José Yoldi
Lo habían hablado una semana antes de casarse. Mario había argumentado que debían reservarse un coto de libertad antes de perderla del todo y Cristina, que no tenía inconveniente en encadenarse a él de por vida —pensaba que el amor debía ser para siempre—, había accedido por no poner dificultades antes de la boda y porque igual luego, una vez casada, le apetecía una mayor autonomía.
— ¿En qué tipo de reducto de libertad estás pensando? —preguntó ella.
— Pues no sé —contestó Mario—. Quizá un viaje en solitario, de un mes aproximadamente. Algo que respetase los espacios individuales de cada uno.
— A ver, no me gusta —respondió Cristina—. Me gustaría ir contigo a todos los sitios, para eso voy a ser tu mujer.
— No me entiendes —insistió Mario—. Seguro que no te gustaría acompañarme a un sitio donde hubiera muchos mosquitos, o donde hiciera mucho frío o mucho calor. No hablo de un crucero de placer por el Egeo o de un tour de visitas a capitales europeas en hoteles de cinco estrellas.
—Bueno, ¿entonces?
— Imagina que me apeteciera ir al Ártico, pues en este pacto de libertad yo esperaría que tú no pusieras ninguna pega si allí encontrara a una inuit y ella me propusiera que hiciéramos el amor. Es algo que ocurre en algunas culturas donde al visitante, por hospitalidad, le ofrecen lo mejor que tienen y de ahí lo de dormir con la esposa. Rechazar el ofrecimiento es un insulto. Creo que es una costumbre de Asia central, pero ahora mismo no sé si los inuit la practican. En todo caso, es solo un ejemplo.
A Cristina no le hizo gracia la propuesta, pero no quería una discusión por algo teórico que quizá jamás se realizase y a una semana de la boda. Pensó un minuto en cómo contrarrestar la proposición y que Mario no se atreviese a realizar su proyecto por miedo a que ella ejecutase el suyo.
— Bueno, me parece bien tu periplo hacia la libertad, pero a cambio, siempre he tenido una fantasía, a la que tú accederías como respeto a mi espacio de libertad.
— Y ¿cuál es? —inquirió Mario.
— Tener una aventura con un negro —contestó Cristina con una sonrisa triunfante.
— ¿Porque te han contado que tienen un mango tremendo? —preguntó Mario.
— No se trata del mango, animal. Yo hablo de un negro elegante, sensible, culto, alguien que te ilusione y con el que poder conversar…
— ¡Ah!, ¿que es para conversar? —comentó Mario como de pasada, pero con mucha intención.
— ¡Cómo eres! Haces que todo parezca sucio —se quejó Cristina.
— Que no, mujer. Era solo por aclarar —se excusó Mario con tono angelical.
— Ya, pero tú puedes tirarte a la esquimal o como se diga y, en cambio, lo mío con el negro te parece fatal.
Mario se sintió acorralado. Había pensado en lo del viaje para poder echar una canita al aire sin demasiadas consecuencias, pero no había contado con la contrapartida del negro. “¡Jorrr!, lo mío era una cosa casi inocente, pero lo del negro es un problema en toda regla. Por constitución, esos tíos tienen un rabo tremendo y lo deben de mover muy bien. Mira que si Cristina lo prueba y le engancha y ya no quiere lo que tiene en casa…" Por otro lado, la propuesta había sido suya y tenía muy difícil echarse atrás sin dejarse muchas de sus plumas de gallo por el camino. Aunque no estaba nada convencido, se tiró para adelante:
— No, no, me parece muy bien. ¿Sea entonces el compromiso? ¿Mi viaje y tu negro?
A Cristina no le quedaban ya argumentos para negarse y pensando en que aquello era un futurible quizá demasiado teórico, dijo:
— De acuerdo. ¿Hay algún plazo para cumplirlo?
— Para no pillarnos los dedos, pongamos un plazo generosamente amplio, por ejemplo, desde dentro de un año hasta las bodas de plata. En veinticuatro años supongo que ya habremos podido realizar nuestros deseos.
— Vale. Que así sea —afirmó Cristina con contundencia.
Mario y Cristina se casaron una semana después y durante un año nadie habló del pacto.
Había transcurrido ya más de año y medio y Cristina insistió en que debían pasar las navidades en casa de sus padres, que el año anterior lo habían hecho en la de sus suegros. A Mario le apetecían diez días en Palencia como una ración de pepinillos en vinagre para desayunar. Y se le encendió la bombilla.
