Felipe González y las «tripas del Estado»

3

Julián Sauquillo

A finales de los setenta, participé en una cena en el domicilio de mi madre donde quince militantes del PSOE acariciaban la futura y ya cercana victoria electoral. Entre los comensales, asistía uno de los diez dirigentes más destacados de este partido. Alguien muy reputado y hoy muy apartado de la actividad política real. Este personaje  público centraba las conversaciones y la atención. Todos los dirigentes parecían observarse, entonces, con celo –si atendíamos a sus palabras- y demostraban conocerse mutuamente bastante bien. El experimentado dirigente dijo: “Felipe es un joven con muy buena imagen, se lee un papel, lo recuerda y lo dice muy bien, pero detrás de él no hay nada”. Calculen, hoy, toda la experiencia adquirida por Felipe González desde entonces. Quince años después de aquella sobremesa, un militante destacado de Izquierda Socialista me hacía ver que González no podría escribir sus memorias porque había vivido ya tanto que el pasado se le agolparía demasiado y le impediría ordenarlo. Ambos comentarios son memorables por significativos pero exagerados. Si Malraux, Chaplín o Trotsky pudieron escribir su autobiografía, ¿por qué no iba a ser posible para nuestro ex presidente? Además, Felipe González contaba ya, en sus inicios, con un capital social importante. Había sido un estudiante comprometido con sus lecturas de cabecera y se había desenvuelto entre los clandestinos de Suresnes (XIII Congreso del PSOE, 1974). Vista la evolución de nuestro ex presidente, creo que mis dos interlocutores  coincidirían hoy en reconocer que la historia pone a muy pocos sujetos en lugares que les convierten en personajes muy duchos. Más listos o más torpes, ellos aprenden mucho… y a la fuerza.

Las recientes declaraciones de Felipe González sobre la lucha frente a ETA, resultan desafortunadas –calientan los ánimos más atávicos y fanáticos– pero muestran claramente los dilemas del político. Tiene razón al  afirmar que los gobernantes pueden verse ante una maraña demasiado cruda para cualquier humano y ha de encarar decisiones terribles. No le justifico pero afirmo, en su línea, que la política requiere una entereza mayor de la desempeñada por el ciudadano corriente –“fortaleza emocional”, dice él, para no desmoronarte te vaya mal o bien-. Decir “Tuve que decidir si se volaba a la cúpula de ETA. Dije no. Y no sé si hice lo correcto” es, ahora, muy inoportuno pues caldea los ánimos extremistas. Además, da pie a cierta oposición ultramontana a volver a las especulaciones sobre supuestas responsabilidades del ex presidente. Afirma, incluso, las tentaciones tenidas en contra del imperio de la ley. Tentaciones que hizo muy bien en vencer. No le quepa duda. El Estado de Derecho es –señalémoslo, una vez más -un bien social superior para la protección de los derechos fundamentales e indisponible por tanto. Pero Felipe González da, a pesar de todo, una lección de teoría política en torno a la razón de Estado y la responsabilidad del político, mucho más exigente e incómoda que la de los ciudadanos.

En 1919, Max Weber les recordaba a estudiantes “espartaquistas” –algo utópicos y de encendidos ánimos izquierdistas– que es políticamente un ingenuo quien supone que del mal sólo puede resultar el mal y que del bien sólo vendrá el bien. Max Weber les mostraba el destino trágico del político, según lo habían vislumbrado en el Renacimiento florentino. Ya, entonces, no bastaba el “amor al prójimo” para arrostrar la responsabilidad política. No era suficiente con ser buena persona como el Presidente Jimmy Carter, tal como coincidían en pensar Adolfo Suárez y Felipe González. Puede que el gobernante deba ser desalmado por el contrario. De la misma forma que el alfarero hace del barro, sus manos y el torno los instrumentos diarios de su actividad, el político, en última instancia, tiene la violencia y el secreto como instrumentos íntimos  para apagar los conflictos sociales más dolorosos para los hombres. Su acierto o error no se mide por la bondad de sus intenciones y medios empleados –recuerda el preclaro sociólogo- sino por los resultados mejores o peores –las consecuencias- que tuvieran sobre la sociedad (las victimas inocentes evitadas del terrorismo, mencionadas en estas declaraciones de nuestro ex presidente). La actividad política conlleva elementos demoníacos en su vecindad con la violencia. Y el mismísimo presidente Truman, tan terrible, decía algo cierto e inteligente: “si no quieres quemarte, no te metas en la cocina”, para aludir a las lesiones que puede dejar la actividad política. El ciudadano, en cambio, únicamente se expone a algún accidente doméstico. Nada más se tuesta en la lumbre de su “galpón” si se descuida.

