La sombra del poder

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Francisco Serra Giménez

Toda la historia del constitucionalismo está caracterizada por el intento de someter a control el poder. Pensamos que limitando su ejercicio y estableciendo un procedimiento riguroso para la toma de decisiones conseguiremos domesticarlo. Pero siempre hay algo en su propia naturaleza que lleva a que escape a cualquier forma de regulación. Redactamos Constituciones en las que aparentemente se garantizan los derechos y se declara la separación de poderes, pero en la práctica el poder real apenas aparece esbozado en esos textos.

La Constitución española dedica escasos artículos a regular la acción del Gobierno, que es quien realmente ejerce el poder, mientras detalla la actuación de un Parlamento, a quien queda reservada en la actualidad prácticamente solo la función de servir de foro de debate. Son contadas las ocasiones en que realmente puede cumplir un papel más relevante. Los grupos parlamentarios son los que determinan el funcionamiento de las Cámaras y la Constitución los ignora por completo. Al presidente del Gobierno se le concede cierta relevancia, pero en realidad ocupa un puesto aún más significativo. En la Constitución, a efectos de determinar dónde se encuentra el poder, es más importante lo que se calla que lo que se dice. Esto no es algo nuevo. Siempre ha existido la conciencia de que hay algo inaprensible en el poder, que es imposible de revelar y de ahí los “arcanos del poder”, que labora en secreto para alcanzar sus objetivos.

Por casualidad, he tenido contactos frecuentes hace años con personas que han ocupado y ocupan puestos destacados en la Administración del Estado. Empecé mi carrera docente siendo profesor ayudante de un exministro de Franco y que en la democracia fue Defensor del Pueblo, en un departamento en el que también era profesor un presidente del Congreso de los Diputados que luego y hasta hace muy poco ha sido rector de una Universidad madrileña. Compartía en la Facultad de Derecho en mis últimos años despacho con el abogado personal del Rey, sin saber que lo era, pues siempre fue extraordinariamente discreto. La noticia de que Tejero había entrado en el Congreso de los Diputados me la dio, al bajar al decanato, el que luego sería, años después, Ministro de Defensa. Muchas veces coincidí, por amigos comunes, con la presidenta del Tribunal Constitucional. De ahí pasé a otro departamento, en el que se iba a jubilar en breve otro presidente del Tribunal Constitucional y donde también estaba el actual presidente del Consejo de Estado. Compartí mesa redonda, como “joven filósofo”, con el actual Ministro de Educación, cuando aún era un oscuro profesor de Metafísica. Haber estado tan próximo a personas que han ocupado cargos tan destacados y que tienen o han llegado a tener poder, no me ha ayudado apenas a comprender su naturaleza.

Sin embargo, si alguna vez he podido llegar a ver de cerca lo que representa realmente el poder es conversando con el jefe del gabinete del presidente del Gobierno. Es un puesto de confianza que no cuenta con funciones claramente determinadas y sin embargo no es difícil advertir muchos nombramientos en altas instituciones del Estado en los que ha podido desempeñar un papel decisivo. Ya en la época de Felipe González ocupó un cargo destacado, siempre lejos de la luz pública, en contacto con esa cara oculta del poder. Cuando Roldán desapareció misteriosamente, en casa de un amigo común, al preguntarle por el paradero del exdirector de la guardia civil, me comentó que pensaban que debía estar muy cerca, porque hacía poco que había tenido un hijo. No estoy seguro de que la aparición del fugado en Laos desmintiera la información que él me proporcionó.

La mayoría de las veces en que me lo encontré en aquellos años fue los sábados a última hora de la tarde en la librería Crisol de la calle Juan Bravo, que hace poco ha cerrado definitivamente sus puertas. Sentado en la escalera, al lado de los volúmenes de la Biblioteca clásica de Gredos, pasaba las páginas de algún autor griego o latino. Le mostré mi sorpresa por esa afición y con una enigmática sonrisa me contestó que le gustaba enfrascarse en esa lectura. En aquel momento apenas le di importancia a ese comentario, pero años después, cuando tantas veces se le ha tildado de maquiavélico, he recordado cómo el secretario florentino en la más famosa de sus cartas narraba cómo, ya forzosamente retirado del contacto con el poder, dedicaba el día a hablar con la gente común y se entretenía con la lectura de autores menores, pero, al llegar la noche, se vestía con sus mejores ropajes para leer a los antiguos y dialogaba con ellos. José Enrique, tal vez ya entonces había buscando ahí esas enseñanzas que ahora deben servirle en el lugar que ocupa, tan próximo al presidente del Gobierno. Al caer el día, abandonaba el traje y la corbata, y cómodamente enfundado en su deportiva se sumergía en un mundo ya perdido, pero en el que podían descubrirse las mismas pasiones que hoy nos dominan. El más conocido retrato de Maquiavelo lo muestra esbozando una enigmática sonrisa y esa es la imagen que ahora recuerdo de José Enrique: cuando éramos “penenes”, en una de las reuniones que celebramos (y en las que participaban también algunos profesores adjuntos), al aprobarse la Ley de Reforma Universitaria, en la sala de juntas de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, una profesora de Derecho Civil que luego sería ministra en la época de Aznar acudió vestida con un abrigo de pieles. El le dijo: “Déjamelo un momento” y así, envuelto en ese manto, sólo por unos instantes, sonrió y quizás tuvo la premonición de un futuro, en el que estaría tan cerca de la púrpura y adquiriría conocimiento de esos arcanos de los que los simples mortales nunca tendremos noticias, porque el verdadero poder actúa en secreto.

El verdadero poder se resiste a mostrarse, pero incluso un sol de invierno puede proporcionar algo de claridad sobre él. En el último libro de Julian Barnes, que constituye una inquietante meditación sobre la muerte, se lee: “El consejo de los viejos es como el sol invernal: derrama luz pero no nos calienta”. Sólo con eso sería suficiente para que se cumpliera  nuestro objetivo: que se haga algo de luz.

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