquila a la Ana Iris niña, a la que protestaba porque su padre y la Ana Mari fueran a los Campamentos a ver a Fatma y a Lehbib y ella no"
  • "Lloré mucho al despedirme de Fatma y Fatma no entendía por qué lloraba tanto y se burlaba de mí por tener que consolarme teniendo edad de ser su madre"

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Ana Iris Simón, periodista y autora del libro Feria (Círculo de Tiza, 2020). Este capítulo es la continuación de Nuestros hermanos saharauis, ambos cedidos por la autora a cuartopoder.

Más de 20 años después del primer verano que Fatma pasó con nosotros, en diciembre de 2016 fui yo quien cogió un vuelo rumbo a Tinduf para verla a ella y a Lehbib y para conocer a su familia. Habíamos seguido en contacto, primero por carta y muy de vez en cuando por llamada telefónica y después por Facebook. Internet había llegado a los Campamentos y Lehbib se había hecho una cuenta y había buscado a la Ana Mari, a la que seguía llamando “mamá Mari”.

El segundo año que vino Lehbib fue el último que conviví con saharauis durante el verano. Después nació Javi y mis padres fueron siendo más mayores y teniendo menos energía pero, sobre todo, menos dinero. Había una hipoteca y las letras de un coche y las cuotas de una guardería y pañales que pagar. Mi padre solía decir que éramos más pobres que una rata y una tarde que nuestra vecina Barbarita, que tenía cuatro años menos que yo, estaba en casa, le oyó y le dijo que no se preocupara, que cuando fuera a la Iglesia y nos viera en la puerta nos iba a echar dinero. Decidí visitarlos porque tenía ganas de verlos tantos años después pero, sobre todo, lo hice para dejar tranquila a la Ana Iris niña, a la que protestaba porque su padre y la Ana Mari fueran a los Campamentos a ver a Fatma y a Lehbib y ella no.

“No es un sitio para que vaya una niña”, me decían, y yo les respondía que si no era un sitio para que fuera una niña por qué Fatma y Lehbib no se habían quedado con nosotros como había hecho Salic, el saharaui que había estado en casa de Dani y Vicen, que se había roto un brazo y no había vuelto a los Campamentos con esa excusa y, de hecho, se quedaría en España durante años, hasta que llegó a adolescente y empezó, según contaban, a menudear y a tener problemas y Dani y Vicen acabaron hartos de él y lo mandaron de vuelta a Tinduf.

Hasta allí volé en el mismo vuelo charter que, años atrás, cogió la Ana Mari, porque yo también me fui en el puente de diciembre. Mi hermano y mi padre me acompañaron al aeropuerto y me ayudaron a arrastrar mi mochila y las dos cajas con comida y ropa y material escolar y chucherías que llevé. Semanas antes había escrito a Lehbib por Facebook para preguntarle si querían que les llevara algo especial y me respondió que Fatma quería un móvil y una plancha del pelo, así que primero fui al Cash Converters y le compré un Sony de segunda mano y después fui a El Corte Inglés y le cogí una plancha del pelo.

Me gasté una de mis primeras dobles de diciembre en el vuelo, que como era charter era bastante caro, y buena parte de la ordinaria en comprarles un montón de cosas y en llevarles dinero. Mis padres y mis tías, la Ana Rosa y la Mari, también me dieron material escolar y dinero para llevarles. La madre de mi amigo Jaime, que es enfermera, sisó en el hospital material sanitario y me preparó un botiquín. Estaba muy nerviosa por volver a ver a Lehbib y a Fatma tantos años después, pero, sobre todo estaba muy nerviosa por cumplir con la niña que pasó tres veranos compartiendo juguetes y habitación con ellos, no entendiendo muy bien de dónde venían e imaginándolo solo por las fotos que traían la Ana Mari y su padre, porque Fatma y Lehbib apenas hablaban de la vida en los Campamentos, solo cuando decían que no podían comer “galufo” porque allí no se comía, algo que ella llevaba a rajatabla pero que él no. Se hacía el longui cuando había paté o magro con tomate y mi padre le decía que eso era “galufo” y él respondía que no.

