Correspondencia a base de bombas: el idioma de la insurgencia en Tailandia

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Los padres de dos de los jóvenes asesinados, en la aldea de . / Mónica G. Prieto
Los padres de dos de los jóvenes asesinados, en la aldea de Tokh Chow. / Reportaje fotográfico de Mónica G. Prieto

YALA/PATTANI (TAILANDIA).– La última vez que Wadi Wamuh vio a su hijo Saddam, de 24 años, fue en la obra en la que éste trabajaba pocos minutos antes de que la llegada de ocho vehículos militares sobrecogiese a la población del villorio de Tokh Chow. Este padre de familia, recolector de caucho, no supo qué temer, acostumbrado a la violencia que reina en el sur de Tailandia desde que tiene memoria.

“Yo estaba a cien metros cuando el Ejército rodeó a los jóvenes. Sin decir nada, los soldados dispararon al aire. Sólo escuché ráfagas de disparos y vi cómo les obligaban a tumbarse boca abajo, para después ponerles las armas en el cráneo”, rememora con el rostro agotado y sin lágrimas que derramar. "Entonces se los llevaron". Eran las cinco de la tarde y Wadi ignoraba que, de los 22 jóvenes que acababan de ser arrestados, cuatro ya no seguían con vida. Acudió a la comisaría de Thung Yang Daeng a preguntar por Saddam, y le pidieron que esperara. Allí esperó hasta que, a medianoche, el alcalde le solicitó que identificara el cadáver de su hijo. “Tenía tres disparos, uno en el pecho y dos en los antebrazos, como si hubiera levantado los brazos”, dice el hombre alzando los suyos, como si se rindiera.

Wadi Wamuh, en su humilde casa. Al fondo, su esposa. / M. G. P.
Wadi Wamuh, en su humilde casa. Al fondo, su esposa. / M. G. P.

Saddam es una de muchas vidas sacrificadas en el nombre de la impunidad militar, el miedo y el nacionalismo de los secesionistas del sur de Tailandia. Su nombre, junto con los otros tres jóvenes ejecutados junto a él por los militares, (dos de ellos estudiantes de Universidad Fatoni, antiguamente Universidad Islámica de Yala) engrosan la lista de 6.200 nombres de muertos, la mayoría civiles, desde 2004 –se calcula que la mitad a manos de los separatistas, la mitad a manos del Ejército- y suponen la última herida abierta del llamado sur profundo, las provincias de Pattani, Yala y Narathiwat, antiguo Sultanato de Pattani, anexionado por Tailandia (entonces Reino de Siam) a principios del siglo XX y de mayoría étnica malasia y musulmana en medio de un país budista.

En este conflictivo áreacada herida cuenta. Días después de aquellas cuatro muertes, 40 bombas sacudieron durante tres días consecutivos la ciudad de Yala, algunas tan espectaculares como la que devoró la mueblería de Thanakorn Sae-koh, en plena calle Jongrak, principal avenida de la ciudad de Yala. El resultado de lo que podría haber sido una masacre se redujo a 20 heridos. Otras explosiones de baja intensidad les sucedieron: en total, los últimos días han presenciado 56 ataques con explosivos en el sur tailandés.

Daños provocados por una de las explosiones en pleno centro de Yala. / M. G. P.
Daños provocados por una de las explosiones en pleno centro de Yala. / M. G. P

“No ha habido más víctimas porque las bombas no llevan metralla. Son mensajes, potencialmente peligrosos, enviados al Gobierno. La ironía es que la gente a la que pretenden estar ‘liberando’ es la que sale perjudicada”, explica Don Pathan desde el café que regenta con su esposa en el centro de Yala. Este analista, director del think tank Foro Patani y columnista del diario tailandés The Nation, es uno de los mejores conocedores del conflicto ya que reside, a tiempo parcial, en esta localidad sureña. Para Pathan, las explosiones son la respuesta de la insurgencia a la iniciativa de paz relanzada por la Junta militar a través de la denominada MARA Patani (Majlis Amanah Rakyat Patani o Consejo para la Paz del Pueblo Indígena, en malasio), gestada en 2013 por el Gobierno depuesto de Yingluk Shinawatra con escaso éxito. Ahora, los militares han resucitado la iniciativa, fomentada desde Malasia, para terminan con un conflicto que lastra a Tailandia: el único problema es que no han contado con los grupos separatistas.