Por lo demás, el ciudadano puede proyectar su vida con relativa facilidad y autonomía. Mientras que el gobernante, en cambio, está rodeado de ciertas circunstancias indisponibles. Felipe González señala dos importantes. Los servicios secretos y el ejército no son elegidos por el gobernante al llegar. Son maquinarias burocráticas muy ágiles y con una dirección escondida que el político no cambia de rumbo con un nombramiento en el BOE. Puede que agote su mandato y apenas haya logrado cambios en estos importantes cuerpos del Estado. Mientras los trasforma con astucia y determinación, puede encontrarse con trampas dispuestas por sus “colaboradores” para que se estrelle. Obama, según González, está sometido a este forcejeo con los laberintos del poder cedido por Bush hijo como una bomba de relojería. Pero no sólo el uso de la fuerza o la administración del secreto son instrumentos envenenados en manos del político responsable. Los “fondos reservados” funcionan –así lo señala nuestro ex presidente- en la frontera entre lo legal y lo ilegal. Es sabido que los confidentes de la policía siempre  tienen un único interlocutor. No intervienen en seminarios, congresos o coloquios como tales discretos confidentes. La confidencia valiosa, en materia de seguridad, circula en la sombra y su riesgo se paga elevadamente. Así las cosas, no se puede pedir transparencia en los pagos salvo con ingenuidad o cinismo.

Los políticos saben a que juegan en las circunstancias difíciles, en el mejor de los casos. Y los ciudadanos, en cambio, somos, a veces, unos cínicos o unos ingenuos de puñeta. Felipe González ha sido un inocente mayúsculo al no tomarlo en cuenta y haber hablado abiertamente. Y se armó el escándalo, claro… ¿O no?

3 Comments
  1. Valerio says

    En el excelente artículo de Julián Sauquillo hay una gran dosis de realismo político, conjugado con una innegable defensa del Estado de derecho y de la legalidad.
    En el episodio de las declaraciones de González conviven en efecto dos almas, a su vez dobles o contradictorias cada una: por un lado, está, el drama ético del sujeto racional, y por el otro, tenemos el sentido de Estado del hombre político. Sin embargo, si descomponemos cada elemento, vemos que en el polo del dilema ético tenemos de nuevo la razón de Estado: ¿traicionar el Estado de derecho y los principios constitucionales básicos o bien, probablemente, evitar decenas de muertes violentas de ciudadanos inocentes? Por el otro polo, el del sentido de responsabilidad política, se entrecruzan a su vez la ley (pública, transparente, compartida) y la decisión arbitraria del hombre de Estado que actúa inmoralmente -esto es, llega a la máxima contradicción consigo mismo, con sus principios- en el interés del Estado. De nuevo dos caras de la razón de Estado. El problema no está aquí.
    En efecto, el gran problema de este conflicto no reside en su fondo (pues se trara de un auténtico conflicto moral, de aquellos que los filósofos morales de distintas tendencias se arrojan los unos a los otros para demostrar las debilidades de las tesis ajenas) sino en el contexto, en la forma. No me refiero a la falta de transparencia (necesaria, como dice Sauquillo, para garantizar la eficacia de la política antiterrorista, frente a ingenuidades de todo tipo). Me refiero a la arbitrariedad de la decisión de un solo hombre, que en un determinado momento, sólo apelándose a su razonamiento moral, debe decidir qué hacer ante este conflicto. La falta de debate (aunque sea en un círculo reservado: por ejemplo, con miembros del Gobierno, con altos cargos del Estado, con los líderes de la oposición) es lo que me alarma. En el debate racional, en la confrontación, en la diferencia de opiniones surgen las decisiones más racionales.
    Por lo tanto volviendo al título de la entrada de Sauquillo, lo que me preocupa en las declaraciones de González no son «las tripas» del Estado, que huelen mal y son son oscuras, y así han de permanecer, sino la «punta de la pirámide» estatal. Demasiado solitaria, expuesta a equivocaciones de dimensiones incalculables. Ello, sin duda, afecta a la gran presión de la máxima responsabilidad del gobierno, eso que Javier Solana llama «ser el último teléfono en sonar». El problema es cuando sólo suena un teléfono: allí la responsabilidad del gobernante es tan insoportable como el riesgo que corre el Estado.

  2. gavilan says

    VALERIANO:
    No hay otra. Cuando uno es «comandante jefe» de cualquier organización, y más si es el Jefe del Gobierno -ya no hay mas escalones que subir-, las decisiones se toman en solitario.
    Los criterios, los fundamentos de esa decisión te llegan, generalmente, por aportación de una pluralidad de personas, algunas veces por otras decisiones más «colectivizadas».
    Pero, al final, alguién tiene que tomar la decisión. Todo el mundo está mirando para ti, nadie más va a resolver, todos te apuntan con el dedo, «decide tú, para eso estás ahí». Esa es la esencia del liderazgo. Los que están debajo saben que el jefe decidirá, resolvera y asumira la responsabilidad (moral, política, social, legal…).
    Los que tenemos esa experiencia, lo sabemos muy bien.
    La mayor parte de las decisiones, no se comparten, se comparte lo previo, lo que antecede a la decisión. Las decisiones de un dirigente, o las órdenes -como queramos llamarlas- no son susceptibles de consenso, acuerdos… a eso se le llamará de otra manera.
    Las auténticas ordenes o decisiones no se adptan por acuerdos asamblearios. Se formula el problema, se estudian las alternativas…, al final unos dirán si y otros no, alguién, en última instancia deberá decidir por qué se opta.
    Estupendo articulo Sauqillo.
    Otra cosa, las declaraciones de Felipe, lo que oponen de manifiesto es que no es la X del GAL. Si lo hubiera sido, su decisión hubría sido SI ¿No os parece?

Leave A Reply