Una tarjeta de Navidad para el Rey Juan Carlos

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Francisco Serra

Felicitación de Navidad enviada este año por los reyes de España. / Casa del rey

Un profesor de Derecho Constitucional tuvo que acudir varias veces, durante la noche, a calmar a su hija. Había llegado a la edad de los terrores nocturnos y había soñado, en esta ocasión, que unos ladrones entraban y les destrozaban la casa. Por la mañana, después de dejar a la niña en el colegio, el profesor se acercó paseando a la librería internacional Pasajes y descubrió entre los volúmenes recién llegados del extranjero una hermosa recopilación de las obras autobiográficas de Annie Ernaux, una nueva selección de los relatos de Alice Munro y una extensa monografía de Steven Pinker, uno de los pensadores actuales más relevantes. Había leído en un periódico que se estaba ya preparando la edición castellana, que aparecería a finales del año próximo, con el sugerente título de El ángel que llevamos dentro.

Al salir de la librería, cargado con la pesada bolsa, se tropezó con una desbandada de políticos del Partido Popular, que salían de la acostumbrada reunión de maitines. Muchos lunes el profesor iba a almorzar a la cafetería Riofrío y bajando por la calle Génova se cruzaba con los líderes que apresuraban el paso para dirigirse a su destino, el casi diminuto Mayor Oreja, el ágil Piqué, quizás ya conocedores de que no iban a formar parte del futuro gobierno de Rajoy.

El profesor, por la tarde, inició la lectura del libro de Pinker y se sorprendió de que defendiera la tesis de que el proceso de civilización había conducido a una paulatina disminución de la violencia en las relaciones sociales. Partiendo de una abrumadora constatación de la barbarie de épocas anteriores, llegaba a la conclusión de que en la actualidad se había producido una relativa pacificación de nuestras sociedades y muchas de las querellas que en otro tiempo conducían a la muerte del adversario hoy se resolvían en interminables procesos judiciales en los que rara vez se llegaba a adoptar medidas cruentas.

Sin embargo, recapitulando la historia del último siglo y el reciente ajusticiamiento, sin juicio previo, de líderes derrocados o cabecillas de organizaciones terroristas, es difícil compartir las ideas del psicólogo norteamericano. Podría escribirse una historia paralela a la narrada en la obra y titularla “El demonio que llevamos dentro”, porque incluso en nuestras sociedades en apariencia sometidas a las leyes siempre permanece abierta la posibilidad de volver al caos originario, a la persecución desmedida de intereses egoístas. Todos, con seguridad, podríamos llevar a cabo las más crueles acciones si no fuera por el temor a las leyes o a la opinión pública. La mejor protección frente a los desmanes del poder es la eliminación de sus arcanos, el levantamiento del velo del secreto que todavía guarda algunos aspectos de la actividad del Estado.

Por la tarde, el profesor ayudó a su hija a rellenar tarjetas navideñas. Además de las obligadas cartas a Papá Noel y los Reyes Magos, escribía felicitaciones a sus primas, a sus amigos, a todos sus parientes, incluso a sus personajes de ficción favoritos. “Toma, papá,  haz tú alguna”, le dijo al profesor, alargándole una que todavía estaba en blanco. El profesor no solía enviar ni recibir christmas y se paró a pensar a quien podía dirigir su misiva.

Hacía unos años, el profesor había recibido una felicitación navideña del rey Juan Carlos con una foto dedicada de su puño y letra. Aunque durante una larga temporada había compartido despacho en la Facultad con el abogado personal del monarca, en ningún momento pensó que pudiera haber intervenido en el envío, pues jamás mencionó con él sus actividades privadas. Después de mucho pensar, recordó que el curso anterior había tenido un alumno que, de forma incidental, le comentó que trabajaba en la Casa del Rey y el profesor le había facilitado, como hacía con todos los estudiantes siempre que era posible, que realizara el examen en una fecha distinta a la programada oficialmente. Desconocedor del profundo sentimiento republicano del profesor (que entre las canciones que solía tararear a su hija cuando la paseaba en el cochecito recurría en muchas ocasiones al himno de Riego, causándole situaciones molestas ante algunas visitas cuando la niña empezaba a entonarla sin previo aviso), quizás pensó que le gustaría ponerla en lugar preferente en la pared de su despacho, como él había visto que hacían algunos compañeros. Por el contrario, la carta con el vistoso membrete de la Casa real había quedado sumergida entre sus libros y papeles y ahora mismo se sentía incapaz de localizarla.

“¿Tú también vas a escribir a los Reyes?”, le preguntó su hija y el profesor, que lamentaba tener ya poca confianza en los magos de Oriente, decidió redactar una breve carta al único rey que se había dirigido a él en alguna ocasión, aunque sin duda no fuera consciente de ello, y le contó un viejo relato, que había leído, hace ya mucho años, en la obra de Heródoto, la larga y en último extremo triste historia del rey Creso de Lidia, que había vivido entre placeres y acumulado inmensas riquezas, jactándose ante Solón de Atenas de ser el hombre más afortunado del mundo. El sabio le respondió que nadie puede decir que es verdaderamente dichoso hasta el fin de sus días, pues la vida es larga y llena de sorpresas y, muchos años después, narra la leyenda que cuando fue hecho prisionero por Ciro y ya empezaba a arder la pira recordó esas palabras en voz alta y el emperador persa, conmovido, le perdonó la vida y le encontró acomodo en su corte (aunque hay otras versiones, que aseguran que murió en la hoguera, pese a todo).

Nadie puede saber hasta el último momento si ha tenido una vida feliz e incluso a veces una bella despedida honra toda una existencia, un “bel morir tutta la vita onora”, decía Petrarca. La niña se apoderó de la tarjeta navideña que el profesor había escrito con letra apresurada y difícilmente inteligible, la metió en el sobre y le preguntó a su padre: “¿Quieres que se la entregue también al cartero real?”, y él pensó que eso era lo mejor, porque en el mundo de hoy sin dioses ni reyes ni magos ni héroes, los monarcas de ficción permanecen en contacto con los que aún conservan algún poder y tal vez el atribulado rey Juan Carlos, mientras preparaba su mensaje navideño (que había despertado más expectación que otros años) leyera esa carta, temeroso él también, de que los ladrones hubieran entrado en Palacio y le hubieran destrozado su Casa.

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