“Hay condiciones por parte de la insurgencia que se están ignorando”, explica Pathan. “En primer lugar, denuncian que no se pueden buscar atajos para la paz, que esto no es un bote de comida instantánea, sino que la paz requiere construir confianza mutua. Necesitan entrenamiento en mediación, son gente que no tiene formación mínima para ello. Y además quieren tener legitimidad, quieren ser reconocidos políticamente, sin temor a ser perseguidos, y quieren inmunidad para sus miembros una vez que salgan a la luz para negociar”.

Pivotes de seguridad bloquean el acceso a una calle en Yala. / M. G. P.
Pivotes de seguridad bloquean el acceso a una calle en Yala. / M. G. P

Según datos de Deep South Watch, ONG dedicada a documentar la violencia del sur de Tailandia, en los últimos 10 años de inestabilidad se han producido más de 14.000 incidentes violentos que se han cobrado más de 6.100 víctimas y 11.000 heridos. En la última década, las fuerzas de Seguridad han efectuado 4.000 detenciones; sólo en los últimos días 22 personas fueron arrestadas para ser interrogadas en relación con 56 pequeñas explosiones en 44 localizaciones diferentes de Yala. El aumento de la violencia es destacable en las últimas semanas, y según los expertos se trata de una serie de avisos sobre la escasa voluntad negociadora de los grupos secesionistas: ayer, cuatro soldados de civil fueron asesinados en una emboscada insurgente en la provincia de Yala.

Hasta ahora, la clandestinidad es uno de los escollos en las negociaciones: nadie se declara miembro de las seis facciones insurgentes, ni siquiera del Barisan Revolusi Nasional, el principal grupo secesionista. Incluso aquellos que han mostrado su simpatías por el MARA Patani han sido conminados a abandonar sus filas, según Pathan. En 2013, el representante del BRN –no era su portavoz, ni siquiera era miembro del grupo- dimitió dejando un vacío que aún hoy no se ha llenado. Y el general Prayuth Chan-o-cha, jefe de la Junta militar, no parece muy preocupado por la falta de voces con las que dialogar. “El proceso le resulta casi indiferente. Espera que se resuelva por sí solo, porque está más preocupado por su imagen internacional”, evalúa el analista.

Dos mujeres departen en un mercado de Yala. / M. G. P.
Dos mujeres departen en un mercado de Yala. / M. G. P.

“MARA plantea interrogantes a muchos grupos sociales, porque no es posible que los principales grupos [insurgentes] del sur no estén representados en la iniciativa”, valora Asmadee Bueheng, vicepresidente de la Asociación Permas, la Federación de Estudiantes y Jóvenes de Patani, cerca de la universidad de esta localidad, donde finaliza sus estudios de Ley Islámica. “Aquí lo que necesitamos es justicia”. Asmadee recuerda que el Sur profundo lleva 11 años viviendo bajo la ley marcial, donde los militares gozan de total impunidad. “El Ejército tiene poder absoluto para arrestarnos, para matar con impunidad. Los soldados nunca pagan por sus crímenes: la respuesta del Gobierno es pedir perdón o transferir a los implicados”.

Se calcula que unos 60.000 efectivos controlan la Seguridad en las tres provincias rebeldes, lo que se traduce en una abrumadora presencia de uniformes y en innumerables puestos de control (algunos gestionados por fuerzas especiales) que ralentizan el tráfico y exponen a la población al escrutinio amenazante de las fuerzas de Seguridad. “Sólo en la ciudad de Patani hay 30 checkpoints, pero depende de la zona. Entre Palas y Pattani, en una distancia de 20 kilómetros hay 10 puestos de control. Eso encona a la gente, la impunidad y la ley marcial es lo que empujan a la violencia”, prosigue el joven, de 23 años: sólo de su organización, que rechaza el uso de la violencia para conseguir objetivos políticos, una veintena de miembros han sido arrestados desde su creación, hace ocho años.

Dos obreros, detenidos por el Ejército en el incidente que costó la vida a los cuatro jóvenes de Tahwk. / M. G. P.
Dos obreros detenidos por el Ejército en el incidente que costó la vida a los cuatro jóvenes de Tokh Chow. / M. G. P

Permas es otro reflejo de la acción-reacción que mueve el conflicto sureño: la organización fue la respuesta, pacífica y comprometida, de estudiantes conmocionados por la violación de una joven a manos de un militar. Pero, por lo general, las respuestas son sangrientas: el pasado octubre, una niña musulmana de 10 años falleció cuando el coche en el que viajaba fue tiroteado por las fuerzas de Seguridad: el conductor no obedeció el alto de los uniformados. Un responsable de la unidad implicada presentó sus disculpas al padre, madre y hermana de la niña, que sobrevivieron al ataque; una semana después, los insurgentes atacaban un grupo de budistas en la provincia de Songkhla, matando a tres de ellos y dejando una sarcástica nota: “Pedimos disculpas por estas muertes no intencionadas, como cuando vosotros disparasteis a los malayos en la aldea de Yalor”, se leía en referencia al ataque que costó la vida a la cría.

