La cuesta de las maravillas

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Imagen de archivo de las casetas de libros instalados en la Cuesta de Moyano, en Madrid. / Wikipedia
Imagen de archivo de las casetas de libros instaladas en la Cuesta de Moyano, en Madrid. / Wikipedia

Borges imaginó el paraíso en forma de biblioteca, yo prefiero imaginarlo bajo la especie de una librería. Las bibliotecas siempre me han resultado espacios demasiado serios, ordenados y puntillosos, aparte de consagrados al orden alfabético; nunca entendí que algunos colegas escritores pudieran trabajar allí, como el que acude ocho horas a una oficina. En las bibliotecas yo me sentía acorralado, de vuelta al colegio, y de inmediato el silencio impuesto desde los carteles me invitaba a la modorra. En los años de la facultad, cuando un grupo de amigos quedábamos para estudiar en una biblioteca pública cercana a Ventas, no pasaba mucho tiempo hasta que uno u otro hacía el gesto de sacar un cigarrillo y llevárselo a la boca, contraseña que nos servía para salir al pasillo a fumar un rato. Empezábamos a un ritmo de cinco minutos de descanso cada media hora y al final ya salíamos a respirar humo cada cuarto de hora o cada diez minutos. Sólo Javier, a quien llamábamos el Vasco, aguantaba a pie firme el canto de sirenas de nuestra cháchara insustancial durante horas y horas. Lo mirábamos acodado estoicamente en la mesa, abismado ante sus apuntes y sus libros, con una mezcla de lástima y envidia que tampoco descartaba el estupor. Un día Pedro no pudo más, y con el cigarrillo encajado entre sus dedos, articuló una exquisita queja retórica: "Pero este hombre, ¿es humano?"

En cambio, las librerías siempre fueron para mí lugares para el gozo y la alegría, incluso durante el tiempo que trabajé en ellas, que no ha sido poco. En la librería Crisol de Goya, hoy remozada en zapatería o algo así, encontré a mi mejor amigo, el poeta Álvaro Muñoz Robledano, enfundado en una camisa amarilla y hablando de John Ford; y en la librería de viajes Altaïr de Madrid, recientemente desparecida, hice tantos amigos durante mi década proletaria, empezando por mis compañeros de curro, que la lista de nombres propios iba a expropiar el párrafo. Para mí, la amistad es el concepto central de una librería y por eso huyo como de la peste de ciertos locales antiguos y modernos donde se establecen divisiones sociales, castas sacerdotales y códigos de guardia (otro tanto me ocurre con los bares, antros de encuentro y desencuentro, zonas de intersección donde son posibles el diálogo, la confidencia e incluso el galanteo). Una amistad que implica tanto a criaturas de carne y hueso como a esos extraños y confidenciales paralepípedos que pueden aguardar durante decenios inmóviles en una estantería hasta que un día los abres y te sueltan justo la parrafada que te mereces. En la Cuesta de Moyano, la aglomeración de librerías de lance con más solera de la capital, me ha pasado más de una vez abrir un volumen al azar y encontrar exactamente lo que andaba buscando. Recuerdo un día, sobre el otoño de 1997, en que yo andaba vapuleado por el abandono y el desamor cuando tropecé con un volumen, bastante feo, de la editorial Plaza & Janés. Dentro había encerrada una antología de poemas de Brian Patten, un nombre completamente desconocido para mí y que, sin embargo, en cuanto hojeé el volumen, me susurró al oído los versos siguientes:

Tal vez sea demasiado temprano
y no te hayas levantado todavía
y las cortinas ondeen
como velas contra tu ventana.
Pero sea la hora que sea, el lugar o la estación,
aquí estoy a tu puerta,
con un puñado de razones por las que debería entrar.

Tal vez sea aún demasiado temprano en tu interior
para que te compongas y hables,
pero sea la hora que sea, el lugar o la estación,
me alegro de haber llegado tan lejos,
y saber lo que soy sin desconfiar.

La tierra tiene muchas manos y puertas
a las que llaman estas manos.
Hay sillas para algunos donde sentarse
con más paciencia que el resto,
y aquí estoy de nuevo y de nuevo llamando,
con un ramillete de primonias
vestido para matar,
limpio, sin polvo y atontado.
Me creerán loco, demente o estúpido;
mi fe en ti sea tal vez del todo infundada;
podrían llamarla romántica hasta el fin,
pero, ¿qué más da?
Aquí estoy de nuevo y de nuevo llamando,
tal vez tenga demasiada prisa por correr hacia ti,
impaciente por compartir el resplandor
mientras haya
resplandor en torno mío.

A golpes llamo a la puerta del mundo.
Estás dormida tras ella.
A golpes llamo a la puerta del mundo
igual que a mi corazón un mundo llama a golpes.

Este excepcional sentido de la maravilla es algo que muy difícilmente te ocurrirá a través del sistema de búsqueda de libros antiguos en internet, por no mencionar el catálogo de una biblioteca. El hecho físico de explorar, hojear el pasado inscrito en unos cuantos signos, y descubrir que las páginas yertas reverdecen en tus manos. "Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos" decía Quevedo. Nunca he compartido el ansia del coleccionismo ni la emoción de los buscadores de tesoros bibliográficos; tampoco comprendo la reverencia al adquirir primeras ediciones, actividades todas ellas más cercanas a la numismática que a la literatura. Esta semana la Cuesta de Moyano cumple noventa años de edad y aún espero el milagro increíble de dar con alguna joya inesperada, como sucedió con Patten o con Quimera, de John Barth, una de las novelas más extraordinarias que jamás he leído. En Moyano, ese atractor extraño de letras y de vidas, puede suceder cualquier cosa, cualquier prodigio, incluso, tal vez, encontrar a Scheherezade.

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