Cuento de Navidad: La crisis económica y Los Ángeles

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional acudió la víspera de Nochebuena a un festival navideño. Su hija, vestida de angelito, cantaba junto con otros niños, también disfrazados de ángeles y pastorcillos, villancicos tradicionales y otros más  modernos, difícilmente reconocibles; de vuelta a casa, empezó a caer una gélida lluvia y a ella se le mojaron un poquito las alas. Por la tarde, el profesor había quedado con su amigo Ángel, un psiquiatra que había ayudado a su familia en momentos difíciles. Ahora, próximo a la jubilación, miraba el futuro con aprensión. Había tenido una vida feliz, contaba, dedicado a una profesión que le había aportado gran número de experiencias, no todas agradables, sin duda. El profesor aún recordaba cómo una de sus pacientes, amiga de su madre, se había suicidado víctima de una fuerte depresión y probablemente habría habido muchos casos similares.

Su hija, prosiguió Ángel, vivía feliz en pareja, aunque no había sentido la necesidad de casarse y parecía que no se había planteado la posibilidad de darle un nieto, tal vez porque, dedicada a la enseñanza, tenía a su novio destinado en otra provincia, próxima pero perteneciente a una Comunidad Autónoma distinta. Ángel no había visto con malos ojos que renunciara a un trabajo mejor remunerado para optar a una plaza de funcionaria, más segura, pero ahora estaba preocupado por la tendencia que probablemente llegaría en breve a España de despedir a los empleados públicos.

En su consulta, que estaba atestada como nunca, percibía los devastadores efectos de la crisis económica sobre las familias. Había matrimonios de toda una vida que ahora veían cómo los hijos volvían al hogar, trayendo  a los nietos que dejaban a su cuidado, mientras deambulaban durante el día en busca de una colocación que parecía imposible de encontrar. Las mujeres eran más sufridas, pero los abuelos, después de trabajar muy duro durante su larga existencia, se veían a la hora de la jubilación condenados a seguir sosteniendo la economía doméstica, ante la incapacidad de sus hijos, sumidos en un inconsolable abatimiento, para hacer frente a sus responsabilidades.

Los adolescentes que acudían nunca habían estado tan perdidos como ahora y se movían a merced de los estímulos restallantes de una cultura que producía incansablemente productos destinados a un goce efímero. Ángel estaba sobre todo temeroso de la educación que pudieran recibir los jóvenes y aunque había tenido mucha confianza en las recientes reformas, cada vez contemplaba con mayor pesimismo el porvenir de las nuevas generaciones.

En las terapias, mientras los pacientes desgranaban sus cuitas desde el diván, la España que él entreveía estaba teñida de los más negros tonos. En otros tiempos, sus lecturas y su afición al cine le habían servido de lenitivo. Pero ahora se sentía atenazado por el miedo. Apenas tenía confianza en poder cobrar la pensión durante el tiempo que le quedara de vida y dudaba de que su hija llegara a tener una existencia tan feliz como hasta hacía poco hacía sido la suya.

Aún ahora seguía indagando en las diferentes teorías psicoanalíticas para intentar descifrar el significado de la evolución social. Había leído a Freud con pasión, se había sumergido en las fascinantes elucubraciones de Jung, pero donde había encontrado una visión más ajustada a la realidad era en las páginas de Lacan. El profesor recordaba cómo, años antes, le había indicado que tal vez algunos de los problemas de su familia se derivaban de que su padre, a quien también tenía en gran aprecio, pese a ser una excelente persona, no había sabido desempeñar el papel de “falo orientador”, de necesario punto de referencia del núcleo familiar. El profesor, a raíz de esa conversación, durante algún tiempo pugnó por descubrir en la obra del sabio francés las implicaciones de esa afirmación, pero finalmente tuvo que desistir ante la dificultad de abordar un lenguaje tan intrincado y para cuya correcta comprensión quizás fuera necesaria toda una vida.

Con todo, tal vez la consagración a esa tarea pudiera colmar plenamente la existencia de cualquier investigador y, del mismo modo que la novelesca reconstrucción de la historia humana que llevara a cabo Freud en Tótem y tabú le había parecido extraordinariamente sugerente, no dejó de percibir que algunas de las figuras que desempeñan un papel esencial en nuestra realidad política son herederas de esa ancestral “nostalgia del falo”. Para los antiguos la ciudad, igual que la familia, era una realidad natural y era lógico que se conformara de forma semejante. Los modernos, al pretender construir la esfera de lo común por medio de un artificio, hemos querido olvidar los elementos atávicos que están en su origen, pero en los momentos de crisis, retorna lo reprimido y, al igual que en el microcosmos familiar, se pretende que al frente de la cosa pública se sitúe un “falo orientador”, un líder que subyugue a las masas, como sucedió en la época de entreguerras, con lúgubres consecuencias.

El profesor abandonó esos pensamientos y prestó atención a lo que le contaba su amigo, que le confesaba haber sido incapaz de irse de vacaciones en verano ante la incertidumbre de la situación económica, pero finalmente su hija había conseguido convencerlo para, el día de Navidad, emprender juntos un viaje a Los Ángeles, donde la había llevado de niña a ver Disneylandia, y ya había reservado plaza en el aparcamiento del museo Getty, que siempre había deseado visitar, y él confiaba que allí le anunciara la buena nueva que había creído percibir esa mañana en su rostro radiante.

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