La «corrosión del carácter» y el declive del Estado social

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional, en su lugar de veraneo, asistió a una reunión familiar. Hacía tres años, cuando nació su hija, se habían juntado en una situación similar. Las circunstancias ahora eran muy distintas. Su tía, después de meses de tensiones, había terminado separándose. Su marido, dos años antes, había perdido su trabajo en la empresa en la que llevaba más de treinta años empleado y al mismo tiempo había abandonado el hogar familiar. Después de una larga temporada en el paro había aceptado un puesto que había rechazado algún tiempo atrás en otra empresa por un salario considerablemente inferior al que entonces le ofrecieron. Había sido imposible restaurar la convivencia y después de una agitada temporada sentimental había iniciado una nueva relación. Para designar esas alteraciones en la personalidad a que conduce la precariedad de la vida laboral, los sociólogos se refieren a la corrosión del carácter, el establecimiento de vínculos frágiles y provisionales en sustitución de los lazos permanentes que existieron en tiempos pasados.

Ella misma a comienzos de año había perdido también su trabajo y poco antes de las vacaciones había encontrado, a sus cincuenta años, relativo acomodo por un tiempo en un curso del Inem. Necesitaba como fuera cotizar a la Seguridad Social, para poder tener una pensión digna cuando llegara a la edad de la jubilación, porque ella y su marido en épocas más felices habían decidido que renunciara a su colocación para dedicarse al cuidado de su hija, que ahora ya llevaba un par de años trabajando de dependienta en una juguetería.

Su cuñada y su marido no habían podido quedarse en esta ocasión, pues él tenía que regresar a Madrid para entregar los papeles del paro, porque le habían notificado el despido justo antes de las vacaciones. Nada más regresar a la capital habían confirmado que ella estaba embarazada de su tercer hijo y ni siquiera las azarosas circunstancias les habían empañado la alegría del feliz acontecimiento.

El hermano de su mujer estaba preocupado, porque sin haberse aún aprobado definitivamente la reforma laboral ya se había extendido por el periódico en el que escribía el rumor de que se preparaba un nuevo ERE en el que otros cuarenta trabajadores iban a perder su puesto. Apenas hacía cinco años que se había incorporado, venía de fuera, no tenía cargas familiares, todo le hacía pensar que se contaría entre aquellos que irían a la calle.

El profesor no podía dejar de pensar en la merma de las condiciones de vida que se habían producido en los últimos años. También él y su mujer habían visto reducidos sus sueldos y sólo la moderación del Euríbor les había producido cierto alivio. Hasta no hace mucho los que vivían de su salario tenían la convicción de que sus hijos tendrían una vida mejor, dispondrían de mayores oportunidades. En el mundo de hoy era difícil pensar que se avecinara una época de esplendor. Cada recorte de los “derechos sociales” suponía una pérdida difícilmente recuperable.

Cuando se redactó la Constitución parecía casi obligado adoptar la fórmula del “Estado social y democrático de Derecho”, claramente inspirada en la Ley Fundamental de Bonn, pero apenas se remarcó que los orígenes del “Estado social de Derecho” se encontraban en la Alemania de entreguerras, en la Constitución de Weimar, en la que por primera vez en un país desarrollado se había establecido en un texto constitucional la regulación de la vida económica y la existencia de “derechos de los trabajadores”, no como concesiones por parte del Estado, sino como auténticos “derechos” conseguidos a resultas de la presión ejercida por la clase obrera. A menudo se olvida que el primero que comenzó a utilizar la expresión “Estado social de Derecho” fue un autor, H. Heller, vinculado a la socialdemocracia, que la entendió como un compromiso entre los intereses del capital y las exigencias de los trabajadores, que a cambio de su renuncia a la vía revolucionaria obtendrían ciertos “derechos” de protección frente a las cambiantes condiciones de la vida económica. Sometido a persecución por el nacionalsocialismo, Heller encontraría refugio en el Madrid de la II República, con graves problemas de salud, para acabar muriendo un día durante la clase en la antigua Universidad Central en la calle de San Bernardo.

A raíz de la crisis económica del 29, empezaron a incorporarse políticas de protección social y de intervención del Estado en la economía que convirtieron al llamado Estado de Bienestar keynesiano en el modelo generalizado en los países occidentales, que acompañaba a los ciudadanos “desde la cuna a la tumba”. De un niño que naciera en aquellos años podría adivinarse en qué condiciones se desarrollaría su existencia, teniendo garantizado un “mínimo vital”. Hasta ahora se había producido una paulatina extensión de las prestaciones sociales e incluso algunas limitaciones que se habían establecido podían entenderse como formas de depurar el sistema para obtener en conjunto un mejor resultado global.

Ya nadie podía pensar ahora que el recorte de los derechos sociales que se venía sucediendo en los últimos meses fuera provisional y algún malintencionado podría incluso conjeturar que no era casual que uno de los ministros mejor valorados de la anterior legislatura hubiera sido apartado del gobierno, después de las últimas elecciones, para encomendarle el cuidado de la caldera donde se cocían las nuevas propuestas en una fundación bien alejada de la toma de decisiones concretas. El profesor, mientras veía corretear a su hija, pensaba en el poco tiempo que había transcurrido desde que, por apenas un par de meses, no pudiera recibir la ayuda que se concedió para el cuidado de los recién nacidos. El hijo que esperaba su cuñada, por unos meses, tampoco la recibiría y tal vez entonces su padre aún no hubiera encontrado un nuevo empleo y, mientras el bebé dormía en su cochecito, empezaría a ver cómo su “carácter” se iba alterando, al principio casi imperceptiblemente, pero pronto dispuesto a aceptar cualquier oferta laboral, porque el Estado social ya parecía haber iniciado su declive y nada hacía presagiar que aguardara un futuro mejor.


2 Comments
  1. Julián Sauquillo says

    Me parece una muy sugerente historia de vida en torno a una familia que, como tantas otras, pasa a la absoluta inestabilidad social por el declive de los derechos sociales. Serra nos hace un análisis micro y otro macro, más teórico, de los orígenes y desaparición del Estado keynesiano. Es muy oportuno y clarificante.

  2. Tadeo Norias says

    El artículo, que está muy bien, toma el nombre del libro «La corrosión del carácter», de Richard Sennett, que es de lectura obligada para entender lo que pasa. Por cierto, la corrosión no es del carácter de las personas como indica la mala traducción del título sino, en traducción correcta del inglés, del «character», es decir, del individuo en sí como actor social.

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