Julián Sauquillo
Madrid es el escenario de dos visiones de la pintura muy diferentes apenas separadas por doscientos metros. *Roma. Naturaleza e Ideal. Paisajes 1600-1650, en el Museo del Prado, y Antonio López*, en el Museo Thyssen-Bornemisza, muestran dos concepciones diversas de la representación de la naturaleza. La primera exposición, sobre los orígenes del paisajismo en el siglo XVII, reúne la obra de artistas que no pintan del natural: los paisajes son inventados, sin correspondencia con lugares reales. Entonces, el paisajismo requiere de una justificación y acude a representaciones de pasajes bíblicos y de escenas mitológicas. Se pinta la naturaleza porque se retorna a la época clásica de nuestra cultura. La Antigüedad y el Evangelio son un pretexto que reúne, inevitablemente, unas alegorías míticas menos interesantes, excusas justificadoras para el paisaje realmente importante. El siglo XVII del paisajismo es un momento de grandes movimientos de artistas por los talleres de Europa, de los países escandinavos a Roma. Se prodigan los intercambios de técnicas y abundan los encargos y las compras de todo lo pintado. La segunda exposición muestra la obra espléndida de Antonio López. Una creación que se abre paso entre las incertidumbres de lo aprendido en la escuela de San Fernando, con plena admiración de la pintura renacentista y ante el natural como reto. Aquí, la Antigüedad viene de Tomelloso, la Atenas de La Mancha.
Esta exposición reúne una retrospectiva del artista desde los años cincuenta hasta hoy, dividida en dos espacios delimitados como tiempos de formación y madurez. Paradójicamente, no pueden ser visitados prospectivamente sino retrospectivamente por una concepción museística extraña: el visitante sólo puede caminar desde la actualidad hasta sus orígenes. En forma invertida, el espectador observa desde los retratos de los padres de Antonio López o de los novios a la mujer durmiendo -en escayola, madera y bronce-, de los dibujos a lápiz de interiores a la azotea de Atocha con los amantes, pasando por la mujer en la bañera o la cena, dentro de una variada muestra de sus primeros años. Para recorrer, también -antes por algún criterio ignoto-, en la sala más destacada y conocida, esos sus espléndidos óleos urbanos pintados desde Capitán Haya, las Torres Blancas o una habitación del Palacio Real sobre el Campo del Moro. A todo el mundo le va a sorprender tanto los paisajes urbanos como las pinturas y dibujos de los membrilleros u otros elementos naturales. Indudablemente, sus estudios del cuerpo para esculpir al hombre tendido en bronce, la pena en madera de Antonio y Mari o la pareja erguida y desnuda asombran a cualquiera. Todos los elementos representados nos son tan cercanos que no faltan quienes se recrean con los edificios de Madrid y examinan a sus acompañantes de sus conocimientos a vista de pájaro de nuestra ciudad. Los propios óleos, dibujos y esculturas de las dos hijas o de la mujer hacen entrañable esta visita a cualquier familia. Todos los padres se frotan allí las manos con que sus hijos quieran ser Antonio López y se guardan con murmullos de que no se pierdan detalle.
Antonio López destacó que esta exposición iba a ser como la entrada en su taller. Indudablemente, su magnífica obra inacabada da cuenta de su tensión por captar el sol en sus modelos. Estén o no concluidas, las obras muestran idéntica lucha sincera del artista con su modelo. Tan espléndidas son sus pinturas inacabadas como las que dio por finalizadas. Antonio López parte de que las creaciones siempre están incompletas. Son la condensación de muchos momentos de intensidad, esfuerzo, concentración hasta que algo comienza a ocurrir en el cuadro en el orden de la representación. Algunas de sus pinturas inacabadas de la Gran Vía llaman la atención de su inconclusión. El artista parte de que, siempre, pueden ser retomadas o intervenidas dentro de una concepción abierta que concluye el trabajo por el propio cansancio o por los avatares de otros compromisos atendibles o de nuevos deseos que surgieron. Esta es otra de las diferencias entre ambas exposiciones: Paisajes contiene pintura pública que debe ser concluida necesariamente pues fue encargada. Mientras que Antonio López enseña una obra con la libertad de ser interrumpida o dada por concluida cuando el pintor desee pues es pintura íntima. El pintor decide cuando sale a la luz pública como obra en proceso o concluida.
Lo que más me llama la atención en Antonio López es su interés por representar el paso de tiempo, la descomposición, no sólo de lo orgánico sino también en lo inorgánico: lo menesteroso de nuestros cuerpos, la quiebra de todos los materiales urbanos, lo perecedero de los alimentos,… Si, de una parte, le impresionan los novios con el alborozo de la fiesta o sus propios padres, de otra, nos trasmite la vulnerabilidad de todo elemento de la naturaleza (plantas, recién nacidos, alimentos, flores, cuerpos humanos, frutos,…). Todos van a seguir el ineluctable ciclo de la vida entre el esplendor y la muerte. Su propia fijación por los retretes recuerda al público que todos los días somos también excremento. El artista no hubiera requerido exponer al hombre maduro de bronce tendido como si se tratara del muerto en la mesa de disección, la propia vitrina con los estudios y máscaras de recién nacidos –tan prometedores como acabados en el mismo suspiro- nos recuerda que somos moribundos desde que nacemos.
Hay que volver a El sol del membrillo (1992) de Victor Erice para encontrar las claves del pintor manchego. Revela la honestidad de una pintura sin trampas ni cartón y, hasta cierto punto, trágica. La representación pictórica del sol que ilumina el membrillero que Antonio López plantó en su jardín es imposible. La luz pasa brevemente por el modelo y el fruto sigue su curso de nacimiento y muerte, antes de que la obra esté concluida. Los membrillos maduran y el modelo va cambiando, se descuelgan hasta caer, sin que sea posible fijarlos en su auténtica representación soleada. La película se rodó entre el otoño de 1990 y la primavera de 1991. Entre ambas temporadas del año, se debate un artista con el modelo para acabar comprobando que el tiempo de su trabajo no rendirá frutos antes que se complete el ciclo natural de los membrillos. Esas piezas naturales acabarán hervidas para obtener postres, pelados para ser probados por una cuadrilla de trabajadores polacos, o podridos en el suelo próximos a ser humus cuando ya florece la siguiente cosecha. Ante lo inevitable, Antonio López se entrega a una tarea ciclópea desde los trece años sin afectación alguna a diferencia de las vanguardias. También con un dominio del oficio que no es frecuente entre los artistas conceptuales. Es un trabajador más de la pintura. Concibe su propia labor en el propio ciclo de la vida. Estamos seguros de que no parará de pintar mientras viva. A los demás no cesará, seguro, de hacernos felices con su luz mientras podamos acompañarle.
*Antonio López, en el Museo Thyssen-Bornemisza, hasta el 25 de septiembre; *Roma. Naturaleza e Ideal. Paisajes 1600-1650, en el Museo del Prado, hasta el 25 de septiembre igualmente.
Gracias por esta entrada, muy interesante la pintura de Antonio López.
Para quien le pueda interesar:
http://redescubrirelarte.blogspot.com/