En el sur de Tailandia nunca se olvida, y pocas veces se perdona. Ambas partes rechazan verse las caras pero mantienen una sólida y estrecha relación mediante formas de correspondencia alternativas: ataques, detenciones y notas que acompañan cadáveres. Dos semanas después de las muertes antes mencionadas, varias pancartas fueron colgadas en localidades del sur con una leyenda: “Mientras la política de Regreso de la Felicidad al Pueblo [en referencia a la Junta militar] implique cañones contra [...] inocentes hermanos y hermanas malasios, los civiles budistas, los burócratas y los profesores pueden estar seguros de que serán las últimas víctimas”.

Escenario de una de las explosiones en Yala. / M. G. P.
Escenario de una de las explosiones en Yala. / M. G. P

El martes 26 de mayo, un alcalde y un profesor que conducían por las calles de Pattani fueron abatidos por un grupo de hombres, armados con fusiles AK47 y M16, que les abordaron en una furgoneta. Tras acribillar los cuerpos, bajaron de su vehículo y descargaron sus armas en el coche de sus víctimas. La policía aseguró que no es posible aún definir si se trata de un ataque de la insurgencia o un episodio de criminalidad ya que la zona ha sido escenario de cuatro ataques contra responsables municipales en los últimos meses, pero los maestros son uno de los objetivos prioritarios de los secesionistas desde hace años: 182 empleados de escuelas públicas han sido asesinados desde 2004, llevando a las autoridades a imponer escolta militar a muchos docentes.

La fijación con los maestros de escuela, acusados de colaboracionistas por participar  en la política de asimilación de la población malasia del sur de Tailandia mediante la aplicación del curriculum dictado por Bangkok, ha llevado a las ONG a elaborar duros informes contra los secesionistas como éste de Human Rights Watch, donde se denunciaba que “la insurgencia ha convertido a los maestros y escuelas estatales, considerados símbolo de la autoridad del Gobierno central y de la cultura budista tailandesa, en objetivo frecuente de sus ataques”.

Mezquita de Kreu Se, en Pattani. / M. G. P.
Mezquita de Krue Se, en Pattani. / M. G. P.

El vicepresidente de la Federación de Estudiantes explica que los “separatistas creen firmemente que algunas escuelas están aplicando un curriculum destinado a la asimilación de la población malasia. Algunos profesores lo hacen abiertamente, y por eso son objetivo”. El Gobierno de Bangkok lleva intentando imponer un sentimiento nacionalista tailandés en el área desde los años 30, algo visto como antinatural para el antiguo Reino de Pattani, con una cultura, religión e idioma próximo a Malasia que les confiere un fuerte carácter propio. Fue ese resentimiento el que llevó a los primeros signos de disidencia y a la creación de la Organización de Liberación del Pattani Unido, origen de la actual insurgencia armada, muy activa entre los años 60 y 70 contra la “ocupación ilegal” y la “colonización” tailandesa. La violencia llevó a las autoridades a pactar un acuerdo con la insurgencia en los años 80, acompañado de tolerancia religiosa y promesas de participación política. En 2004, la represión violenta de una manifestación encrespó los ánimos y, en abril de 2005, las fuerzas de Seguridad asaltaron con helicópteros y granadas la mezquita de Krue Se, lugar santo de Pattani, donde se habían refugiado un centenar de insurgentes tras haber acometido ataques contra edificios oficiales: 111 personas murieron dando paso a la nueva fase de violencia que se extiende hasta ahora.

El formato ha cambiado poco desde entonces, como apenas se ha modificado la terminología empleada. En Yala y Narathiwat amanecieron, colgadas de las autopistas, ocho pancartas el pasado 18 de mayo: “Trucos, fraudes, mentiras, usar a la gente como juguetes: esa son las ocupaciones de los colonizadores del Siam desde el pasado hasta el presente. ¡Morid! Si retiráis esta pancarta, ¡moriréis!”. No eran palabras vanas: cuando los agentes se disponían a retirar el cartel en el distriro de Bannang Sata, en Yala, una pequeña explosión sacudió el lugar. No hubo heridos, pero parece cuestión de tiempo que los mensajes con dinamita terminen provocando una matanza y elevando el conflicto a un nuevo estadio.

