El Club de la lectura

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Alejandra Díaz Ortiz *

Imagen: Flickr de ciro@tokyo

A mí lo que de verdad me gusta es ir a la Biblioteca. No, no se vayan a pensar que soy una rata de los libros o una friqui inadaptada. Se los voy a contar.

Todo comenzó hace algunos años. Una mañana de julio, mi hermana me pidió que le hiciera el favor de pasar a recoger a mi sobrina a la biblioteca. La pobre niña se tuvo que pasar todo el verano estudiando para recuperar química y geografía a riesgo de perder la beca que, como hija de madre soltera, le habían concedido. Era eso o trabajar en la tienda de su madre. Así que, ante tal perspectiva, allá que iba Sandrita, de diez a dos todas las mañanas y de lunes a viernes. La verdad es que mi hermana lo que quería era asegurarse de que su pequeña estaba donde debía estar, haciendo lo que debía hacer.

Entré a la sala de lectura media hora antes de lo convenido para cumplir mi cometido. Sin que advirtiese mi llegada, me senté tres mesas más allá de ella. Para camuflar la misión de espionaje, me llevé un libro de casa. No tenía tarjeta de lectora y, solicitarla, no entraba en mis planes.

Me senté cómodamente, eché un vistazo a la sala y abrí la novela de Sam Savage y su divertido ratón Firmin. Estaba tan entretenida compartiendo los conocimientos que el pequeño roedor se zampaba en una vieja librería de Boston, que no sentí los ojos negros que tenía clavados entre la frente y mi pecho. Caí en ellos cuando quise mirar la hora en el viejo reloj colgado en la pared del fondo, justo detrás de ellos. Me sonrieron.

Lo de ver de lejos y distinguir a las personas no es lo mío. Así que, con gesto mecánico, devolví la sonrisa. Di por hecho que se trataba de algún aburrido conocido. Volví a mi lectura.

Me sorprendí al ver una mano deslizándose sobre mi mesa. Debajo de ella, acercándolo hacia mí, un ejemplar de Veinticuatro horas de la vida de una mujer de Stefan Zweig. Los ojos negros se alejaron dándome la espalda al mismo tiempo que mi sobrina se percataba de mi presencia, recogía sus cosas y se encaminaba a la salida.

Esa misma noche me leí la novela de un tirón. A la mañana siguiente, no fue media sino una hora antes, cuando llegué a ocupar mi sitio en la sala de lectura. Me cercioré de que los ojos negros también estaban ahí.

Entre una ida al baño y un volver a la mesa,  le dejé caer El amante de Lady Chatterley. Me pareció que era un buen texto para corresponder al suyo. Aunque prohibida en la conservadora Inglaterra por allá de los años veinte del siglo pasado, la novela de D. H. Lawrence también se ocupaba de un amor igual de apasionado y no menos tortuoso.

Nerviosa, volví a sentarme, tratando ―sin éxito― de retomar el hilo de la triste historia de la rata madre borracha del ratoncillo bostoniano. Mi corazón latía desbocado, aguardando una señal. O, que aquel libro se estrellara contra mi osadía.

Cinco minutos antes de la hora de marchar, por encima de mi hombro sentí caer en mi regazo una edición de Rojo y Negro de Stendhal. Mientras lo guardaba en mi bolso, pensaba que ojos negros bien podría parecerse a Julien Sorel, el joven y guapo soldado que sacude la tranquila vida de la señora Rènal, protagonista de la trágica historia del escritor francés. No me hizo falta leerla: me la sabía de memoria. En mi juventud, soñaba con ser la protagonista de igual pasión.

Más mi sorpresa fue mayor cuando, al abrirlo, encontré un marca páginas en el que se leía, escrita con delicada caligrafía, una declaración: «Yo también podría perder la cabeza por usted, hermosa dama».

Anïs Nin y su Henry and June provocaron el primer encuentro. Sucedió en la sección de filología hispánica, pasillo poco visitado en la época estival. Los académicos suelen estar de vacaciones.

En el más estricto de los silencios, ojos negros se recompuso la camisa y el cinturón. Mientras se acicalaba el pelo, yo trataba, inútilmente, de recobrar el aliento. Luego, sin apenas mirarnos, volvimos cada uno a su lugar.

Dos días más tarde, se me acercó un desconocido. Me llamó la atención porque nunca lo había visto por ahí. Extendió el brazo para ofrecerme un libro. Ante mi desconcierto, señaló con la mirada a ojos negros. Imaginé que se trataba de otro de sus mensajes ocultos, así que lo recibí excitada y lo apreté contra mi pecho, en señal de aceptación. Sonreí agradecida. En esta ocasión se trataba de las Memorias de una cortesana, las de Fanny Hill, escritas por John Cleland. Sin importarme mucho la historia, busqué el marca páginas. También estaba escrito, pero con una letra distinta. Con grandes trazos y en tinta roja, decía: «Bienvenida al Club de la lectura».

En el más alejado de los pasillos, entre las ciencias exactas y las puras, mantuve mi segunda tertulia. Esa vez con el desconocido.

Y así fue como me entregué, en cuerpo y alma, al apasionante mundo de la literatura.

Las reglas del club son muy simples. Se da por hecho que todos los que vamos a la biblioteca contamos con ―al menos― un par de horas libres, que bien podemos ocupar leyendo o, si es el caso, utilizar para el intercambio de conocimientos con algún otro miembro. O ambas cosas. Cuestión de tiempo.

El hecho de que la biblioteca proporcione una coartada por encima de cualquier sospecha, obliga a que los miembros del club no deban encontrarse fuera de ella.

Por último, el tercer punto que, sin duda, es el más apreciado por todos los miembros: es de obligado cumplimiento guardar el más estricto de los silencios. Por ello, se habrán de evitar cualquier tipo de incómodas preguntas y, por supuesto, se dispensa de la obligación de discurrir  muñidas respuestas.

Tan sólo en una ocasión, dos miembros transgredieron las normas. Al poco se casaron. Alguna vez, uno de ellos trató de volver a leer, pero nadie se atrevió a proponerle una nueva lectura.

A estas fechas, mi sobrina ya se licenció y vive en Alemania. Yo he perdido la cuenta de todo lo que me he leído, celebrando cada vez que dan de alta una nueva remesa de títulos en el catálogo.

Es más, el pasado 23 de abril, Día del Libro, nuestro Club recibió de manos de la concejala de Cultura, un reconocimiento ―con placa incluida― en agradecimiento a la desinteresada, e incansable, labor que hacemos a favor del fomento de la lectura.

Una distinción muy justa, sin duda: hemos conseguido multiplicar por tres, el número de lectores asiduos a la biblioteca municipal.

Por lo que respecta a mi marido, aunque se jacta de no haber abierto un libro en su vida, jamás me ha puesto traba alguna para que yo lo siga haciendo. Dice que donde lee uno, comen dos…

Tan sabio él.

(*) Alejandra Díaz Ortiz. Escritora. Mexicana de nacimiento. Autora de Cuentos chinos (Trama editorial, 2009).
2 Comments
  1. N. de A. says

    Traviesa errata -como casi todas- la de un donde con la tilde equivocada. Dice: «dónde lee uno…». Debe decir: «donde lee uno…»

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