Antes de meterme al control del aeropuerto mi padre me dijo que había estado buscando por todos lados un libro que no había podido encontrar y que lo había pedido por Amazon con ayuda de Javi pero que no había llegado a tiempo. Era Poemas de la prisión y la vida, de Marcos Ana. Le di un abrazo y le dije que no pasaba nada y me advirtió de que iba a una cárcel de arena y me pidió que no me pasara siete días llorando y me dijo “los niños, Ana Iris, ya verás los niños”. Entendí a qué se refería en cuanto pisé Bojador, la wilaya en la que vivían Fatma y Lehbib.

Fatma, sobrina de Fatma y Lehbib./ A.I.S.

En cuanto anocheció entendí también lo de la taza de estrellas, pero cuando vi por primera vez los Campamentos estaba amaneciendo. Había volado desde Madrid a Tinduf y ya en el avión me había entrado cagalera. No necesité pisar territorio argelino para tener que usar el Fortasec y, de hecho, una vez allí se me pasó. Al llegar al aeropuerto de Tinduf me enfrenté por primera vez y con toda la dignidad que pude -aún tenía diarrea- a una letrina.

En la terminal se podía fumar y uno de los militares con rifle que revisó mi maleta me pidió si podía quedarse con un mechero que llevaba y le dije que sí. Llegamos de madrugada y cargamos en camiones nuestros bultos. Después nos montamos en autobuses, repartidos según la wilaya a la que íbamos -hay cinco-. El mío era rojo y ponía “Región de Murcia” porque muchos de los camiones y autobuses que tienen son cedidos por gobiernos autonómicos y regionales españoles y a mi lado se sentó una chica saharaui que tenía mi edad, 25, y que iba con el melfa. Me explicó que, cuando vino a España de niña, su familia y su familia de acogida se pusieron de acuerdo para que se quedara allí. Que había conseguido la nacionalidad hacía un año y que nunca había dejado de visitar, cada Navidad, los Campamentos. Que, de hecho, cuando acabara el máster que estaba haciendo quería volver.

Fue ella quien me despertó cuando llegamos a Bojador, después de una hora y pico de autobús. Miré por la ventanilla y me acordé de la Ana Mari repitiendo todo el rato lo de la miseria cuando volvió de allí llena de henna y en chanclas porque las deportivas se las regaló a Fatma antes de embarcar. Entre piedras y casas de adobe vi a Lehbib al lado de un Citroen negro muy viejo y con mucho polvo. Iba con un amigo y en cuanto salí del autobús vino hacia mí y, antes de abrazarme, me quitó la mochila y se la dio. En el coche me pusieron a 2pac y a Eminem y me preguntaron si me gustaba. Era aún muy temprano así que al llegar a su haima era Fatma la única que estaba despierta. Me abrazó mucho y me dijo muchas veces “pequeña Ana Iris” y me preguntó por casi todos mi primos y mis tíos y por mis vecinos de entonces. Se acordaba de sus nombres y el estrabismo le había vuelto y parecía muy mayor pero seguía sin poder parar quieta y gritando mucho, como cuando la conocí. Seguramente si hubiera podido me habría cogido en brazos, como entonces. Tras la bienvenida, ella y Embarca, su hermana mayor, me pusieron unos cuantos cojines en una esquina, sobre las alfombras, y descansé un rato hasta que acabó de amanecer.

Entonces conocí al padre de Fatma y Lehbib, que era un veterano del Frente Polisario ciego y tenía una enfermedad que no me supieron explicar pero que hacía que no pudiera andar. Tenía una habitación de adobe para él solo, y cuando venía a la haima lo hacía arrastrándose por el pequeño patio de la familia, que tenía a la derecha la haima en la que dormían las mujeres y frente a ella cuatro pequeñas habitaciones hechas de barro: una para el patriarca, otra para los dos hermanos que no se habían emancipado, Lehbib y Ehmhamad, la cocina y un pequeño almacén. El baño, con una letrina, y una taza, estaba a la entrada. No había ni pila ni ducha porque no había agua corriente: se lavaban con una palangana y el agua llegaba desde Tinduf.

Ni él ni Salma, la madre de Fatma y Lehbib, hablaban español, aunque mucha gente de su edad aún lo recordaba, de cuando fueron provincia española. Los más jóvenes lo hablaban por el Vacaciones en Paz y por el colegio. Cada noche, Salma me pedía mi cámara de fotos y mi cartera y se las metía entre las mantas, para custodiarlas mientras dormíamos. Me abrazaba mucho y me tocaba mucho el pelo y me hablaba en hassanía y tenían que traducírmelo. Solía decirme que era “muy blanca y muy guapa”. En cuanto llegó del colegio en que trabajaba, mi primer día en los Campamentos, me colocó el melfa, que tardé menos de un día en quitarme porque se me caía todo el rato y me lo pisaba y lo arrastraba y me tropezaba con él.

