Una meditación sobre el poder en España

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional, después de navegar al azar por la Red para conocer las noticias del día, se acomodó en su sillón favorito y abrió uno de los libros que más le habían enseñado en su vida. Aunque aparentemente trataba sobre las leyes, en realidad en sus páginas se trazaba toda una teoría del poder (con ocasión de analizar el funcionamiento de la Constitución de Inglaterra), que podía trasladarse a cualquier nación civilizada. Lo que era dudoso es que hoy esa doctrina fuese certera para describir la realidad. Hasta el Reino Unido parecía asemejarse cada vez más al continente y una frágil coalición entre conservadores y liberales se aprestaba a llevar a cabo en la isla la mayor reforma política de los últimos tiempos.

Imaginó que, imitando al sabio ilustrado, se servía del estudio de una Constitución, en este caso la española, para elaborar una teoría del poder. Tradicionalmente, el legislativo era considerado el poder supremo, pero hoy parecía difícil concederle esa categoría. El Congreso de los Diputados acababa de convalidar un decreto-ley que aprobaba medidas de ajuste y un solo voto había permitido que continuara una agonizante legislatura. En España, la otra Cámara, nada aristocrática, estaba enfangada en debates peregrinos sobre el uso de las lenguas autonómicas y la necesidad de establecer un servicio de traductores para que pudieran expresarse sin mediaciones los representantes de cada territorio. Tal vez fuera mejor idea, pensó, que se tradujeran al “román paladino” las alocuciones de algunos parlamentarios de verbo frondoso pero escasa claridad de expresión.

No parecía encontrarse en mucha mejor situación el poder ejecutivo. El Presidente del Gobierno había negado durante mucho tiempo la existencia de una crisis que finalmente no había tenido más remedio que reconocer. Cuando parecía que se iniciaba una lenta recuperación, causalmente una llamada lejana le había forzado a adoptar medidas impopulares que contradecían todo su programa anterior. El futuro parecía sombrío y la capacidad del gabinete para actuar de forma autónoma respecto a los mercados parecía ser nula.

Los jueces estaban enzarzados en querellas internas y su órgano de gobierno respondía más a intereses partidarios que a principios no ya de equidad, sino siquiera del mínimo respeto a la ley. Lejos de limitarse a ser como quería el teórico francés “la boca que expresa las palabras de la ley”, se servían de la “letra” de ésta para enterrar su “espíritu”. Habían decidido despertar de su ancestral letargo para apartar con inusitada rapidez a un célebre juez de la Audiencia Nacional. Su decisión no sólo parecía jurídicamente poco correcta, sino también éticamente indefendible y estéticamente deplorable.

Desde comienzos del siglo XIX era usual añadir a los poderes clásicos, la referencia a un poder “neutral”, un poder “moderador” que vigilaba el buen funcionamiento de la Constitución y que en las monarquías “parlamentarias” se encarnaba en la figura del soberano. Incluso el rey, que había incrementado su popularidad a raíz del desmantelamiento del golpe de Estado poco después de la aprobación del texto constitucional, estaba convaleciente de una operación cuyo resultado se decía que había sido tan “satisfactorio” que hacía temer lo peor.

En la actualidad, algunos autores hablan de una multiplicidad de poderes, difícilmente reconducibles a las categorías tradicionales: así, aparecerían en las Constituciones desde la época de entreguerras referencias a la “Constitución económica” y aunque la mayoría de ellas son fórmulas puramente retóricas, nadie puede negar la existencia de ese “poder económico”, que hoy más que nunca intenta sustraerse a lo establecido en las normas jurídicas. La definición del modelo recogido en la Constitución como “economía social de mercado” hoy resulta anacrónica, cuando los ”mercados” no están sometidos a las reglas, sino que son ellos los que las imponen y no demuestran ningún tipo de preocupación “social”.

Las Constituciones también establecen un modelo territorial y se habla de un “poder autonómico”, que hoy parece haber perdido el encanto con que emergió en la Transición. Un presidente, siempre muy trajeado, resiste impasible las acusaciones de corrupción, al tiempo que otro circula a toda velocidad por unas carreteras que no hay forma de que se vuelvan seguras. Otra es “pobre de pedir” y el catalán, como siempre, tiene que venir a Madrid  a “pedir” el “pobre”.

Para garantizar un mejor funcionamiento de la Constitución, se crearon los Tribunales Constitucionales, que encarnaban el “poder de defensa de la Constitución”. Es difícil en España sostener que ahí reside ninguna forma de poder, ya que lo que ha caracterizado a ese órgano en los últimos tiempos es la “impotencia” más absoluta, la incapacidad completa para dictaminar el acomodo del Estatuto catalán al texto constitucional, cuando ya lleva años vigente y está desarrollado en sus líneas básicas, sin que haya pasado absolutamente nada.

Para proteger las Constituciones de las pretensiones de cada partido que llega al poder de alterarlas en su propio beneficio, se han establecido procedimientos que establecen límites al “poder de reforma”, que en nuestro país han tenido tal éxito que apenas se han añadido dos palabras en casi treinta y dos años de vigencia efectiva. Los intentos por adecuarla a la realidad han tropezado con la resistencia de los partidos políticos mayoritarios, que han sido reacios a modificar el “poder electoral” (para permitir una mayor representación de los pequeños partidos), un Senado cuya utilidad en su forma actual es más que dudosa, incluso el orden sucesorio en la Corona, que queda a merced de la prudencia o la “continencia” de los Príncipes.

El profesor de Derecho Constitucional cerró el libro de Montesquieu y, tras apagar la luz, salió de la habitación mientras meditaba, parafraseando la afirmación de un antiguo Presidente que nunca fue demasiado de su agrado y al que los tiempos actuales parecían hacer bueno, “todos los poderes son… la misma cosa".

2 Comments
  1. krollian says

    Lo que es increíble es como el Sistema ha fagocitado la iniciativa ciudadana. Ciudadanos con actitud de borrego y la cabeza agachadita es la mejor consecuencia que pueden desear los poderosos…

  2. Jose says

    Que la democracia no es un buen sistema de gobierno ya lo insinuó Churchil cuano dijo que era «el menos malo». Desde entonces estas organizaciones de estrucutra sectaria, mal llamados Partidos, han cionvertido aquella democracia burguesa, en una partidocracia; y ésta sí podemos afirmar que es un pésimo sistema de gobierno.

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