POLÍTICA / Muchos defienden el orden declinante frente a cualquier novedad pese a su hipotético ideario progresista

Nuevos retóricos de la intransigencia

1
intransigencia
La defensa de la democracia frente al populismo de izquierdas y la defensa del racionalismo ante el auge nacionalista conducen a fines justamente opuestos a los principios que se dice enaltecer. / Pixabay

Estos tiempos singulares de transición e incertidumbre han provocado todo tipo de reacciones reveladoras. Han abundado quienes, bien recompensados durante el anterior periodo de estabilidad, han cerrado filas, se han tornado conservadores y defienden el orden declinante frente a cualquier novedad pese a su hipotético ideario progresista. No son menos los que, siempre colocados en los aledaños del poder, han titubeado y se han mantenido en una calculada indefinición, a la espera de que la situación se aclare y pueda apostarse sobre seguro. Entre los confortablemente colocados en el terreno profesional, muchos menos han sido los que se han abierto a las presiones de una joven generación comprensiblemente defraudada.

«Utilizan argumentos que hace tres o cuatro décadas eran progresistas, pero que hoy, desempeñan funciones netamente conservadoras»

En este intervalo de cambios sin desembocadura cierta han cobrado así eco determinadas posiciones cuya notable difusión apenas permite ocultar su inconsistencia. Podríamos calificarlas de modo sumario como sigue: se caracterizan por utilizar principios y argumentos que hace tres o cuatro décadas tuvieron una valencia progresiva, pero que hoy, ante un escenario mudado, desempeñan funciones netamente conservadoras. Parafraseando a Albert O. Hirschman, diríase que han pasado a engrosar las retóricas de la reacción frente a cualquier cambio de signo igualador. Pongamos solo dos ejemplos, que el lector sabrá identificar de inmediato en columnas, editoriales y opiniones tertulianas de abrumadora propagación.

El primero de ellos es el que no deja de insistir que el sistema político democrático se caracteriza por respetar la diferencia, el pluralismo y a las minorías. Ensalza las aptitudes para la negociación, las transacciones y el fair play con el adversario político. Demoniza toda postura que reconozca abiertamente el carácter agónico de la lucha por el poder y su consiguiente aspiración de derrotar al contrincante. Es muy probable que en sus clases o escritos haya vulgarizado la democracia como aquel sistema radicalmente abierto e indeterminado, con un destino que solo pueden escribir sus ciudadanos, donde todas las sensibilidades tienen en principio cabida, y pueden llevar a la realidad sus programas siempre que mediante una persuasión convincente se granjeen el apoyo de las mayorías.

Así presentada, esta dirección de pensamiento, hoy superpoblada, apenas merecería reproche alguno. En ella se detecta además su papel decisivo en el paso de la dictadura a la democracia. Frente a un régimen asentado en unos “principios”, los del llamado “Movimiento Nacional”, que entendía inamovibles y eternos, esgrimía las virtudes de un sistema pluralista sin fundamentaciones ontológicas. Ante un sistema excluyente de partido único, aspiraba a la institucionalización de un modelo basado en la competición limpia entre partidos culturalmente diversos. ¿Quién diría, pues, que contando en su haber con tan valiosa aportación, este discurso podría pasar a jugar a día de hoy funciones reaccionarias, opuestas a su genética razón de ser?

«Se trata de proteger la anterior situación de uniformidad donde el contraste entre grandes partidos no implicaba la contraposición real de posiciones»

Los elementos básicos que conforman esta argumentación han sido conjugados, a día de hoy, como método de neutralización de las fuerzas políticas emergentes que, pese a todas las adversidades, han conseguido resquebrajar el consenso establecido. Al contestarlas invocando las virtudes del pluralismo, apenas pueden ocultar su rechazo profundo a la variedad real de las sensibilidades políticas. Más que salvaguardar el pluralismo político, tratan de proteger la anterior situación de uniformidad donde el contraste entre grandes partidos no implicaba la contraposición real de posiciones. Al advertir a las nuevas fuerzas que resulta condenable su manía por derrotar a sus adversarios, no consiguen reprimir su propio deseo de derrotarlas y de volver a enterrar en el silencio las reivindicaciones que representan. Más que una democracia donde confronten tendencias políticas antagónicas, postulan un régimen consensual donde el desacuerdo sustantivo queda proscrito. Su recuerdo, imperativo y tutelar, de que en política se está para negociar y transigir oculta, en realidad, el deseo de que las nuevas fuerzas renuncien de entrada a todas sus aspiraciones, sin que ellos tengan que sacrificar nada a cambio. Y, en fin, su impugnación de las nuevas formaciones esgrimiendo las supuestas reglas de la democracia no viene sino a desmentir su visión idílica del modelo democrático como aquel capaz de traducir a medidas reales todo tipo de exigencias ciudadanas. Para ellos la democracia es más bien un camino de dirección única que solo puede conducir a los predecibles resultados ya conocidos.

