Emil Cioran: el filósofo demediado

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Emile Cioran. / Wikimedia Commons

Estaba hace unas horas escuchando las intervenciones de Ignacio Vidal Folch , Héctor Subirats, colaborador de cuartopoder.es, y Fernando Savater en el salón de actos del Círculo de Lectores sobre sus encuentros con la obra y la figura de Cioran, actos encuadrados dentro de la Semana que el Instituto Cultural Rumano ha organizado en torno al centenario del filósofo –nació en Rasinari un 8 de abril en los tiempos en que aquella localidad pertenecía aún al Reino de Hungría–, cuando me asaltó la idea de que su obra nos llegó, a todos los de mi generación que gustamos de jóvenes de su embrujo, bajo la admonición y ejemplo de algún excéntrico heterodoxo de los que en España, por suerte, andábamos sobrados. En mi caso, parecido al de Vidal Folch, pero un poco más curioso, recuerdo aquel Breviario de podredumbre que Amador Cuervo Valseca, –un personaje que había sido, casi por este orden, lector empedernido de Santa Teresa, heideggeriano, falangista a la fuerza, voluntario de la División Azul en el frente de Leningrado, marxista convencido ya desde la campaña rusa, luchador antifranquista después, físico amateur, comunista disgregador y escandaloso de ortodoxias estalinistas– me regaló para que, según él, “supiera lo que era la vida”. Uno, entonces, era muy joven y aquellos aforismos contenidos en el libro que se suponía podían hundir en la más negra de las depresiones a aquellos que los leyesen con ingenuidad de lector entregado me produjeron, cosa curiosa, unas ganas de vivir tremendas, de tal modo que me comía la noche, noche tras noche, mientras leía, ya por el día, día tras día, aquellos fragmentos donde se hablaba de que el hombre navegaba del dolor al aburrimiento, del paroxismo del abatimiento a la pereza de los días iguales. Luego, ya un poco más maduro, leí otros libros de Cioran y nunca, nunca, en esa mezcla schopenhaueriana y de ribetes místico-budistas en que puede resumirse su visión del mundo me sentí mínimamente abatido por aquello que leía. Al revés.

Porque si hay algo que se desprende de sus obras es un disgusto metafísico tal ante la vida, ante el hecho de existir, que la reacción que produce, indefectiblemente, es la contraria. Cioran es un hombre que siente y quiere absorber la carnalidad de la mística y eso le vuelve loco porque, en el fondo, su puritanismo no le deja sentir esto de manera natural. Se le ha cercenado esa posibilidad. De ahí esa atracción, esa fascinación por Santa Teresa, una fascinación que compartieron muchos intelectuales franceses por aquellas fechas, Georges Bataille, sin ir más lejos, y que tiene mucho que ver con una carencia propia del racionalismo, la de la imposibilidad ya de tal experiencia, posibilidad que, sin embargo, no excluye la atracción fatal, eso sí, mediada ya por la memoria.

Vidal Folch se refirió en su presentación en el Círculo de Lectores al espacio de tabardo molesto que su obra tuvo siempre en los movimientos marxistas de los setenta. Muy cierto. Recuerdo que cada vez que uno sacaba a la palestra, dialéctica, claro, cualquiera de los intereses que removían el alma de Cioran en alguna de esas reuniones, siempre había alguien que, de haber podido, hubiese sacado la pistola. Ese aspecto perturbador es lo que queda de su obra, por lo menos es lo que nos queda a los que hace años, muchos años, ya, gozamos y gustamos de sus aforismos de aparente nihilismo argumental.

Amigo de Ionesco, de Mircea Eliade… Cioran decía abominar de la amistad pero nadie como él argumentó con tamaño fervor sobre la necesidad de tener amigos, necesitado de Dios porque en el fondo era un hombre de experiencias metafísicas, sin embargo llegó a reducir a éste a la existencia de  la obra de Bach, algo que no se le hubiese ocurrido al más taimado de los ateos, abogado ferviente de la causa del suicidio todos los veranos acudía a un balneario y llegó a morir a edad avanzada. Muchos han considerado hipócrita tamaño cúmulo de aparentes contradicciones sin darse cuenta de que no hay contradicción alguna, sólo uno de los modos usuales en que los hombres nos enfrentamos a la existencia y su absurdo, uno de los modos en que reaccionamos a ese misterio que es la vida y su tremendo poder de afirmación.

Dije antes que no era casual que un personaje que había sido falangista, adorador de Santa Teresa, heideggeriano, marxista, físico, me hubiese introducido en Cioran. El filósofo mismo pertenecía a esa estirpe de variada influencia, una variada estirpe que dio frutos notables en la década de los setenta. Creo que en estas fechas en que conmemoramos su centenario los que nos rendimos hace años a su embrujo pensamos más o menos lo mismo: Cioran ya no está de moda, ¿quién que no sea una bagatela lo está?, pero su influjo, subterráneo, sigue ahí, a la busca de tiempos propicios, tiempos que, además, le vendrán gracias a los jóvenes porque como muchos otros, Hermann Hesse, por ejemplo, su obra es idónea para abrir mentes casi vírgenes. ¿Tendría razón mi amigo cuando me regaló Breviario de podredumbre?

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