Siempre nos quedará París

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Julián Sauquillo

A Vanesa Suárez en la Fontaine des Médicis

Sarkozy ha emprendido una política de afirmación nacional que vincula delincuencia e inmigración. Nada muy halagüeño para los extranjeros que no sean meros transeúntes en Francia. Pero nada impide seguir considerando a París una seña de identidad cultural y urbana. Así ha sido para mi generación, nacida en la década de los cincuenta. Una generación que llegaba en tren (en el “Port du Soleil”) a la Estación de Austerlitz y que no vislumbraba todavía el avión. Incluso desde el punto de vista de la integración social de las minorías raciales, un español no puede sino sorprenderse de la combinación de asiáticos, africanos, árabes y latinos calmosamente entregados a la lectura en la biblioteca abierta del Centro Georges Pompidou (el popular Beaubourg). Es admirable esta masiva y serena lectura interracial que supone un pleno reconocimiento de la ciudadanía, un acceso masivo a los estudios superiores de los llegados hace varias generaciones desde cualquier rincón del planeta.

En verdad, por su impecable monumentalidad, la ciudad de París parece haber sido montada la noche anterior como un “exin castillos” infantil para amanecer espléndida a los ojos del visitante. Todo parece muy retocado. Los parisienses poco disfrutan, a veces, de su ciudad, habituados a entrar a sus lugares de trabajo, compra y gestión a través de la circunvalación –la “périphérique”-. Pero califican inmisericordes a su capital cuando señalan “París, c´est une vitrine” (París, es un escaparate). La verdad es que el proyecto es más sólido que un vitral. Napoleón III encargó al barón Haussmam el París moderno que hoy vemos, encuadrado en los setenta del siglo XIX, sobre los escombros de la ciudad medieval cuya maqueta puede verse en el Museo  Carnavalet o de la historia de la ciudad. Acabar con las sinuosidades que favorecen insalubridad, escondrijos y contagios para abrir la ciudad a los espacios inmensos y diáfanos fue un megalómano proyecto que arruinó al país. Construir un bello campo de combate frente a las revoluciones de 1830, 1848 y 1871 requería vías por donde discurrieran ligeras las máquinas de guerra del ejército y la policía y, también, obstaculizar las barricadas de trabajadores, a veces levantadas hasta el primer piso de la Rue de Rivoli.

Notre Dame y la Sainte Chapelle son ya restos arqueológicos de aquel París prerrevolucionario, también inscrito en Village Saint Paul, entre el barrio judío –Plaza de los Vosgos- y la Isla de Saint-Louis. La monumentalidad de París reúne una tensión entre la violencia de los comuneros capaces de tumbar el monolito napoleónico de la Plaza Vendome –como atestigua una foto- y el pastelón de la Iglesia de Montmartre, erigido en conmemoración del triunfo militar del ejército burgués sobre los trabajadores de la Comuna. Una iglesia confitada de fe bien ordenada, bajo su cúpula guinda, hace sombra así al barrio de Montmartre, del  pintor Pissarro, de su museo, de la bohemia pictórica. Pissarro fue uno de tantos trabajadores del arte –como el aduanero Rousseau- que profesaban una religión íntima y personal no formalizada más que en el bastidor y con la paleta. De toda la historia de París se da cuenta en las placas de una ciudad que ya hizo, incluso, las paces con su memoria histórica: la vergonzosa de las deportaciones –en el Memorial de los Mártires de la Deportación y en el Museo de la Shoah- y la orgullosa de los resistentes en todas las calles y plazas (sobre todo en el cambio de guardia del Arco del Triunfo).

París puede permitirse, incluso, una extravagancia como representar La cantante calva y La lección de Ionesco en el pequeño Teatro de la Huchette todas las tardes desde el año 1957. Excelentes actores de varias edades representan impertérritos, desde hace más de cincuenta años, a un rumano, ¡¡señores!! Los actores mayores son conmovedores pues parecen aquellos jóvenes que estrenaron y vuelven todas las tardes a ver la erosión del tiempo en ellos y en un patio diminuto de butacas ya no lleno. ¿Qué dirían los rumanos afrancesados Mircea Eliade, Emile Cioran o Eugène Ionesco de las deportaciones de sus compatriotas por ser gitanos? ¿Qué se trata de una mezcla de absurdo, aburrimiento y fanatismo del Presidente? Nunca lo sabremos con seguridad. En todo caso, la Francia liberal se reía, antes, del capricho y el absurdo político de Ubú Rey. Alfred Jarry venía advirtiendo, excéntrico, de los riesgos de la discrecionalidad del poder. Actualmente, la alarma de Ubú parece olvidada.

Me impresionaba, en este verano ya otoñal, acompañado de una amiga joven, una ciudad tan descomunal en su poderío y con tantos remansos de paz. Los pequeños jardines y los grandes, las largas praderas de Campos de Marte y los bosques tienden una alfombra a los respetuosos ciudadanos (incluso hacen impolutos botellones altamente cuidados y sin desperdicio alguno a lo largo de los puentes del Sena por la noche). Los remansos, auténticos escondites en la ciudad, son verdosos y no empedrados como en Madrid para que nadie pare, todos circulen, y se recalienten con las altas temperaturas del granito como si fuéramos escandinavos. Nada altera el curso de los pequeños veleros alquilados por los niños en el estanque de los Jardines de Luxemburgo salvo el encrespamiento de la brisa. Los tres tipos de sillas de variadas posturas se trasportan por el jardín sin miedo a que alguien se alargue y se quede postrado durante largas horas (...y miren si tienen “clochard” en París que lo inventaron como icono). Bicicletas alquiladas por el Ayuntamiento parisiense para moverse por la ciudad, bolardos del tamaño de estatura humanan media para que no nos rompamos las espinillas como en Madrid, si atendemos a una conversación, hacen también a aquella ciudad más amable. Tras tanto dislate urbanístico en nuestra capital, si también desaparece el Paseo del Prado de Madrid con sus acogedores arbolados y arenoso suelo se nos entristecerá el alma. Si nos lo derrumban, podremos consolarnos con una plegaria “Siempre nos quedará París…” recordando a Casablanca. Desde luego, tiene razón Woody Allen cuando afirmó desenfrenado “¡¡Gracias a Dios que existen los franceses!!”.

1 Comment
  1. vane says

    Gracias Julián por el artículo. Ha sido un placer descubrir junto a ti, cada uno de los lugares que citas. Y, más aun, el lado tierno y outsider de París, el de los parques y las manzanas y los grandes hombres que se tumbaron por la patria. Aquel París que es capaz de descubrir, en nosotros, las más insólitas habilidades, como la traducción de placas conmemorativas o el asesoramiento, de alto nivel, sobre las propiedades medicinales de las frutas y la filosofía.
    Pese al poderoso escenario del que hablas, la ciudad de París puede ser, durante una semana, una experiencia soñadora y doméstica. El remanso que, por un tiempo, nos proteja de los rigores del entorno que nos espere a la vuelta. Un beso.

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