«¿Quién no ha escuchado a un erudito catedrático afirmar con gravedad que los nacionalismos nos devuelven a la noche oscura de los tiempos?»

Otro tanto ocurre con quienes atacan el rebrote del nacionalismo con las armas de la razón ilustrada. ¿Quién no ha escuchado a un erudito catedrático afirmar con gravedad que los nacionalismos nos devuelven a la noche oscura de los tiempos, al sacar la vida pública de los quicios de la deliberación racional? Identificando toda la doctrina nacionalista con su acepción mística, romántica y autoritaria, condenan cualquier tipo de fundamento de la acción política que no esté basado en las premisas de la “razón occidental”.

Acontece en este caso lo mismo que en el anterior: estamos ante un discurso que jugó en su momento un esencial papel liberador frente a los regímenes que, como el III Reich, la Italia fascista o la propia dictadura de Franco, se asentaban sobre un integrismo nacionalista excluyente hacia dentro e imperialista hacia el exterior. Sin embargo, también este discurso ha pasado hoy a desempeñar, en su mayor parte, una función de contención conservadora.

«La invocación de la razón ilustrada frente al reflujo de los nacionalismos apenas oculta el rictus de una aversión profundamente irracional»

La invocación de la razón ilustrada frente al reflujo de los nacionalismos apenas puede ocultar el rictus de una aversión profundamente irracional. Su gesto típico es el desprecio a la facultad esencial de la razón, que no es otra que la del conocimiento. En lugar de reconocer la relevancia fundamental que las identidades simbólicas tienen como catalizador social, para poder intervenir en términos racionalizadores en su proceso aglutinador, las desprecia con altivez, las condena sin remisión y anhela el objetivo irracional de que desaparezcan. Sin preocuparse siquiera por diseccionarla en su versión contemporánea, remplaza lo que entiende como una doctrina por esencia autoritaria por una forma real de despotismo, que aspira a borrar de la escena factores de agregación social de potencia formidable. Y, lo que es peor, su ataque al nacionalismo en nombre de la razón resulta incapaz de esconder que, al final, su motivo inspirador es otro nacionalismo de rango presuntamente superior, al que, ya sí, se le considera tan intangible como trascendente.

La defensa de la democracia frente al populismo de izquierdas y la defensa del racionalismo ante el auge nacionalista conducen a fines justamente opuestos a los principios que se dice enaltecer. En el primer caso, al anquilosamiento del sistema democrático, impermeabilizándolo frente a nuevas demandas de apertura y participación; en el segundo, a la anulación de la racionalidad política en holocausto de una fobia irracional, que aboca por necesidad al despotismo y la confrontación. De ser fuerzas argumentales progresivas, han pasado a jugar un papel eminentemente regresivo y reaccionario ante los actuales desafíos. Si se apuesta por introducir cambios sustantivos, hay que ponerse en guardia frente a ambos bombardeos argumentales. Su potencial restaurador es muy superior al de la inofensiva jerga habitual entre las voces francamente conservadoras.

1 Comment
  1. Horacio Espino Bárzaga says

    Gracias Sebas. Estar a la altura de los tiempos, siempre cambiantes por naturaleza, no admite disfrutar demasiado posiciones acomodaticias políticamente, o confortables profesionalmente. Para encarar los nuevos retos hay que ser valientes, o tener el coraje de ceder el espacio a los que vienen detrás. ‘Los hijos se parecen más a su tiempo que a sus padres’, por ello la naturaleza y la sociedad ante cada reto intenta empollar los nuevos retoños con capacidad de superación. Si es cierto que la ley se defiende desde la ley, la democracia ha de defenderse desde métodos y procedimientos democráticos. En el caso de Cataluña estamos apreciando el conflicto entre los fundamentos y razones del ‘estado de derecho’ que nace y crece en el XIX, versus las formas y sustancia del ‘estado democrático’ que se implementa luego de 1948. Una confrontación que hasta ahora, y siempre en clave dialéctica, Occidente ha intentado limar y evitar para no evidenciar sus miserias y limitaciones. España políticamente no ha sabido gestionarlo adecuadamente por su pesada carga franquista, por una conjunción de factores coyunturales a modo de ‘tormenta perfecta’, y por la ausencia de la válvula de escape que siempre pueden permitirse los sistemas que respetan en mayor medida la independencia judicial. (…) En todo caso, limitar los daños implica, para millones, el menor ataque pisible al ‘estado social’. Nunca antes el Rey había estado tan desnudo.

Leave A Reply