Madrid, laboratorio urbano

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Padre e hija juegan a una improvisada rayuela / Foto: Lucía Jalón
Padre e hija juegan a una improvisada rayuela dibujada por Aída Navarro y Pedro Cortés, miembros de un taller del Medialab Prado  / Foto: Lucía Jalón

De vez en cuando, se producen en las calles de Madrid algunos hechos que, sin tener el carácter de arte sí buscan la complicidad de los viandantes con ánimo de crear situaciones buenas para el entendimiento. O para sentirse mejor tratados por la ciudad. Madrid como laboratorio urbano, como teatro de operaciones pacíficas y provocadoras.

Las ciudades van perdiendo su fisonomía, digamos que se modernizan; los barrios cambian hasta volverse irreconocibles, haciendo que los vecinos se enajenen un tanto, y los comercios tradicionales desaparecen subsumidos en franquicias idénticas a sí mismas allá por donde se vaya, dentro y fuera de España.

Esto influye en la vida de la gente, muchas veces para peor. Las relaciones sociales se vuelven escasas y se enrarece el vecindario. Se liquidan las redes sociales “presenciales”. De ahí que haya quienes se preocupen y ocupen en tratar de mejorar ese estado de cosas. De esta gente inquieta surgen proyectos de recuperación de ciertos aspectos del barrio, devolver las plazas a los vecinos, ayudar a que los pequeños comercios y cafés sigan adelante a pesar de la competencia de los gigantones.

Este tipo de iniciativas que se desarrollan en talleres del Medialab Prado -salvado, por cierto, de su amenaza de cierre-  plantean preguntas que sugieren respuestas creativas. Iniciativas que poco tienen que ver con montajes más interesados en el negocio y la explotación económica de las ideas en ese baile mágico que lleva tiempo creando el invento de los “emprendedores”, como única salida a la crisis. No se sabe si a la crisis actual o a la crisis del ser humano como tal. Es sarcasmo.

Si hay algo que tensa la cara del sistema que nos hemos montado entre todos –unos más que otros- eso es el desorden, o sea, la impresión de que cada hijo de vecino pretenda sacar partido de la cosa pública. De ahí que los llamados artistas urbanos tengan sus diferencias con los agentes del orden. A veces, sin que los agentes susodichos se enteren muy bien de la movida. Es lo que le pasa al artista brasileño Alexandre Orion, cuando es interrogado en la calle por pintarrajear sin permiso, cuando lo que está haciendo es limpiarla. Sacar porquería de sus muros a base de detergente y agua, dando, eso sí, forma de gran parade de calaveras al mencionado muro mugriento.

El invento es del británico Moose, un grafitero que decidió limpiar la porquería de los sitios públicos en vez de usar pintura. Una idea muy práctica que se convierte en arte por la gracia de su mano y su caletre.

Acción callejera
Otro momento de la acción de Pedro Cortés y Aída Navarro / Foto: Mateo Fernández-Muro

Aída Navarro y Pedro Cortés, dos jóvenes que integran ese taller del Medialab Prado, Madrid laboratorio urbano, pintaron un piter o rayuela delante del Caixaforum, del Paseo del Prado. Al poco, unos niños se pusieron a jugar en ese espacio, e incluso alguna madre les enseñaba cómo lo hacía ella, de pequeña. Pronto, los críos, tizas en ristre, se lanzaron a dibujar en el suelo, hasta que una vigilante afeó la conducta a un pequeñajo de seis años. Por más que le aclararon que la tiza desaparecería con la lluvia o las pisadas de la gente, la vigilante –celosa de su deber- insistió en acabar con la fiesta.

No voy a decir que los dibujos de los niños fueran obras de arte amenazadas por una vigilante de sala, pero queda claro que el espacio público sólo lo pueden ocupar sin problema los que aportan ganancias de algún tipo: terrazas de bares, vendedores de paraguas, anuncios de bancos, puestos de información de turistas…

Más suerte tuvo el finlandés Otto Karvonen, que decidió ocupar la calle un rato sin ser atropellado o molestado por nadie para lo que inventó un kit de ocupación urbana de lo más accesible. O los vecinos de un barrio de Buffalo (Estados Unidos), que transformaron una plaza intransitable en un lugar de encuentro divertido.

¿Son ganas de tocar las narices a los defensores del orden (entendiendo por éstos no sólo a vigilantes y policías)? ¿Se trata, en efecto, de un abuso del espacio público? Estas preguntas plantean posibilidades de respuestas muy interesantes para toda persona que no se resigne a ser cada vez más empujada al margen, despojada de lo que le es propio, ese concepto de procomún, tan sugerente y civilizador.  Ante la barbarie del capitalismo salvaje –y perdonen ustedes la expresión tan demodé- me parece muy saludable este activismo pacífico y creativo.

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