Los 'doce valores' promocionados por la Junta militar tailandesa, en tailandés, malayo e inglés, en Yala. / M. G. P.
Los 'doce valores' promocionados por la Junta militar tailandesa, en tailandés, malayo e inglés, en Yala. / M. G. P.

El 27 de diciembre de 2013, los agentes inspeccionaron un camión aparcado frente a la Central de Policía de Phuket: en su interior dos grandes bombas perfectamente ensambladas esperaban a ser detonadas. Sin embargo, el mecanismo que habría destruido probablemente el lugar no había sido conectado. El incidente recuerda al reciente coche bomba en la isla de Samui, uno de los principales destinos turísticos de Tailandia. Mató solamente a una persona pese a ser colocado en un centro comercial: la escasa potencia estaba perfectamente medida para provocar pocas víctimas pero elevar drásticamente el tono de un conflicto que mezcla religión y nacionalismo pero que no se puede comparar con los que desangran Oriente Próximo.

“No creo que haya posibilidad de radicalización”, estima Pathan. “Este no es un conflicto religioso. Hace un tiempo se dijo que Jamaa Islamiyaa había enviado delegados con la esperanza de atraer el movimiento secesionista a su causa: se marcharon con las manos vacías. Aquí odian a los salafíes”, prosigue Pathan, quien explica que la corriente predominante en la población malasia del antiguo Estado de Patani es shafi, una de las cuatro escuelas de Jurisprudencia del Islam suní. “Este es un conflicto más nacionalista que religioso, y Bangkok no lo asocia al terrorismo internacional porque no tiene nada que ver. No hay una tradición religiosa como lo pueda haber en Oriente Próximo sino que la religión es parte de la identidad nacional”, prosigue el responsable del Foro Pattani.

Dos jóvenes se toman autorretratos con el móvil frente a la mezquita de Krue Se. / M. G. P.
Dos jóvenes se toman autorretratos con el móvil frente a la mezquita de Krue Se. / M. G. P.

Tampoco está claro cuál es el deseo último de la población del sur: una independencia y resurgimiento del Sultanato de Pattani o una autonomía que les libere del control de Bangkok. “Lo importante es la democracia. La respuesta está en la voluntad de los residentes: si quieren la independencia, es lo que deben obtener”, explica Asmadee. “MARAT Patani ha chocado contra una muro: la poca disposición de la gente. No representa a la sociedad, sino a un par de malasios”, dice Don Pathan entre risas. Y el BRN, la organización más grande con 3.000 militantes estimados, y los seis grupos minoritarios que representan a la insurgencia sí lo hacen, en cambio. “El 90% de la población es malasia y aprueba lo que hacen sus hijos o sus sobrinos”, prosigue en referencia a los militantes que llevan la violencia a las calles para obtener réditos políticos.

En la avenida de Jongrak, en el centro de Yala, los accesos a los barrios budistas están cortados por barricadas y barreras elevadas custodiadas por guardias. En una esquina, las paredes ennegrecidas de un local que se intuye suntuoso recuerdan la oleada de violencia de hace unas semanas. En el interior de esta mueblería, instalada en un edificio construido en madera, su dueño Thanakorn Sae-koh rescata papeles medio calcinados y almacena en un rincón restos carbonizados de su mercancía. “No puedo ni evaluar el dinero que se ha perdido aquí”, dice con semblante taciturno este hombre de origen chino. Es la segunda vez que Thanakorn es objetivo de las bombas de los violentos: el 6 de abril de 2014, su primera tienda, en el mismo lugar, quedó arrasada por un coche bomba. “No es algo personal: el problema es que el edificio es de madera y un ataque aquí da mayor visibilidad”, prosigue con seriedad el empresario, de 63 años.

Thanakorn Sae-koh, en el interior de su negocio calcinado por una bomba. / M. G. P.
Thanakorn Sae-koh, en el interior de su negocio calcinado por una bomba. / M. G. P.

El explosivo convirtió su negocio –el inmueble es propiedad de su tío- en una visible tea: los bomberos tardaron casi dos horas en extinguir un incendio que pudo verse en toda la ciudad, a modo de macabro recordatorio del conflicto del sur y del potencial violento de la insurgencia. “La tienda ha pagado su precio, pero ahora los clientes también tendrán que pagar: vamos a tener que inspeccionar las bolsas de quienes entren para evitar explosivos”. Ese ha sido el consejo de las autoridades que visitaron al empresario días después, entre cámaras y flashes. Thanakorn sí tiene claro qué es lo que quiere para el sur de Tailandia. “Antes Yala era una ciudad tranquila y ahora se está volviendo violenta. Queremos volver a los tiempos pasados”.

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