Prestige, año once: sentencia sin culpables (mas no fue mala suerte)

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Pedro Costa Morata *

Pedro-Costa-MorataNo hay culpables en relación con la tragedia ecológico-económico-social originada por el hundimiento del petrolero Prestige en noviembre de 2002, según la Audiencia Provincial de A Coruña, que así lo estima a la luz del Código penal y de su aplicación en este caso. Únicamente se señala al capitán del buque, Apóstolos Mangouras, como culpable de un delito de “desobediencia grave a la autoridad” (relacionado con su resistencia a dejarse remolcar en el fragor del drama) y se le sentencia a nueve meses de cárcel. Por eso, por la inusitada (si bien, temida) conclusión judicial exculpatoria, la recepción social de esta sentencia genera hostilidad y escándalo y anuncia nuevos episodios en esta lucha, eminentemente ciudadana, por establecer responsabilidades y aplicar los castigos correspondientes y que el caso merece. En consecuencia, la responsabilidad por daños, que se evaluaron, minuciosa y científicamente en más de 4.300 millones de euros, queda sustituida por las previsiones establecidas legalmente para un accidente marítimo de estas características, con independencia del origen y las causas, que se limitan a 136 millones de dólares a pagar por el propietario y a otros 310 millones a aportar por el FIDAC, fondo internacional de indemnización de daños por contaminación de hidrocarburos, constituido por varios fondos intergubernamentales. La petición del Ministerio Fiscal –sometido al estrés que significa exigir la compensación por los daños ocasionados a la propiedad pública y minimizar, al tiempo, la acusación a funcionarios de la Administración o cargos políticos– elevaba a casi 2.000 millones los euros con los que se debería compensar al Estado, a Galicia y a instituciones y particulares; lo que la Abogacía del Estado incrementaba ligeramente también, claro, a favor del Estado y la Hacienda Pública.

Y no hay culpables porque, en primer lugar, resulta imposible atribuir responsabilidades ya que éstas no son localizables a partir de que, sin ir más lejos, no se ha logrado establecer la causa concreta y directa del accidente, el hundimiento y la consiguiente tragedia (lo que parece, en un momento de la sentencia, indignar al redactor, como si hubiera tenido que quedar establecida en la instrucción). Y al no haber ni pruebas establecidas ni indicios suficientes, evidentemente no se pueden señalar las penas legales correspondientes. Además, no se advierte actitud dolosa –expresamente dañina, digamos perversa– en los tres imputados del caso: el capitán del buque, su jefe de máquinas y el director general de la Marina Mercante, del Ministerio de Fomento, que hicieron lo que pudieron, con su mejor voluntad y sometidos a la tensión de las circunstancias concretas, difíciles, exigentes y por supuesto, imprevistas. Del propio condenado, Mangouros, se llega a glosar “la entereza y lucidez, más que notables” con las que “adoptó decisiones o desobedeció frontalmente órdenes perentorias”…

Ya la drástica reducción de encausados, como resultado de las diligencias previas que han durado años, limitaba en mucho las posibilidades de una localización efectiva de culpa, pero llama la atención sobre todo el esfuerzo de minimización general mantenido a lo largo de toda la sentencia. La propia estrategia del texto muestra un evidente y expreso sesgo dubitativo, contradictorio, incapaz de llegar a conclusiones que sostengan y justifiquen condenas en lo penal. Se diría que encuentra cierta complacencia en el fárrago de informes periciales y opiniones expertas y siempre opuestos entre sí, lo que va a facilitar la liberación final de culpa elevando las dudas a causa motora –¡y suficiente!– de la sentencia exculpatoria. Se evidencia, en resumen y pese al entorno redaccional formalista, un hilo conductor que se propone desde el principio no culpar a nadie por la vía de la valoración al máximo de la imposibilidad de aclarar las causas del suceso: “no hay ningún dato concreto que permita establecer con seguridad las causas…”, o “desde la perspectiva de lo posible nadie podía aventurar un desenlace concreto”.

Por otra parte, no pasa desapercibido el contorneo que se da a la maraña empresarial existente en el caso, consustancial en la marina mercante internacional, eludiendo una realidad reconocidamente dolosa, que en el caso del Prestige ponen en evidencia la usura en la inspección y la frivolidad en las certificaciones que pretenden garantizar la navegación. En este cuadro de piratería moderna de los mares, a las serias deficiencias del buque (que tratan de ocultar esas certificaciones, “todas ellas en regla”), hay que añadir el patetismo de un capitán jubilado y enfermo, aunque experto, sobre el que recayó durante un tiempo la atención mediática. El caso acaba teniendo, pues, la interpretación práctica de una “catástrofe natural”, es decir, la mala suerte, que es la conclusión en la que se afanan los actuales tiempos neoliberales, en los que las responsabilidades de las empresas y los negocios deberán quedar a salvo, trasladándose los costes generados por la avaricia y la incompetencia a la sociedad en su globalidad.

Sobrecoge, en todo caso, la frialdad, más que ligereza, con que el texto liquida el problema ambiental –que debiera ser considerado de fondo y de forma y un fundamental actuante en el origen y las causas del drama y del proceso penal–, ya que sólo sobre la marcha se refiere a él aludiendo a “la recuperación rápida del ecosistema, como parece que efectivamente ha ocurrido” e instituyendo que “al parecer, los efectos de los hidrocarburos sobre los ecosistemas de costas expuestas al mar son de corta duración y la flora y la fauna vuelven a colonizarlas rápidamente”. No se plantea el sentenciador, en este asunto ambiental que es sin duda estratégico en el proceso de redacción y señalamiento de responsabilidades, la consideración de opiniones diversas o contradictorias, como hace en el prolijo relato de los argumentos a favor o en contra del alejamiento del barco respecto de la costa, que fue en definitiva en lo que consistió la polémica y el vaivén de órdenes y contraórdenes que en su día se produjo.

Sin ser excesivamente malévolos podríamos poner de relieve que las evidentes ligerezas de una sentencia manifiestamente mejorable y que ya está recibiendo una lluvia de críticas y recriminaciones se inscriben en esa dinámica relajante y algo pícara que tantas veces ilustra el proceso general de redacción de sentencias, mostrando un inocultable placer por “desplazar hacia arriba” la responsabilidad juzgadora y, en definitiva, el rigor necesario para el establecimiento final de las causas, las responsabilidades y, en definitiva, los culpables. Esto es lo que deberá hacer el Tribunal Supremo en casación, tras el previsible aluvión de recursos, revisando el prolijo proceso de exculpación en que, a fin de cuentas, viene a consistir esta sentencia con que nos sorprende la Audiencia Provincial de A Coruña.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.

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