Por las noches era ella la encargada de despertar a sus hijas, Fatma y Embarca, para que rezaran mirando a la Meca. La pequeña Fatma, su nieta, también se despertaba y rezaba, porque durmió con nosotras cada noche desde que llegué y hasta que me fui. Vivía en una haima cercana, pero aquella semana se trasladó a la de su abuela y sus tíos. Tenía siete años y hablaba cinco idiomas: español, inglés, francés, árabe y hassanía. Y cada vez que reparaba en que ninguno de ellos le serviría más que para hablarlo con los voluntarios de ONG que llegasen a su wilaya porque Fatma no tenía ni pasaporte ni nacionalidad ni la posibilidad de salir de ese Campamento de Refugiados me echaba a llorar. Me pasé siete días llorando cuando nadie me veía, haciendo oídos sordos de la recomendación de mi padre porque “los niños, Ana Iris, ya verás los niños”. Y vaya si lo vi.

Por las noches me salía a fumar con Fatma, que me decía que no lo hiciera, que me iba a morir porque era una mujer. Le respondía que si fuera hombre me moriría igual, que fumar era malo para todos. Una noche le conté que en Madrid no se veían estrellas y se rio mucho y me respondió que eso no podía ser y le dije que cuando viniera lo vería y me respondió “Insha’allah”. Una tarde Lehbib me llevó a visitar su colegio y al entrar a su clase todos los niños se levantaron y dijeron a coro “buenas tardes, maestra” y se empezaron a dar codazos y a reírse.

Otra nos fuimos a dar un paseo los tres y a ver a las cabras de la familia, que estaba famélicas, y al volver ambos se apartaron a una duna y se pusieron a rezar, y Lehbib me dijo que algún día reconoceríamos a Alá como el único Dios y a Mahoma como su profeta y estuve a punto de responderle lo que a Dolores en catequesis: que que ellos existieran, que no tuvieran ni patria ni DNI ni agua corriente, que no le importaran a nadie era motivo suficiente para negar la existencia de cualquier Dios. Pero lo único que hice fue sonreír. Se acordaba mucho de nuestra casa, me decía. De que era muy bonita. También de la Mari, la mujer del alguacil de Ontígola, y de la piscina municipal. Y de mi abuela María Solo y mi abuelo Gregorio, que le regalaban juguetes, y de mi tía Ana Rosa, a la que una vez le tocó las tetas. De eso no se acordaba, se lo recordé yo y creo que le dio vergüenza, pero como es tan negro no sé si se puso rojo o no.

En los Campamentos se comía arroz y se desayunaba pan con huevo frito y té -tres vasos: el primero amargo como la vida, el segundo dulce como el amor y el tercero suave como la muerte-, pero había Internet y había tele por cable y había teléfonos de última generación. Muchos de ellos con las pantallas destrozadas, pero de última generación. De hecho, cuando saqué el Sony de segunda mano que había comprado en el Cash Converters para dárselo a la Fatma mayor se rio y me sacó su móvil de debajo del melfa: un iPhone 5. Le dije que lo sentía pero que yo no tenía un móvil mejor que ese Sony siquiera y le enseñé mi BQ, que también tenía la pantalla rota, y se volvió a reír y me preguntó que por qué. Una noche que había partido del Madrid todos los amigos de Lehbib vinieron a nuestra haima y cuando entraron los saludé con dos besos a cada uno. Uno de ellos, muy alto y con una camisa verde, se apartó y me dio la mano y se puso a discutir con Lehbib. Yo me quedé con Fatma y Iacub, su hermano pequeño, pintando en una esquina.

En el descanso, tras el primer tiempo, el chico alto de la camisa verde se me acercó y me pidió perdón en perfecto castellano. Me dijo que no sabía quién era, que se lo habían dicho después y que las mujeres no debían darle dos besos a los hombres. Era Salic. Me preguntó por mis padres y yo le pregunté que cómo había sido volver a los Campamentos después de tanto tiempo en España y me respondió que muy bien. Que no podía haber sido de otra manera. Que ese era su sitio aunque pensaba a veces en volver para trabajar y mandarle dinero a su familia. Antes de despedirse volvió a pedirme perdón y volvió a recordarme que las mujeres no debían, en los Campamentos, darle dos besos a los hombres.