— Oye, cariño —dijo con despreocupación— he pensado que es el momento ideal para aquel pacto que hicimos antes de casarnos.
— ¿Qué? —se sorprendió Cristina.
— Sí, mujer, lo del viaje —recordó como de pasada—. No te acuerdas que lo pactamos como un reducto de libertad individual.
— Ya, pero son navidades.
— Bueno, nunca dijimos que tenía que ser en verano o en otras fechas concretas.
— ¿Y dónde pensabas ir?
— Pues me apetecía mucho conocer el paso del Noroeste, en Alaska, o el Cabo Norte, en Noruega, pero hay que reconocer que en invierno deben hacer 54 o 55 grados bajo cero y las ventiscas te pueden tener una semana refugiado en el mismo lugar. No, no es el momento adecuado.
— Ya, ¿y entonces? —preguntó de nuevo Cristina, que se olía la trampa.
— Pues no sé, Se me ha ocurrido que quizás la Cuba de Castro. Conocer de primera mano el último reducto auténticamente comunista que queda. Además, el clima en el Caribe es bueno, ahora que ha pasado la temporada de los huracanes.
— Ahí no te invitan a acostarte con la esposa, ¿no?
— No, mujer, ¡hay que ver qué barbaridades se te ocurren! —contestó Mario con candor.
El estudio del comunismo de primera mano fue como un relámpago en la mente de Mario, que nada más llegar a La Habana reconsideró los objetivos del viaje. En lugar de los efectos del bloqueo norteamericano en la economía cubana decidió profundizar en las características anatómicas de dos hermanas mulatas, dos panteras de piernas largas y nalgas duras que le habían recibido con el dulce saludo de: “Bienvenido, gordito lindo”. En los escasos ratos que le quedaban libres, en vez de estudiar la producción de tabaco y caña de azúcar, se enganchó a una botella de Havana Club de 7 años y a unos Cohibas. Casi no comía y el estricto régimen al que estaba sometido hizo que en las tres semanas que pasó en la isla, perdiera nueve kilos. Justo el día anterior a su partida, cuando había salido a airearse al Malecón, no advirtió que una tapa de alcantarilla estaba levantada y se partió la tibia y el peroné.
Mientras una médico cubana le reducía las fracturas, Mario pensó: “No hay placer sin sufrimiento”, y cuando las hermanas lo arrullaron durante su última noche, llegó a decir: “Sarna con gusto, no pica”. Sin embargo, poco después les pidió una aguja de punto con la que se alivió los picores de la escayola.
Cristina, que fue a recogerle a Barajas, no pudo menos que imaginar lo duro que era el comunismo o el socialismo autogestionario o lo que fuera, y lo que el pobre Mario había sufrido. Notablemente delgado y con una pierna escayolada. Eso no podían haber sido unas vacaciones y ella no deseaba reductos de libertad como ese.
Habían pasado veintitrés años desde la boda y ninguno de los dos había vuelto a hablar del pacto. De hecho, ninguno se había vuelto a acordar, hasta que Cristina, un día que salía del bufete de abogados para un almuerzo de trabajo, observó que en el estudio de diseño y marketing de al lado entraba un mulato de más de metro noventa y espaldas en consecuencia. El pelo cortito y rostro amable. Lucía un elegante traje de Armani y un brillante en la oreja izquierda.
Cristina pensó: “Vaya ejemplar”, pero como ya llegaba tarde, salió disparada hacia el restaurante. Durante la comida estuvo como ausente. Por un lado, el cliente era un pesado aburridísimo, por otro no dejaba de pensar en el moreno. Era la primera vez que coincidía con él. ¿Sería cliente del estudio contiguo o uno de los jefes? Se dijo que estaría más atenta.
Volvió al despacho y cuando abría la puerta miró de reojo a ver si tenía la suerte de que saliera el mulato. Pero la fortuna no estaba de su lado. Pasó la tarde sin pena ni gloria, resolviendo asuntos de rutina. Cuando por la noche se desmaquillaba, tomó una decisión. No le diría nada a Mario —quizá no fuera necesario después de todo, aunque el caso estaba amparado por el pacto— y desde el día siguiente mejoraría su imagen. Eso significaba: peluquería, manicura y esthéticienne y, por qué no, renovación de vestuario. Si el pájaro se ponía a tiro, ella tendría la escopeta preparada.
Pasaron un par de semanas y del mulato no hubo noticias. Cristina ya pensaba que había sido un espejismo, cuando una tarde, a eso de las ocho, cuando salía del despacho, allí estaba él, con la piel brillante, impecable, a punto de cerrar la puerta del estudio de diseño.
