José Luis Borau, el cineasta minucioso

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El director de cine José Luis Borau, en una imagen de septiembre de 2010. / Juan Herrero (Efe)

Aragonés, como Segundo Chomón, como Luis Buñuel, dos genios del cine, José Luis Boraufallecido ayer viernes en Madrid, ha representado en el cine español el papel que se asigna  a los que abren nuevas puertas, a los que, por razones de edad, también de condición, se han visto obligados a servir de puente, de lugar de transición entre un mundo que acaba y uno nuevo. Borau, hombre de muchos palos –yo le conocí y le traté algo porque por mi labor de crítico literario le reseñé algún libro de ficción suyo, Camisa de once varas, por ejemplo, también Palabra de cine, y él, como hombre de otra época, escribía cartas manuscritas de agradecimiento–, jugó en cierta manera ese papel, un papel terrible pues no satisface ni a los que se quedan en la cuneta, que le ven como un desafecto, ni los que quieren abrirse camino, que le califican de tibio. Así en la política, así en cualquier otro oficio. José Luis Borau, por ejemplo, fue presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas entre 1994 y 1999, periodo en que comenzó a consolidarse esa institución. Sin embargo pocos se acuerdan de su labor efectiva, reduciéndolo a condición de hombre bueno, de hombre que ya había hecho los deberes que tenía que hacer en la vida y que parecía estar ya en ésta sólo para recibir homenajes. Un clásico viviente, vamos, condición ambigua como pocas y al que compañeros de alma como Fernando Fernán Gómez se les ahorró, quizá por su condición de cascarrabias y lúcidos portadores de diatribas. El carácter salvó a Fernan Gómez, en cierta manera el carácter perdió a Borau. Era demasiado bueno, demasiado paisano de Aragón como para no anularle a razón de ofrecerle homenajes. El se dejaba querer porque era, ante todo, buena gente. Pero pocos hablaban de su talento.

Y el primer sorprendido era él. Hombre de profunda querencia por la soledad, siempre se distinguió por la sorpresa ante los homenajes que se le daban. Los recibía, eso sí, con profundo agradecimiento, pero siempre te quedaba la sensación de que lo que quería era enrocarse en su vivienda, al modo de un caracol imaginario, y desde allí dirigir, hacer, las cosas más disparatadas. El discurso que dio en la Real Academia de la Lengua, en sustitución de Fernando Fernán Gómez, y que contestó Mario Vargas Llosa, de quien quiso llevar a la pantalla  su novela Pantaleón y las visitadoras y con el que le unía una buena amistad, fue uno de los más bellos homenajes que se han pronunciado sobre lo que representa para el espíritu el mundo del cine mediante las relaciones entre éste y el lenguaje. A este propósito reivindicó términos como “landismo”, “berlanguiano”, “estar solo ante el peligro,” y expresiones así. Su natural no le impidió citar el manido en otros tiempos “No te enrolles Charles Boyer”, “La cagaste Burt Lancaster”,  “El bueno y el malo”… y así hasta no poder con un repertorio inagotable de enriquecimiento del habla popular, que es el único que cuenta.

Este discurso representa una de las facetas más desconocidas de José Luis Borau, la de la pasión ferviente por la literatura, faceta que habría algún día que reivindicar. Pero desde luego es obligado por estrictas razones estéticas y de excelencia rendir homenaje a lo que en realidad fue su genuina pasión, el cine. Aún recuerdo el impacto que nos produjo Furtivos a los que la vimos el día del estreno. Borau se negó a quitar escenas, muchas, demasiadas, casi 40, que la censura le había aconsejado. El resultado fue un retraso compensado, pues la película se convirtió en objeto de culto, además de ganar la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián, aún no Zinemaldia, y pasó a ser emblemática del paso de otra nueva manera de hacer cine en España.

Por desgracia, José Luis Borau será recordado como hombre de una sola película, Furtivos, pero es condición cuando una obra se convierte en símbolo de su tiempo. Pasó con Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, que difuminó la obra de uno de los grandes escritores alemanes de la República de Weimar; pasó con El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que curiosamente no es su mejor libro, ni de lejos, en fin, los ejemplos darían para llenar páginas, pongamos uno de cine, Casablanca, de Michael Curtiz, y cuando estas cosas suceden el destino de un hombre, de un artista, parece quedar marcado por esa sombra.

Digo. Furtivos le marcó, nos marcó a todos, pero hay algo injusto en que un cineasta que dio luego películas como Tata mía, o Leo, series como Celia, basado en la obra de Elena Fortín, que describe la vida de una niña burguesa en la Segunda República con una finura de espíritu pocas veces lograda en este tipo de género, tenga que verse preterido por su propio éxito. El éxito mata a veces. El caso de Borau es sintomático, pero hay que reconocer que aquella película tenía un secreto para la fascinación que a mí me ha estado rondando durante mucho tiempo. Desde luego la interpretación fabulosa, tanto de Lola Gaos, como de Alicia Sánchez, actrices, profesionales de la cosa, pero es que Ovidi Montllor, que siempre fue un hombre que se distinguió haciendo cosas para las que no estaba muy dotado, la canción, la interpretación cinematográfica, borda aquí su papel. Por otro lado, la colaboración de Manuel Gutiérrez Aragón, otro director de cine que gusta de lo literario, es primordial, pero no lo agota. También lo claustrofóbico, también la especial conformación que Borau otorga al bosque. Pero lo que creo definitivo es lo que no se dice: hay en esta película un equilibrio entre lo que se expone y lo que queda oculto, que es parte principal de su excelencia.

Una ocultación que quedó siempre en la sombra debido  al carácter de este hombre solitario, secreto, bueno.

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