Iacub, el sobrino de Fatma y Lehbib, y su vecino Iunis./ A.I.S.

Un día me llevaron a una boda y otro a un bautizo y comimos cabrito y bailamos. Cuando Fatma la pequeña se iba al colegio yo me quedaba en la haima y ayudaba a sus tías a limpiar o paseaba con Lehbib o me iba con Salma a la Asamblea de Mujeres. Pero en cuanto Fatma y Iacub llegaban del colegio no me separaba de ellos hasta que llegaba la hora de dormir. No les dejaban comer de mi comida, que estaba cocinada con agua mineral, ni beber de mi botella de agua porque era de agua mineral. A mí me ponían yogures de postre y a ellos no, pero se los guardaba y se los daba después y les decía que no dijeran nada pero un día Iacub lo dijo. A veces venía Iunis, el vecino de al lado, que tenía dos años. Un día le di tres piruletas y me devolvió dos y se me cayeron las lágrimas. Una noche escribí esto en el cuaderno que me llevé:

“Ayer le di tres piruletas a Iunis y me devolvió dos. Jugando con Fatma comprendí que si el esperanto nunca ha cuajado es porque ya había un lenguaje universal: el de la inocencia. Se conjuga con sonrisas y sus signos de puntuación son los ojos abiertos por la sorpresa. Lehbib acaba de fabricar un camello y una pistola de cartón para Iacub y Iunis y ayer Fatma dibujó una flor y no estoy muy segura de si alguna vez ha visto una más allá de en las tazas en las que le dicen que no se sirva agua embotellada, que es para mí. Cuando le he enseñado las fotos de mi móvil me ha preguntado por una de ellas en la que aparecía un grafiti con la bandera Palestina y le he dicho que sí, que eso era Palestina y se ha sorprendido más aún que cuando ha visto una en la que se veía el mar. Me ha preguntado que cuándo he estado y que cómo es y he sabido entonces que Fatma es consciente de dónde está y de lo que es, porque sabe que los palestinos son lo mismo. Que quizá muchos de ellos tampoco han visto una flor.

El cielo en los Campamentos se apiada y se acicala cada día con sus mejores atardeceres para compensar la miseria del suelo. Parece que si echas a andar lo suficiente, si caminas durante un buen rato puedes coger una nube si es de día, una estrella si es de noche. Quizá es una promesa: el cielo a cambio de vivir sin tierra. Era verdad, papá, lo de la taza boca abajo”.

Al lado anoté unos versos de Mohamed Salem Abdelfatah de un libro que me dio la Ana Mari antes de irme. Dicen: “Caminamos descalzos para no espantar el silencio/ Y a lo lejos, en las laderas del espejismo, todavía miramos, como cada tarde, las puestas de Sol en el mar”. Debajo escribí otros de Marcos Ana, del libro que mi padre no me pudo llegar a dar: “Decidme cómo es un árbol/ contadme el canto de un río/ cuando se cubre de pájaros/habladme del mar,/ habladme del olor ancho del campo/de las estrellas, del aire/ recítame un horizonte/sin cerradura y sin llave”.

Lloré mucho al despedirme de Fatma y Fatma no entendía por qué lloraba tanto y se burlaba de mí por tener que consolarme teniendo edad de ser su madre. Teniendo, de hecho, la misma edad que su madre. Me secaba las lágrimas y me decía lo mismo que su abuela: que era muy guapa y muy blanca. Aterricé en Madrid pensando que nunca tenía que haber ido. Que tenía que haber invertido el dinero de la doble, en lugar de en un vuelo chárter, en lugar de en purificarme en la miseria de ese desierto, en una biblioteca para Fatma y Iacub, en ropa nueva para que no tuvieran que ir al colegio siempre con la misma, en mandarles el dinero para que la pudieran llevar a Tinduf al dentista porque un día se rompió una muela y a nadie le importó, ni siquiera a ella, que no lloró. Escupió un trozo, lo cogió del suelo, lo miró y lo volvió a tirar. Y siguió saltando de duna en duna, descalza para no espantar al silencio.

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