— Buenas tardes, mi nombre es Sebastião, ¿es usted abogada? —preguntó muy educado y con un ligero acento brasileño.
— Pues sí, yo soy Cristina, ¿necesita los servicios de un abogado? —preguntó ella a su vez.
— Tengo un problema de marcas y de propiedad industrial.
— ¡Qué casualidad!, precisamente esa es mi especialidad. ¿Quiere que tomemos algo en la terraza del pub de la esquina, sin perjuicio de que le dé una cita para la semana que viene?
— Bueno, me iba para casa, pero no hay problema, hace ya tres semanas que no me espera nadie.
— Vaya, lo siento.
En la terraza, Sebastião explicó someramente el problema legal en un primer momento, pero inmediatamente pasaron a hablar de teatro, cine, literatura y el último concierto en el Auditorio. Cristina estaba encantada. Había encontrado al mirlo del pacto.
Al día siguiente recorrió las tiendas más selectas de Serrano y Goya y se compró tres vestidos y dos pares de sandalias. Volvió a la peluquería y, a la semana siguiente, se presentó a la cita en su despacho con una belleza resplandeciente. Tanto que Mario, a la hora de comer, le había comentado:
— Estás más guapa. ¿Ha pasado algo?
— Nada, la operación bikini —respondió evasiva.
Sebastião llegó puntual, el pendiente en la oreja, terno de Hugo Boss y zapatos de Prada. Debatieron del problema y de la estrategia legal a seguir durante casi una hora, hasta que él alegó que se tenía que ir. En aquel momento se acordó:
— Cristina, ¿te gustaría acompañarme a una representación de El lago de los cisnes, en el Teatro Real? Me costó mucho conseguir las localidades, me consta que adoras la música y la danza y como ya no tengo pareja…
A Cristina le faltó tiempo para decir que aceptaba y le despidió en la puerta del despacho rendida a sus pies.
Se probó todas las prendas del armario y las combinó de mil diferentes formas. Al final, optó por estrenar un vestido sin mangas con una torera a juego, por si a la noche refrescaba, y bolso y sandalias también de estreno, todo en blanco y negro.
Sebastião, radiante, llegó unos minutos antes a la puerta del Real, siguiendo la máxima de que pronto es puntual y puntual es tarde. La recibió con sendos besos en las mejillas. Ella notó que él dudaba e imaginó que tal vez le hubiera gustado besarla en la boca.
Durante la representación ambos permanecieron silenciosos y, a la salida, mientras comentaban los detalles de la obra, él la invitó a cenar. Se sentaron en el Café de Oriente. Sebastião disertó sobre las intenciones de Tchaikovski y ella contestó que únicamente Alicia Alonso había alcanzado tanta elegancia en los movimientos con los brazos.
Ya estaban en los postres y Cristina, que se había pedido un vino dulce para animarse, se lanzó:
— Mira Sebastião, sé que acabas de salir de una relación y que quizá es un poco pronto... ¿Te gustaría que hiciéramos el amor?
— Gracias Cristina —respondió Sebastião con recato—. Quizá te he dado una impresión equivocada. Soy gay. Mi anterior pareja era Davide, un italiano de Padova bastante díscolo. Me dejó por un romano llamado Livio.
Cristina no ocultó su decepción. Se levantó para irse, pero Sebastião lo impidió:
— No pienso dejar que te marches, hacía tiempo que no lo pasaba tan bien.
— Hasta ahora, yo también —replicó Cristina.
— Y ¿vas a permitir que una simple gimnasia nos arruine la noche? Venga, que estás radiante. Vamos a tomar una copa en la terraza de mi casa. A estas horas siempre corre una agradable brisa.
— Bueno, quizá tienes razón.
— Claro que la tengo, déjame un momento que haga una llamada, pero estoy contigo.
El ático de Sebastião tenía 100 metros de terraza en el Madrid de los Austrias. Cristina se había quitado las sandalias de tacón de aguja que la estaban matando y se había hecho un ovillo en una hamaca mientras esperaba a que su anfitrión le preparara una caipirinha.
Cuando Sebastião llegó con la bebida, se abrió la puerta de la calle. Otro morenazo, un calco del dueño del piso, se puso delante de Cristina.
—Oi, meu nome é João —dijo el visitante.
—Es mi hermano pequeño —le presentó Sebastião—. Acaba de llegar de Brasil. Estaba con unos amigos, pero le he llamado. Él es perfectamente hetero.
Y les dejó solos.