Todo sobre nuestros afectos…confinados

  • "Venimos a contaros nuestras películas de cuarentena. A hablar de los afectos más allá de lo parejístico y familiar, aunque el “contexto covid” nos haya dificultado mirar más allá de esto"
  • "La institución del amor en tiempos de covid resultó ser la misma que sin él. En el centro de nuestras vidas La Pareja y La Familia"
  • "Videollamadas, videovermuses, cumples cibernéticos, MasterChef simultáneo de cocina a cocina. Una necesidad imperiosa de soltar los cuerpos y ampararlos en lo lúdico"

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Han pasado dos años desde que Las Postpotorras comenzáramos nuestras andaduras con los artículos. Hace un año decidimos dejarlo a un lado para poder volcarnos en nuestra relación de amistad sobre la relación productiva. Quién nos iba a decir que un mes después de nuestra preciosa ruptura laboral nos veríamos acompañándonos desde la distancia en uno de los momentos más impotentes de nuestras vidas (disculpad la intensidad. No somos nosotras, es nuestra carta astral). Casi un año después del comienzo de los confinamientos llega San Valentín. Y con él nuestras ganas de unirnos y hablar de nuestros afectos, los postpotorros, pues en este tiempo la expresión más repetida en nuestro grupo de WhatsApp -lo sabemos, tenemos que irnos a Telegram- es “os quiero”. Venimos a contaros nuestras películas de cuarentena. A hablar de los afectos más allá de lo parejístico y familiar, aunque el “contexto covid” nos haya dificultado mirar más allá de esto.

Como postpotorras hemos tenido los afectos al borde de un ataque de nervios. Ya desde hace años parte de nuestra producción tenía que ver con la escritura. En un momento supuestamente ideal en cuanto al tiempo disponible (todo el día, todas las horas, sin “nada más que hacer”... que ver La Veneno), nos era imposible alcanzar un estado de calma y concentración requeridas. Cada día que pasaba pesaba, y con ello la sensación de malestar. Estos dilemas de productividad y posterior culpa han recaído sobre nuestros hombros con pesimismo por el desborde emocional. Nos pesa reconocernos con ese nivel de malestar a pesar de tener una serie de necesidades cubiertas (casa, compañía para atravesar el proceso, trabajo) e imaginar las dificultades de tantas otras vidas en ese, y este, preciso instante.

La ley del afecto se hacía cada vez más presente. Normas desde el Gobierno nos decían que teníamos que estar en casa. Una casa que solemos habitar con la pareja y aquella cosa llamada familia. Lazos de activismo y ocio con compañeres y amigues eran restringidos. Y con esas restricciones, nuestras rearticulaciones. Arrejuntamientos con las vecinas para la política y diversión. Veo veo de balcón en balcón y tiro porque me toca. La institución del amor en tiempos de covid resultó ser la misma que sin él. En el centro de nuestras vidas La Pareja y La Familia.

En medio del reordenamiento de nuestras vidas y del desbordamiento de nuestras emociones, sentimos nuestros afectos lejanos, y el taconeo del mamarracherío que nos rodea enmudeció durante un tiempo. Cada una de nosotras pasó la cuarentena en un hogar y ciudad diferentes, con la ansiedad como compañera de viaje en mayor o menor medida, así como distancias indeseadas que nos pillaron por sorpresa. Se notaban (y se notan) las ausencias, y todavía la piel reclama su deseo de tocar y ser tocada como antaño. Perrear, morrearse, bailar, retozarse en purpurina. Hacer nuestras las calles con grupos de amigues que desbordan en número (y forma) la norma. Los activismos del codo a codo, marchar con hordas de desviadas que reconfiguran los afectos y hacen política con su mera existencia. El dolor en las piernas tras muchas horas de pie en la mani. El ardor en la garganta al entretejer los gritos. El calor en el pecho ante los abrazos de quienes sostienen pancarta y lucha.

Los afectos que habitamos fueron el trending topic (o “palabras clave”, como le gusta decir a la Academia) de los siguientes meses. Aquí estuvimos acariciando la peligrosa frontera del control/descontrol, amantes nosotras de cuestionar dualismos y luego cayendo tan fácilmente en ellos. Una parte de las postpotorras convivía ya a diario con la sensación de que algo malo iba a pasar en cualquier momento. Por eso y contra todo pronóstico, la época confinada no nos regaló más malestares y ansiedad (no más de los que ya teníamos). Sentir que la cotidianeidad de nuestro miedo diario llevaba un nombre y era compartido representaba, de algún modo, un cierto alivio; si “cuidar era quedarse en casa”, determinadas decisiones que se nos atragantaban también acompañaban ese inmovilismo. Sin embargo, para la otra parte postpotorra implicó una regresión quinceañera al terreno del existencialismo y pesimismo más atroz, pero sin el chat de Terra a mano para desahogarse.

Por otro lado, la ambivalencia se instaló en las convivencias que manteníamos. En algunos casos, aunque estuviésemos arropadas por la familia, había que enfrentar heridas todavía en proceso de sanación. Sostenerse en pareja o con amigues bajo el mismo techo también implicaba ver limitada la intimidad que dedicar a otros vínculos. Que el concepto “hogar” se volviera dolorosamente singular, que esos otros hogares/lugares a los que acudir que también significaban refugio no estuviesen disponibles (como el mítico bar donde te conocen mejor que en tu casa).

¡Aféctame!, ¡afectémonos! ¿Cómo mantener contacto sin tacto a pesar de vivir a dos calles? Todo un reto. Videollamadas, videovermuses, cumples cibernéticos, MasterChef simultáneo de cocina a cocina. Una necesidad imperiosa de soltar los cuerpos y ampararlos en lo lúdico. Karaokes con pelucas, una Santa Isidra Queer de chulapas en pantallas, múltiples juegos online; la necesidad de volver a la infancia que les peques no podían disfrutar. Invenciones varias para sostenerse, para cuidarse, para reírse y para llorar, para que “estoy mal” no tuviese que entenderse como un estado transitorio, sino como algo instalado que transitar en compañía. Asomarse a la pantalla a cualquier hora y abrir la puerta al día a día de tus amigues era lo más parecido a vivir juntes.

Y en medio de esta maraña de afectos mediados por las tecnologías más allá de lo que podíamos imaginar, la voz humana como anclaje para desvelar lo que no siempre se podía comunicar desde lo discursivo. Un audio apresurado al salir a tirar la basura como desahogo. Una videollamada donde la sonrisa forzada se ve traicionada por una voz entrecortada. Un mapa relacional de sonoridades -y sororidades- en cuarentena, que también permitía adivinar, cual genias de la lámpara, lo que sucedía más allá de nuestros muros cuando el ojo avizor de vecinas cotillas que somos no alcanzaba. Fuimos un poco Tilda Swinton en una versión más castiza y mucho menos glamurosa (pero ya le gustaría a ella igual de mamarracha). Recorriendo las dimensiones reducidas del escenario de nuestras casas, con cuerno de unicornio y tutú, sostenidas a través de esas voces que nos acompañan desde tantos otros lugares, que lo dicen todo sobre nuestros afectos (confinados o sin confinar). Así, desde la excusa de Sin Valentín, hemos querido generar una oda a la amistad a partir de nuestros afectos durante la pandemia, aquellos afectados por los malestares y ansiedades, resistencias, deseos, presencias y ausencias.

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