Réquiem por aquel personaje

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Juan Ángel Juristo *

De un tiempo a esta parte, aunque el fenómeno no es nuevo, parecería que el personaje de ficción novelesco se encuentra en un estado próximo a la UVI, desplazado por la biografía novelada, con especial abundancia y relevancia en el género histórico, y las narraciones que tienen al autor mismo como protagonista, al autor y su expandido, exhibicionista ego, y que la fascinación que ha producido siempre, desde los héroes ejemplares de la tragedia clásica a los problemáticos y rotundos de la novela del XIX y del XX, esa tercera persona que era el personaje novelesco, ha dado paso al interés por personas de carne y hueso debidamente tratados como personajes de ficción, claro, y, lo que es más curioso, por unos tan anémicos y normalmente tan faltos de interés como pueden ser los encarnados por el yo de un autor. Tal preferencia nos retrata. Para nuestra desgracia.

A principios de este mes asistí en Barcelona a la rueda de prensa donde se dio a conocer el ganador del Premio Biblioteca Breve y que da a los periodistas la oportunidad de dialogar un rato con el galardonado. Normalmente estas ruedas de prensa suelen transcurrir con el discurrir plácido y escéptico que da la profesionalidad bien llevada, pero este año esa engañosa placidez tan cercana al trabajo demasiado conocido por previsible se vio alterada por una excitación palpable. El premio recayó en una narración, Leonora, escrita por la periodista y escritora mexicana Elena Poniatowska, que había novelado la vida de la pintura surrealista británica Leonora Carrington, aquella mujer legendaria que tuvo como amantes a muchos de los artistas más genuinos de las vanguardias de entreguerras, que enseñó a un entonces jovencísimo Gerald Brenan a desear y temer a la vez lo que es un amour fou, y que vive ahora en México a sus noventa y tantos años entre tazas y tazas de té y el humo de innumerables cigarrillos sin añorar nada más. La excitación se produjo porque el personaje tratado en la novela era real, palpable, y el interés era tan exclusivo que a nadie se le ocurrió preguntarse por la novela en sí, si estaba estructurada de tal o cual manera, cual había sido el modo en que la autora se había enfrentado con el personaje, cómo lo había tratado… nada de todo esto. El único interés radicaba en lo interesante que había sido la vida de la Carrington, la aventura en que se había convertido su vida.

Sin llegar  a preguntarnos lo obvio, que la vida del supuesto aventurero más aventurero está llena en su mayor parte de tiempos vacíos y que lo que tiene de destino esa vida el personaje novelesco se lo otorga de manera más intensa y transfigurada porque esa es precisamente su razón de ser, produce cierta inquietud comprobar de qué modo el lector actual busca desesperadamente ejemplos en personajes de carne y hueso, por muy aburridos que sean, porque quizá no se fíe de la realidad de su propia imaginación y desee fervientemente parecerse al vecino, diluirse en su vecindad. Por muy interesante que nos parezca aquello que nos pergeña el yo de Sebald, su yo testigo de muchas de las desdichas del siglo pasado, por muy delirantes y fascinantes que nos parezcan las confesiones de James Ellroy cuando en A la caza de la mujer, su último libro de memorias recientemente editado, nos cuenta las relaciones reales, fingidas, imaginadas, presentidas, frustradas, con miles de mujeres desde que tenía trece años hasta el año pasado, en esa fecha se detiene la confesión, por muy curiosas que nos parezcan las frases ingeniosas del yo mirón de Javier Marías, nada de todo esto puede compararse con esas vidas llevadas a cabo por Ana Karenina, Raskolnikov, Lord Jim, Picwik, Fortunata, Bouvard, Pecuchet, la señora Dalloway, ¿seguimos hasta la extenuación? hasta llegar a Leopoldo Bloom, por referirnos al personaje común por excelencia de la literatura, aquel que puede ser cualquiera de nosotros.

No busco soluciones pero estoy atento a los síntomas. Muchos achacan tal fenómeno a la autocomplacencia en la que estamos inmersos, otros a la fase actual de nuestro capitalismo en crisis, que ha generado millones de ciudadanos-burbuja cuyo único fin es chupar en soledad los productos que se le ofrecen, algunos creen que es una moda pasajera, otros que esto es el final, como tantas otras cosas, del personaje novelesco. No lo sé, pero cuando Narciso es consciente de su propia imagen, cuando camina derecho a la destrucción, es cuando es consciente de su propio reflejo. Como nosotros ahora.

(*) Juan Ángel Juristo es crítico literario y escritor.
2 Comments
  1. celine says

    Me da la impresión de que todo empezó a cambiar cuendo los seres humanos empezaron a ser tratados y a comportarse como masa. Y la masa tiene poca chicha literaria como personaje. Bello artículo.

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