Yihad

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David Torres

Imagen: Wikipedia
Imagen: Wikipedia

Después de pasar la última noche en vela, rezando y purificándose, salió temprano hacia el puesto de control israelí. Se sentía ligero a causa del ayuno, aunque alrededor del estómago llevaba atado un cinturón con veinte kilos de explosivos que le hacía parecer más gordo bajo la chilaba, como si tuviera barriga. El joven caminaba tranquilo, sin prisa, convencido de que aquellos eran sus últimos pasos sobre la tierra. En breves minutos, apagado el fulgor de la explosión, se encontraría en el paraíso rodeado de vírgenes y de música.

Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza lo que les dijo un viejo imán en la madrasa, años atrás: que esa creencia era una tontería, que había un error de transcripción, que la palabra que en realidad figuraba en el Corán no era “vírgenes”, sino “dátiles”.

“Imaginad cuando los guerreros se despierten y se encuentren con una cesta de dátiles en las manos”.

Iba pensando en ello cuando de repente, a doscientos metros del control, en lo alto de la colina desde la que ya se vislumbraba la alambrada, unos chavales madrugadores le saltaron al paso y le ordenaron que les diese todo lo que llevaba encima:

“No llevo nada, hermanos, dejadme en paz”.

“¿Cómo que no llevas nada?” gritó uno de ellos, sacando un cuchillo.

“Os digo que no llevo nada. Estoy purificado y bendecido. Estoy en una misión de Alá”.

“¿Pero qué tonterías andas diciendo? A ver qué es eso que llevas aquí”.

“No, hermano, no lo toques. Soy un guerrero santo, estoy preparado para inmolarme en nombre de Alá”.

“Que te calles. Trae acá”.

“Pero ¿eres idiota? ¡No lo hagas! ¡No!”

Desde el puesto de control israelí la explosión se oyó como un petardo. Tardaron cinco minutos en enviar una patrulla. Los soldados encontraron los restos pulverizados de cuatro o cinco cuerpos que no hubo manera de identificar. Mientras retiraban los pedazos, les extrañó descubrir, esparcidos entre la sangre y los ropajes desgarrados, unos cuantos dátiles.

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