El representante y el partido

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Julián Sauquillo

Nuestro sistema político bascula entre la democracia de partidos y la democracia parlamentaria con bastante peso institucional de esta última. Las concepciones constitucionales sobre la relación elector-representante, de una parte, y partido-grupo electoral, de otra, dejan amplia libertad al representante empírico, de carne y hueso (Antonio Gutiérrez o Celia Villalobos, por ejemplo, al desmarcarse de sus respectivos partidos, PSOE y PP). ¿Acaso tiene el partido una férrea disciplina sobre sus miembros en los escaños a los que, directa o indirectamente, ha elevado? Aunque los grupos parlamentarios prevén en sus estatutos ciertas multas para los miembros díscolos, el diseño constitucional en todas las democracias modernas deja gran libertad al representante por encima de sus electores y de sus partidos a la hora de decidir su posición en las cuestiones parlamentarias. El principio puede ser formulado así: el representante es tal en un órgano del Estado, por encima de sus obligaciones respecto del partido al que pertenece o a los votantes concretos que le eligieron. Se trata de un principio constitucionalmente respaldado sobre el que se ciernen muchas puntualizaciones de índole fáctico.

El asunto tiene un origen histórico brillante. Antes de la revolución francesa, los representantes de los tres estados o estamentos acudían a pactar con el rey los impuestos  en los Estados Generales. Iban con un mandato imperativo de sus representados, nobles y corporaciones principalmente. Con la revolución, el primer paso dado, prácticamente,  por los representantes es liberarse del mandato imperativo. La Asamblea es una reunión actual y contingente que no puede retrotraerse hacia sus representados para que los representantes decidan de común acuerdo con los representados. La Asamblea se proyecta hacia el futuro sin las ataduras del pasado. Está medida encierra intereses de las élites en el poder, sin duda. Pero no puede ser de otra forma por la propia complejidad de las decisiones cuando se actúa conjuntamente con un grupo complejo de representantes. Atender a la agenda política requiere decisión y las dudas se pagan en política. El representante es tal del interés de la Nación desde el parlamento o Asamblea General. Pueden encontrarse declaraciones semejantes en Inglaterra y Francia. Edmund Burke, miembro durante treinta años de la Cámara de los Comunes, advertía a sus electores que, una vez que ya le habían elegido, ya no era representante de Bristol sino del conjunto de la nación británica. La representación política no es como la representación jurídica: no hay mandato del representado dirigido al representante para que se atenga a unos límites prefijados. Esta vinculación existe en un contrato de servicio entre un cliente y su abogado pero no entre los electores y los elegidos. El contrato entre representantes y electores sólo es lato o ficticio. Lo más que pueden hacer los electores si le decepcionan sus representantes es no volver a elegirles a la próxima. La forma que tienen los partidos de controlar a los miembros de su grupo no son las multas –muy escasas en cuantía- sino la futura expulsión del rebelde cuando vuelvan a elaborarse las listas. El control partidista del representante es fáctico y no jurídico. El castigo del electorado al partido que incumple las expectativas que le elevaron al gobierno se puede dar en las próximas elecciones, pues el voto es un instrumento de defensa del electorado.

Así, ningún representante de las Cortes Generales está vinculado a mandato imperativo (art. 67.2 C.78). Y, analógicamente, tampoco lo están los representantes de las asambleas municipales y autonómicas. La apelación constitucional al voto personal e indelegable (art. 79.3), o la mención de los representantes -no de los partidos- que componen el Congreso y el Senado (arts. 68.1, 69) remarca la composición de estos órganos del Estado por sus miembros personales. El propio derecho al ejercicio del cargo público (art. 23.2) subraya el ejercicio personal del cargo que asegura la participación indirecta de los electores mediante el elegido (art. 23.1). La conclusión podría ser que el representante posee más libertad en sus decisiones que el votante –atado a sus ofertas cerradas- y el partido –mediatizado por los pactos que aseguren la gobernabilidad-. Pero sería una conclusión precipitada.

Es cierto que la democracia contemporánea superó la representación de intereses. Pero Norberto Bobbio señala acertadamente que la función de bisagra guardada por los partidos entre los electores y el número de escaños obtenibles en las elecciones hace que vuelva, de facto, la representación de intereses. Los partidos están obsesionados por la opinión favorable o contraria de sus electores cara a las siguientes elecciones. Si no hay triunfo electoral no cabe repartir escaños entre los candidatos de las listas cerradas. Este proceso de regreso de la representación de intereses sobre la trasformación revolucionaria es fáctico pues la concepción revolucionaria liberaba a los representantes de una obligación jurídica. Si cabe, permanecía una vinculación moral. Así, nuestro modelo oscila entre los dos primeros modelos de democracia señalados por Bernard Manin: ¿Democracia de partidos o democracia parlamentaria en nuestros días? Democracia de partidos, sí pero con fuerte permanencia de aquella democracia parlamentaria de nuestro pasado revolucionario burgués. El representante obra a favor de unos intereses generales en un órgano representativo del Estado, por más que sean los partidos políticos la columna vertebral de nuestra vida política. Así sea.

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