Los golpes tan fuertes del Che Guevara

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Julián Sauquillo

A Salvador Puig Antich en el laberinto de las soledades

Parecía imposible. Tras la conversión de la figura del Che en un tópico, nadie razonable podría pensar que pudiera superarse la imagen casi publicitaria del guerrillero para trasmitir, hoy, profunda emoción e interés sobre el personaje humano. La figura del Che estaba encerrada en un icono lastrado por una isla necesitada de cambio. Así era hasta que Ricardo Piglia, en el ensayo El último lector (2005), y Tristan Bauer, en el documental Che: un hombre nuevo (2010) le sacaron de cualquier corsé. Ambos argentinos han recuperado la dimensión de escritor y pensador de su compatriota universal.

El cine documental está en racha. Así lo probó Michael Moore con sus radiografías de una sociedad enferma que no cura con su débil sistema sanitario e inocula la violencia en sus ciudadanos y que elige a sus representantes más comprometidos con el negocio del petróleo y no rechaza todas las conexiones sauditas con el terrorismo. Pero también lo había demostrado Mercedes Álvarez con El cielo gira (2005) al captar la desolación solitaria de un mundo agrario olvidado por la ciudad. Ahora, volvemos a encontrarnos ante un excelente documental proyectado en la sala Golem de Madrid. El director Tristan Bauer -experimentado documentalista, dedicado a Cortazar, Evita o a Borges, entre otros temas- y la coguionista Carolina Scaglione han dedicado a Ernesto Guevara de la Serna doce años para desenterrar imágenes y documentos inéditos concedidos por su viuda, Aleida March; cuadernos del Che custodiados en el Banco Centro Boliviano y  facilitados por Evo Morales; y documentación arrancada del archivo militar de Bolivia, mientras cupo el disimulo, y hasta que, alertados, acabaran cerrando su documentación sobre la guerra de guerrillas.

El arranque ya es grandioso. Las imágenes de un bombardeo sobre la selva virgen, mientras suena un recitativo inédito del propio Che del poema Los heraldos negros de César Vallejo, le estremecerán. Lo dejó grabado para su mujer entre una restringida selección poética por si le mataban en Bolivia (la despedida del Che de sus cuatro hijos oculta a los niños que es su padre quien se marcha y manifiesta ser un amigo de la futura viuda quien les deja definitivamente). ¿Recuerdan los versos? “Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma… ¡Yo no sé!... “. Después, llegan las imágenes de un niño inquieto, las escenas de unos padres protectores de un pequeño asmático (les aconsejo el viejo libro de Enrique Salgado, Radiografía del Che (Barcelona, Dopesa, 1970) sobre cómo marcan los inicios). Los años de juegos abrieron paso a los estudios de medicina y la reflexión acerca de qué debe ser un médico revolucionario en América Latina –llegó escribir un índice- ante campesinos sumisos a la explotación plurisecular y deslomados como mulos de carga del colonizador. Se suceden los “años de la bicicleta” por el continente americano, la reflexión sobre la unidad de América –filmada exuberante en el documental- solidaria frente a la explotación y la experiencia personal directa de cómo el gobierno de Richard Nixon y la CIA pueden auspiciar el derrocamiento militar de un gobierno democrático en Guatemala por comunista en 1954.

Siempre acompañado de las mujeres –su madre, Hilda Gadea, Aleida March, Tania “la Guerrillera”-, el Che hace su particular toma de conciencia catalizada por Fidel Castro. De médico a guerrillero, de lector de Shakespeare y Goethe a escritor que anota todo pensamiento crítico y desasosegado. La figura del Che parece transitar por un calvario que requiere unos “ejercicios espirituales” estoicos. Sus múltiples fotos –fotografía todo lo que ve y deja le fotografíen hasta las metamorfosis para ser clandestino- y sus cuadernos parecen dejar construido un personaje eterno. A la manera de la correspondencia, los manuales y los consejos privados de los estoicos, anota lo importante con cincelada letra. Parece escribir para inmortalizar lo que uno quiere se recuerde entre los otros, como los antiguos. Desea sufrir y ser el propio carburante que prende la carne para construir un doloroso personaje. Quiere desgarrarse como los desheredados del campo o los abrasados de Hiroshima. “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”. El Che conoce el barrizal selvático que le engulle con sus compañeros, las escaramuzas bélicas y la elevada entrada con Camilo Cienfuegos en La Habana para asegurar la llegada segura del líder reconocido. Pero no descansa después: visitas a China, al Congo donde fracasa su segunda revolución, a la Unión Soviética que les abraza y les da la espalda…

Hasta su llegada a Bolivia hay una reflexión patética: sabe que un hombre no es nada si no camina junto al proceso histórico con sus aliados pero, finalmente, se queda solo. El filme deja claro que, aunque Fidel le despida amistosamente, la Cuba revolucionaria que necesita la protección de la Unión Soviética ya no le puede acompañar en su aventura revolucionaria. El Che ha comenzado a fraguar una crítica a la economía política de Lenin y Stalin. Repudia a la burocracia capitalista roja que aplastará de nuevo al hombre. El estalinista partido comunista boliviano le pone, entonces, unas condiciones de apoyo que un revolucionario de verdad no puede aceptar.

Conocen el final: EEUU ya no permitirá otra Cuba. Herido y preso, será asesinado en la escuelita de La Higuera el 9 de octubre de 1967 a los treinta y nueve años de edad. Lejos de ser sólo un hombre de acción, fue un pensador y un poeta cuya prosa posee un ritmo y un calor impresionante. No resulta extraño que Piglia le haya recordado entre Joyce, Kafka y Borges en El último lector, con su mochila cargada de libros, cuando había que soltar lastre y las llagas supuraban y se abrían bajo el grave peso para el famélico, débil y perseguido. Como Ricardo Piglia, Tristán Bauer ha querido mostrárnosle ahora, en una foto, subido a un árbol, descansando en frágil equilibrio de un mundo humillado y atroz, leyendo como un pájaro. Mientras, su extraordinario documental acaba con la canción de Alfredo Zitarrosa, Adagio en mi país. ¿Recuerdan la voz y la guitarra espléndidas? “En mi país, qué tristeza, la pobreza y el rencor… ¡¡Dice mi padre que ya llegará, desde el fondo del tiempo, otro tiempo y me dice que el sol brillará sobre un pueblo que el sueña labrando su verde solar!!...”. Yo sí sé ahora cuánto dolor hay en la pobreza.

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